Introducción al cine falangista de don José Antonio Nieves Conde, por Luis Landeira Caro

Luis Landeira Caro

La Gaceta

 

 

—Hay que volver.

—¿Ahora? ¿Para que la gente se ría de nosotros? Qué vergüenza…

—Pues, con vergüenza, hay que volver.

Este diálogo, pronunciado al final de la película Surcos por una familia de desertores del arado debidamente escarmentados por los demonios y tocomochos de la gran ciudad, transmite muy bien la necesidad que había —ya en 1950, cuando las cosas aún no habían degenerado tanto— de escapar de la aberrante urbe moderna para regresar a la aldea natal que se abandonó en pos de un sueño absurdo, de un espejismo proyectado por el ruidoso y omnipresente aparato propagandístico de la modernidad.

Hoy, cuando el destino ya nos ha alcanzado, el citado diálogo cobra más fuerza que nunca: tras el naufragio y la metanoia, con o sin vergüenza, hay que volver físicamente a la tierra: cada uno a su pueblo, cada uno a su país, cada uno a su raíz. Y volver, espiritualmente, a la esencia. Hacerse, como decía Angelus Silesius, esencial. Porque, cuando todo perezca, la esencia subsistirá.

Las cámaras y las pistolas

José Antonio Nieves Conde (Segovia, 1911) descubrió su vocación en la escuela secundaria: «Montaron un gran aparato de cine mudo y empezaron a pasar películas, y entonces pensé ‘he aquí lo que me gustaría hacer durante toda mi vida’». Tratando de encarrilarlo, su padre, que era militar, lo mandó a Madrid a estudiar derecho. Allí, en 1933, se afilió a Falange, tras escuchar el brillante discurso donde José Antonio Primo de Rivera habló de la patria como síntesis trascendente y de la dialéctica de los puños y las pistolas: «Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y, en lo alto, las estrellas».

En 1936, cuando se produjo el Alzamiento Nacional, Nieves Conde entró en combate como voluntario falangista, y alcanzó el rango de alférez provisional. Los problemas empezaron cuando el general Franco intentó unificar las fuerzas rebeldes en un partido único que estuviera bajo su mando: Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Como muchos otros, Nieves Conde tomó partido por Manuel Hedilla, sucesor de José Antonio que se oponía a dicha unificación. Franco no toleró la desobediencia y condenó a Hedilla a muerte, después a cadena perpetua y finalmente al ostracismo.

Al terminar la guerra, Nieves Conde se dedicó a la crítica de cine. En 1942 escribió el guión de Vidas Cruzadas, una fábula sobre aristócratas desclasados. Después, se curtió como ayudante de dirección con Rafael Gil. Debutó al fin como director en Senda ignorada, una película de gánsteres que por desgracia se ha perdido. Fue el principio de una larga carrera, a lo largo de la cual Nieves Conde tuvo un desigual éxito de taquilla y bastantes problemas con la censura. Sus mejores películas las rodó entre 1947 y 1957. Después, pasó a ser considerado como un «realizador problemático», pues se empeñaba en hacer un cine social y pesimista que incomodaba a un régimen adicto al happy end. Sin embargo, nunca dejó de recibir encargos porque, como dijo Fernán Gómez, «tenía un modo de rodar solidísimo en comparación con la media del cine español».

Con la llegada de la democracia, Nieves Conde —que nunca renegó de sus ideas falangistas— se convirtió en un apestado. Dirigió su última película en 1977 y murió en 2006 en Madrid, a los 94 años, poco después de haber leído el periódico. Según comentó uno de sus siete hijos: «Ha muerto como él quería, leyendo».

Tijeras y fotogramas

Nieves Conde dirigió 28 largometrajes. Durante décadas, fue casi imposible verlos, salvo en traicioneras emisiones televisivas o milagrosos pases filmotequeros. Gracias a internet, la cosa ha cambiado: cinco de sus películas pueden encontrarse en la plataforma consagrada al cine español FlixOlé, otras están a tiro de piedra en YouTube, y las restantes se ocultan en webs piratas como Ok.ru. A continuación, repasaremos las que nos parecen más importantes.

Angustia (1947). A la hora de aceptar un proyecto, a Nieves Conde le bastaba con que tuviera «un 60% de posibilidades de convertirse en algo positivo». Es el caso de este thriller protagonizado por Adriano Rimoldi y Amparo Rivelles, que narra la peripecia de una joven pareja que malvive en una pensión gracias a las limosnas de una vieja tía de ella. Una noche, él sueña que mata a la anciana.

Muy influida en la forma por Concierto macabro (John Brahm, 1945), Angustia refleja el desencanto de los hedillistas con un franquismo que no se preocupaba lo suficiente por la justicia social. Pero, al ser un mensaje implícito, pasó la censura y hasta recibió dos medallas del Círculo de Escritores Cinematográficos.

La música expresionista resalta la angustia del personaje central, y la onírica fotografía lo envuelve en unos espacios sombríos y claustrofóbicos que simbolizan la posición de Nieves Conde en la posguerra. Como dice Rimoldi en una escena de la película, «hay hombres que tienen un ideal y, por duro y áspero que sea, son capaces de darlo todo por él».

