18 de Julio: La II República no era un régimen democrático, por Francisco Torres

 
 Francisco Torres
 
 
   Debo pedir perdón, tanto a los lectores como al director de esta publicación, tanto por un título tan largo pero explícito como por, quizás, no responder exactamente al encargo y las expectativas de un artículo sobre lo acontecido en el lejano 18 de julio de 1936 realizado por un historiador. También, naturalmente, por lo amplio del texto; pero es difícil resumir algo tan complejo en un artículo de treinta líneas, a no ser que se quiera incurrir en el calificativo/descalificativo, los lugares comunes o recrearse en simples parrafadas militantes para quedar bien con los propios o con el espejo.
 
 
   Los hechos, que renuncio a relatar, son de sobra conocidos, aunque queden cada vez más desdibujados por la manipulación simplista de quienes exhiben, cuando hablan o escriben, una pasmosa ignorancia o, simplemente, son meras correas de transmisión de una deformación ideológica, que no es nueva en nuestra historia, aunque ahora se disfrace con trapos aparentemente metapolíticos de esos que se divulgan en algunas facultades de Ciencias Políticas, el guerracivilismo: la prédica del odio y la exclusión al/del contrario utilizada como elemento de cohesión y movilización cuando el argumentario ideológico es incapaz de insuflar vida a un cuerpo moribundo. Conviene reflexionar sobre ello, porque el 18 de julio de 1936 no fue el resultado de una conspiración orquestada por unos cuantos militares ambiciosos deseosos de alcanzar el poder en virtud de su pensamiento antidemocrático, sino de una profunda ruptura del tejido social español que fue impulsada y canalizada mediante el guerracivilismo. 
 
   Hoy, ochenta años después, se puede seguir acercándose al hecho como si no hubiera transcurrido el tiempo en un ejercicio absurdo de presentismo. Se puede volver o reescribir una historia de buenos y malos, resucitada con generosas subvenciones de la mano de uno de los elementos clave de la expansión de la ideología guerracivilista -esa que hace a algunos manifestantes gritar y definirse con aquello de “arderéis como en el 36”-, que ha pasado a formar parte esencial del discurso de la izquierda, y que asumen sin desdoro algunos sectores del centroderecha, la mal llamada “memoria histórica”. Para ellos, recuperar la memoria pasa por recuperar la división excluyente -el contrario aunque gane unas elecciones no tiene derecho real a gobernar-, el clima de enfrentamiento y el sectarismo que condujo a la guerra civil; invirtiendo, curiosamente, el proceso de superación de aquella ruptura social realizado, con cuantos defectos se quiera, a lo largo del régimen de Franco. 
 
   A mediados de los años sesenta España estaba inmersa en un proceso de transmutación económica y social que convertía las imágenes de 1936, las de la España de los años treinta, en algo lejano y distante, propio de un tiempo pasado. No es que se perdiera la memoria, o que los vencedores renegaran de su victoria, sino que eran capaces de mirar lo sucedido de otro modo. Un ejemplo, anecdótico si se quiere pero altamente significativo. En esas fechas, en una película oficiosa, un documental sobre la vida de Franco, al llegar al 18 de julio de 1936, tras registrar la catástrofe que fue la II República, se sentenciaba: “por una España mejor, en una y otra orilla, murieron un millón de españoles”. La cifra es, como todo el mundo sabe, exagerada, pero la definición/explicación de lo que fue la guerra, de por qué combatieron tantos y tantos miles de españoles, resultaba acertada; aunque hoy -mucho me temo- no se asuma ni a derecha ni a izquierda por razones distintas. Poco después, y este es otro de eso símbolos hoy ignorados, se debatía en las Cortes franquistas -¡en las Cortes franquistas se debatía y mucho!, sorpréndase mis estimados lectores- sobre la necesidad de resarcir a los excombatientes republicanos, y lo planteaban los excombatientes franquistas. Había razón, pero no había posibilidades económicas.
 
