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El poder y el odio de los gobiernos republicanos se dieron la mano para convertir en fuego las esperanzas, siempre defraudadas, del pueblo español. Entre un salvajismo que superaba todo entendimiento y una áspera ferocidad, España, fatigada y decadente, se derrumbaba sobre sí misma hasta que el general Francisco Franco se calzó las botas para amordazar a los sombríos predicadores del separatismo, a los apóstoles del socialcomunismo y a los sicarios de la tiranía ibérica del anarquismo.
Desde 1898, sepultados ya los últimos laureles imperiales, España acunó y amamantó a su peor enemigo, que no es otro y que jamás será otro que los propios españoles, quienes, huérfanos de misión y carentes de vocación universal, volcaron sus frustraciones en la Patria de sus huesos y de su Historia y, en una suerte de sórdida reacción freudiana, se afanaron en despedazar a la madre, a la Mater Hispania, creyendo que entre sus despojos encontrarían la libertad, hallarían la prosperidad y culminarían la revolución que los sombríos agentes y comisarios del marxismo y del separatismo les inoculaban con el brebaje de sus consignas. Los druidas que llenaron de pus los oídos y el alma de los españoles, alcanzaron el paroxismo de su venganza contra España con la llegada al poder del Frente Popular en febrero de 1936 a través de un pucherazo electoral, al que la cobarde derecha de Alcalá Zamora y Portela Valladares concedió patente de legalidad, permitiéndole formar gobierno antes de que el recuento de papeletas, la contabilidad de la estafa, estuviera ultimada.
El crimen sentó acta de diputado, el asesinato vistió la toga de magistrado, el código penal sólo rezaba para las víctimas, la censura de los comisarios políticos soviéticos se maquilló de salvaguarda de la entelequia democrática, el robo sistematizado mudó en justicia social, y el pueblo español fue convertido en el paisaje retórico de la ponzoñosa dialéctica del Frente Popular. Y ante esa tempestad de fuego y veneno, José María Gil Robles, timorato anciano de 35 años, trataba de yugular la legítima reacción de la España sentenciada y condenada al exterminio con una frase digna del paradigma de la cobardía, magistralmente retratado por Ernts Jünger, “aquél que, cuando ve que están violando a su madre, sale corriendo a buscar un abogado”. Sin la menor altura moral, convirtiéndose en aliado, por omisión, del Frente Popular, apelaba a “la democracia y a las urnas” voceándole a la España Nacional, entre cadáveres y templos profanados, “prefiero la eficacia a la gallardía”. Por eso Gil Robles solo hizo política, y Francisco Franco hizo Historia.
El general Franco hizo la mejor y más fecunda Historia de España desde 1898 hasta nuestros días, cuando el 18 de julio de 1936 abrió las puertas del Pretorio y cruzó el Rubicón por el Estrecho de Gibraltar para poner orden en el caos, disciplina en la anarquía y amor a la Patria donde solo había odio. Venció en la guerra y ganó en la paz. Reunió fuerzas donde no había más que cansancio y tuvo el don, que solo poseen los césares, de sacar lo mejor del pueblo español, esas virtudes que habitan, incluso en estado durmiente, también en el alma de los españoles perdidos y sin brújula moral, y que él ya había sabido moldear y ganar para la Patria con aquellos legionarios de la primera hora del Tercio de Extranjeros a cuyas banderas acudía, porque a la fuerza ahorcan, “lo mejor de cada casa”. O sea, lo peor de cada patíbulo.
El general Francisco Franco fue el caudillo militar en la guerra y el albañil y el artesano de la paz y del trabajo. Su mirada sobre las cosas lo transformó todo. Compuso la poesía de lo desconocido y, ordenadas y lúcidas, pronunció las palabras que inventaron la nueva España por encima de las divagaciones de los pedantes, de los intelectuales escleróticos y de los pensadores de aldea, que habían plantado sus alpargatas sobre el cuello de la Patria. Sus palabras, lacónicas y eficaces, fueron como la espiga de trigo prometida en la siembra, pero también la profecía de lo que nos aguardaba en su ausencia si no perseverábamos en el amor a España, que solo admite la Unidad.
Dieciocho de julio, in memoriam. Hoy nuestro deber es no callar, luchar por España y morir antes que ella recordando que un patriota solo puede cometer dos pecados: deserción y cobardía ¡Arriba España!