Balarrasa (1951). Fiel a la máxima joseantoniana de que «el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra historia, debe ser respetado y amparado como merece», Nieves Conde acomete su primer intento de cine espiritual: la historia de un soldado del bando nacional (Fernán Gómez) que, después de la guerra civil, arrepentido por ciertas acciones poco heroicas, entra en el seminario y se hace cura.

Firma el guión Vicente Escrivá, que años atrás había sido Jefe Provincial de Propaganda de Valencia y en aquel tiempo estaba especializado en textos épicos y religiosos; si la película dribló a los censores fue porque él era consciente del tono que debía utilizar para tener la fiesta en paz. Hay, entre otras cosas, una maniquea división entre el bien —representado por el Balarrasa sacerdote— y el mal —el Balarrasa legionario, crápula y vividor— que se verbaliza en una escena en la que el protagonista se está afeitando y su hermana le pregunta: «¿Estás aquí?». Y él contesta, mirando al espejo: «Parece que sí, la persona que veo enfrente mío se me parece mucho».

Surcos (1951). Aunque fue uno de los fundadores de la Falange, don Eugenio Montes siempre estuvo más cerca del tradicionalismo. Junto a su futura esposa, Natividad Zaro, escribió un guión que oscilaba entre el drama costumbrista y las comedias de Arniches y se lo ofreció a Nieves Conde. Éste llamó al escritor ferrolano (y también hedillista) Gonzalo Torrente Ballester, y con él transmutó la idea original en un film neorrealista con toques de serie negra, originalmente titulado Surcos sobre el asfalto. Nieves Conde explicó que «recogimos fotografías y entrevistas durante más de un mes, y vestimos a los actores con las verdaderas ropas que utilizaban los habitantes de los suburbios».

Surcos cuenta la historia de los Pérez, una familia que abandona el campo y se va a Madrid con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida; hacinados en una corrala de Lavapiés, se dejan explotar, se mezclan con el hampa y se van hundiendo en un viscoso lodo moral.

Interpretado por actores tan solventes como Luis Peña, María Asquerino o Francisco Arenzana, el film ofrece una visión muy negativa de la ciudad, en sintonía con la idea joseantoniana que contraponía al turbio urbanita con el noble campesino. El propio Nieves Conde reconoció que «la película deja traslucir mi añeja y desilusionada ideología falangista y mi preocupación por un cine social».

Aunque Franco le dio su visto bueno a Surcos, la Iglesia la tachó de «película gravemente peligrosa» debido, sobre todo, al comportamiento sexual de algunos personajes femeninos. Si se estrenó casi sin cortes fue gracias al impulso de otro falangista: José María García Escudero, por entonces Director General de Cinematografía, que —tras los problemas generados por el film, y a pesar de su nominación a la Palma de Oro de Cannes— se vio obligado a dimitir, admitiendo que «Surcos presentó un mundo que todos sabíamos que existía, pero que —y esto es lo trágico— no nos gustaba ver».

Rebeldía (1954). Nieves Conde adapta al cine una obra del dramaturgo tradicionalista José María Pemán —con diálogos de Torrente Ballester y asesoría del padre Félix García— que narra la tormentosa relación entre un escritor ateo y una mujer muy devota. La cinta retrata la sociedad española de la época, y critica tanto la falta de escrúpulos del escritor como la, un tanto hipócrita, caridad de la beata. Para colmo, entre ambos hay una relación sexual furtiva que se salda con un disparo. Todo esto provocó que la película fuera sometida a una fuerte censura, y que Nieves Conde sudara sangre para lograr que no convirtieran su trabajo en otro almibarado film franquista. Aún con los recortes, Rebeldía aborda con audacia la dialéctica entre creencia y ateísmo y sus implicaciones sacramentales en el matrimonio, entendido como tránsito escatológico hacia la salvación. La oscura trama teológica contrasta con unos exteriores luminosos rodados en Altea.

Coproducción hispano-alemana, Rebeldía cuenta con un irregular reparto internacional; las actuaciones de la argentina Delia Garcés y el alemán Volker von Collande pierden fuerza debido al doblaje, y Fernán Gómez no parece sentirse muy cómodo como Pepito Grillo del escritor. Sobre ellos destaca Fernando Rey, encarnando a un humilde sacerdote que pronuncia la frase más potente de la película: «Todos cuantos vivimos en el cuerpo de Cristo estamos obligados al amor por los demás hombres más que al amor por nosotros mismos».

Los peces rojos (1955). Carlos Blanco Hérnandez iba para ingeniero de caminos cuando estalló la Guerra Civil. Luchó en el bando republicano y al terminar la contienda fue represaliado, cosa que le impidió continuar con su carrera. Refugiado en el Café Gijón, compartió tertulias con talentos como Enrique Jardiel Poncela o César González-Ruano. Para matar el rato, le dio por escribir un guión que recibió un premio. Arrancó así una carrera que culminaría en Hollywood. Pero su mejor texto se lo entregó a Nieves Conde, que con él destiló un cóctel de drama, humor y suspense que rivaliza con el mismísimo Hitchcock.