   Esa España de mediados de los sesenta, en pleno babyboom, era la de aquellos que olvidaban la guerra, mejor dicho, que exorcizaban la guerra. Era la España de la reconciliación social puesta de manifiesto, por vía matrimonial, en casi todas las familias de hoy; esas que tuvieron un abuelo luchando en un bando y otro en el contrario. Era la España que cerraba a marchas forzadas la ideología guerracivilista que ahora se vuelve a recuperar (hasta la nueva izquierda que estaba surgiendo en el interior del país asumía esa realidad, ese cambio, mientras que la oposición en el exterior seguía viviendo en 1939). 
 
   Cuando el que escribe estudiaba en el colegio la EGB, cuando los manuales ya no eran las viejas enciclopedias de los cincuenta, al llegar al estudio de la guerra civil, de las causas y el porqué del 18 de julio de 1936, allá por el 74, se sumaba a los hechos en sí la explicación estructural. En pocas palabras y a riesgo de sintetizar en exceso: los errores de la clase política, el sectarismo, la exclusión del otro y la injusticia social (el problema agrario y la miseria laboral) habían conducido a la guerra. No es, evidentemente, toda la verdad, pero sí se aproximaba bastante a la realidad; porque los responsables de un hecho no son solo los que lo protagonizan, sino que también hay que tener en cuenta la realidad que los obligó a tomar esa decisión. 
 
   Curiosamente, con magisterio y guía allende de nuestras fronteras, era la historiografía de izquierdas, bajo el influjo directo de alguno de los exiliados derrotados que seguían viendo España como si aún se estuviera en los años treinta, inmunes ante unos cambios que no querían reconocer, fieles a las visiones maniqueas, optando por argumentaciones de índole marcadamente positivistas -¡quién lo diría!-, trataban de edificar una historia falsa que hoy es casi un dogma: la II República fue un régimen impolutamente democrático que pereció por la conjunción de la ambición militarista de un puñado de generales embadurnados de fascismo que para imponerse tendían que aniquilar al pueblo con la oligarquía financiera y terrateniente. Y así comenzó a difundirse de forma masiva, en los años de la Transición, desde las cátedras y los medios, silenciando o intentando silenciar cualquier opinión contraria, avalada por el deseo fehaciente del nuevo régimen de alejarse lo más posible del régimen de Franco, del cual era hija gran parte de su clase política empezando por el propio Jefe del Estado. En esa teoría se han formado no pocos profesores, periodistas, políticos, comentaristas, tertulianos, políticos y blogueros de hoy. 
 
   Mantener a fecha de hoy que la II República era un régimen democrático es algo difícilmente sostenible, pero el papel lo soporta todo y quien así se manifiesta no necesita demostrarlo. Lo pudo ser en sus inicios, pero dejó de serlo en 1934 y, fundamentalmente, a partir de febrero de 1936. Difícilmente se puede afirmar ello cuando, por referir algo, desde sus inicios los republicanos y la izquierda socialista o anarquista consideraban que aunque la derecha ganara las elecciones no tenía derecho a gobernar. La coalición republicano-socialista, que gobernó, de un modo u otro, en dos ocasiones, fue siempre sectaria y excluyente. El PSOE -no digamos el PCE o el anarquismo en su varias tendencias- era fundamentalmente antidemocrático -en realidad entendían la democracia al modo popular, como las democracias comunistas del Este de Europa tras el telón de acero-. Sus objetivos, y ahí están los discursos y las publicaciones que no se quieren leer, no era la democracia liberal, la democracia que llamaban despreciativamente burguesa -el modelo de democracia actual, para que el lector se sitúe-, sino la revolución que abriría el camino a la dictadura del proletariado o a la sociedad comunal anarquista. Y en ese camino, para alentar ese camino, la izquierda fomentó el guerracivilismo: ¿Qué fue si no la quema de iglesias? ¿Qué fue si no la persecución de lo católico? ¿Qué fue si no la decisión de combatir al “enemigo de clase” o la decisión de acabar a tiros con los movimientos juveniles de la derecha mucho antes de que estos se defendieran?… El guerracivilismo que hacía a los gobiernos de la izquierda mirar para otro lado cuando la violencia y la vulneración de la ley era cometida por la izquierda… ¿Qué quedó entonces a los demás? ¿Tenían derecho a defender, cuando el sistema político les excluía y perseguía, su modo de ser y de pensar, sus creencias y hasta sus bienes?
 
