La Cruz de plata,
de Jesús Villanueva Jiménez,
Libros Libres, Madrid, 2014
Enrique Rodríguez
El teniente general Antonio Benavides Gonzalo de Molina (1678-1762) fue gobernador de la Florida, Veracruz y Yucatán durante una trayectoria política en las Españas ultramarinas inusualmente prolongada. La idea del buen gobierno desde una administración eficaz, que caracteriza el reinado de los primeros Borbones españoles, tuvo su modelo en este militar canario, natural de La Matanza de Acentejo (Tenerife), de quien existe una biografía de 1795 y casi se pierden ahí todas las referencias.
Afortunadamente Jesús Villanueva Jiménez le ha rescatado para la Historia a través de un trepidante relato de aventuras, tan apasionante en lo novelesco como en lo estrictamente documentado, que es suficiente para realzar una figura que jamás debió ser olvidada. Se da una circunstancia que convierte en decisiva una acción concreta de Benavides. En la batalla de Villaviciosa de Tajuña, el 10 de diciembre de 1710, se ofreció a intercambiar monturas con su amigo Felipe V, al advertir que el Rey se había convertido en blanco de la artillería austracista, que le había detectado.
Efectivamente, poco tiempo después Don Antonio y el caballo real eran alcanzados, resultando muerto el animal y gravemente herido el entonces teniente coronel. ¿Qué rumbo habría adquirido la Guerra de Sucesión de haber caído entonces en combate el primer Borbón? ¿Cómo habrían cambiado los rumbos de la Historia de España e incluso de toda Europa? Todo dependió de la capacidad de decisión y el arrojo del héroe de La Cruz de plata. Felipe V, desde entonces, le llamaba padre en público, para expresar que le debía la vida. Y como confiaba plenamente en él, le envió a la Florida con dos misiones: deshacer la corrupción consentida por el gobernador anterior y negociar la paz con los indios, quienes atacaban posiciones españolas azuzados por los ingleses. Así, en 1717, y hasta su regreso a la península en 1749, comenzó la excepcional tarea pública de Antonio Benavides en sus tres destinos: se adentró en territorio indio en solitario, obtuvo los acuerdos buscados con una docena de tribus a las que ganó como aliadas, custodió con eficacia las mercancías del Galeón de Manila, organizó el abastecimiento de aguas en Veracruz, organizó una expedición para defender las costas de Hondura y de Tabasco de los ataques corsarios, persiguió en la península de Yucatán el tráfico ilegal de palo de tinte, mantuvo a raya a los ingleses, combatió la odiosa calaña de los piratas…
Toda esta ingente labor la hizo Benavides con una extraordinaria probidad, favoreciendo a los pobres de su propio pecunio y sin enriquecimiento personal. Tanto, que ni siquiera se ocupó de que hubiese un retrato suyo con el que pudiésemos hoy ponerle rostro. Cuando regresó a Madrid, tras 32 años ininterrumpidos en el virreinato de Nueva España, obtenido el merecido retiro en su tierra de manos de Fernando VI, a ser recibido por el monarca acudió con un traje que le prestó el marqués de la Ensanada, pues todos los propios estaban viejos y gastados. Murió trece años después, siendo enterrado con el hábito franciscano en la iglesia de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife. Su rescate biográfico en la obra de Villanueva Jiménez nos sitúa ante una realidad que no recibe la suficiente atención: la obra de gobierno de la Corona en América. Concluida la conquista y evangelización de las Indias, era la hora de la administración eficaz, y en ella destacaron hombres como Antonio Benavides, felizmente reencontrado como parte de los mejores momentos dieciochescos de España merced a esta novela.