Entre lo real y lo ficticio, la trama sigue la peripecia de Hugo (Arturo de Córdova), un escritor fracasado que mantiene relaciones con Ivón (Emma Penella), joven corista obsesionada con dejar de trabajar y vivir sin apuros económicos. Una noche de tormenta, ambos llegan a un hotel de Gijón acompañados por el hijo de Hugo. Salen a ver el mar embravecido y, al poco rato, Ivón irrumpe en el hotel pidiendo ayuda porque el muchacho ha sido arrastrado por el mar. Como el cadáver no aparece, un comisario se hace cargo del caso.

Rodada a caballo entre un lúgubre Gijón y un Madrid solitario y nocturno, Los peces rojos es quizá la obra menos social de su autor. Aun así, la censura obligó a cambiar el crudo final por otro con moraleja.

La película se beneficia de la fotografía de Francisco Sempere y los decorados de Gil Parrondo, que en el futuro cosecharía tres Oscar. Pero por encima de todo está Nieves Conde, sus encuadres milimétricos y su pericia para crear una ilusión criminal que, en una pirueta metaliteraria, es defendida por el propio protagonista: «Lo humano es la fantasía; lo otro (rascarse, comer, dormir y moverse entre el estiércol) lo hacen también los animales».

Todos somos necesarios (1956). El dramaturgo Faustino González-Aller no era, precisamente, un autor políticamente correcto: su obra La noche no se acaba (1953) fue retirada de la cartelera por «inmoral y heterodoxa». Poco después, Nieves Conde le compró el guión de Todos somos necesarios y lo convirtió en una soberbia fábula anticapitalista.

La película transcurre en 1950, cuando tres presos muy distintos —un médico (Alberto Closas), un ladrón (Folco Lulli) y un funcionario (Ferdinand Anton)— abandonan la cárcel; habiendo cumplido sus respectivas condenas por los errores cometidos, siguen siendo rechazados por una sociedad tan poco dispuesta a olvidar el pecado ajeno como a recordar el propio.

Nieves Conde demuestra su destreza manejando la cámara dentro de espacios muy reducidos, como celdas o vagones de tren, y se gana a pulso el premio al mejor director del Festival de San Sebastián.

Todos somos necesarios ofrece un retrato social demoledor y personifica el mal en la figura de un corrupto hombre de negocios que sólo cree en el dinero. El mensaje final de la película, empero, no puede ser más esperanzador: una apología del perdón, de la redención y de la máxima evangélica «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mateo, 7,1).

El inquilino (1957). Escarmentado por la censura, a la hora de escribir esta película Nieves Conde fue lo suficientemente astuto como para inyectar generosas dosis de humor en el guión, desdramatizando la historia de un matrimonio (Fernando Fernán Gómez y María Rosa Salgado) que, junto a sus cuatro hijos, está a punto de ser desahuciado de su vivienda.

La película aborda el endémico problema inmobiliario español —que en tiempos del Caudillo no era tan extremo como ahora, pero ya era creciente y acuciante— a través del retrato de una pobre familia española, indefensa ante burócratas, banqueros y constructores.

Aunque, en efecto, el tono humorístico de la cinta burló a la censura, el recién creado Ministerio de Vivienda exigió numerosos cortes. Aun así, El inquilino es una de las mayores críticas sociales jamás rodadas en territorio español.

Con el tiempo, hemos podido disfrutar la versión primigenia de la película, con su devastador final y los fragmentos censurados, que decían verdades como que «la especulación sobre la vivienda es un acto criminal».

El tiempo y el karma

Tras la catástrofe de El inquilino, la carrera de Nieves Conde como autor se terminó. Cierto es que todavía filmó cintas tan dignas como la comedia social Don Lucio y el hermano Pío —donde Tony Leblanc y Pepe Isbert interpretan a un limosnero y un ladronzuelo—, el drama medieval Cotolay —ambientado en el Camino de Santiago del siglo XIII— o el thriller judicial El diablo también llora. Mas no volvería a firmar una obra maestra y, en 1977, colgó la cámara y cayó en el olvido.

Pero el tiempo ha puesto en su lugar las películas de un hombre que, sin traicionar su ideología, hizo lo que buenamente pudo en una industria en la que el horno nunca ha estado para bollos. A fin de cuentas y salvo excepciones, el cine es un medio de propaganda, y debido a su alto coste y gran difusión ha estado sujeto a censura en casi todos los tiempos y lugares.

En 1995, tras recoger un premio a toda su trayectoria entregado por el Festival de Valladolid, Nieves Conde dio una gran lección de amor al cine al pronunciar una frase que, aplicada a la vida, suscribiría cualquier maestro zen: «Cuando se da bien, esta profesión es francamente deliciosa, pero cuando se da mal es francamente deliciosa también».


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