   El 18 de julio de 1936 hubo, es cierto, un chusco golpe de estado. Inviable, mal planificado, con el apoyo real solo de una parte de un ejército tan fracturado y dividido como el resto de la sociedad. Una acción que hubiera fracasado de no haber existido ese ambiente guerracivilista alentado desde la izquierda de a pie y desde la clase política republicana (ese PSOE con su escolta armada motorizada, con sus juventudes uniformadas, con sus alijos de armas…), el que asesinaba e intentaba asesinar a los dirigentes de la derecha, censuraba o permitía el asalto y el incendio de sus medios de comunicación. No fue la sublevación del ejército contra un pueblo que se alzó para defender la democracia -las milicias no luchaban por la democracia burguesa, es más lo primero que hicieron fue exterminar lo burgués y lo democrático-; esa es la imagen que sigue alimentándose de espaldas a la historia. Lo que se produjo el 18 de julio de 1936 fue la rebelión civil de aquellos que querían defenderse de la amenaza revolucionaria y del sectarismo que los convertía en ciudadanos de segunda. En España, en julio de 1936, la democracia era inexistente. El enfrentamiento era la expresión última de un tejido social roto y enfrentado que la República no sólo no quiso o no supo suturar, sino que contribuyó a desgarrar con mayor intensidad. 
 
   Quienes se refugian en reducir lo acontecido a un mero golpe de estado protagonizado por el general Francisco Franco, para, a renglón seguido, enlazar con el argumentario de la sangre -olvidando, eso sí, la otra sangre- no hacen más que manipular u ocultar la realidad. Para media España estaba en juego su supervivencia, pues la otra media le había declarado la guerra. Mejor dicho, solo una parte de esa media, a la que se había embaucado señalando como enemigos, como responsables físicos de su miseria, a quienes no lo eran. Así de complejo y así de sencillo a la vez. Quien piense lo contrario me gustaría que me explicara cómo, si no hubiese sido así, los rebeldes contaron con más voluntarios, tanto en números absolutos como relativos, que los republicanos. Negar que los nacionales eran un pueblo tan amplio y extenso como podrían serlo los republicanos es tergiversar la realidad. 
 
   Se pueden acumular, llegados a este punto, todos los elementos negativos, lacrimógenos -esa tontería de la guerra incivil con la que se llenan algunos párrafos carentes de imaginación y vocabulario- que se quiera; abundar en el “salvajismo” de la guerra expandido por la legión de hispanistas angloamericanos que mientras han pontificado sobre ello obviaron el modo de proceder de sus tropas en Vietnam -por citar un ejemplo- u olvidaron y ocultaron a los varios millones, millones subrayó, de muertos que causaron a la población alemana tras la caída de Berlín; abordar los errores de Franco con respecto a los vencidos, sin olvidar, eso sí, que mayoritariamente fueron consecuencia directa del clima de guerra y de las decenas de miles de asesinatos, junto con robos, saqueos, incendios y pillaje, cometidos por los republicanos en su zona… Ahora bien, recordando que demócratas había pocos en 1936 y en 1939, que la democracia no era ni mucho menos el régimen político más popular en 1939, no es menos cierto que en el discurso político de los vencedores, elaborado durante la guerra, es fácil encontrar las huellas y la raíz de esa política de transformación social y económica que consiguió acabar con las causas estructurales de aquella guerra.
 

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