Fernando Paz
Cuando Víctor Pradera escribió, dieciocho días más tarde, acerca del discurso que José Antonio había pronunciado el 29 de octubre de 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid quiso juzgar, a medio camino entre la benevolencia y la condescendencia, que las palabras del orador no resultaban muy novedosas con respecto a la añeja doctrina tradicionalista.
Menos altruismo en su dictamen dispensaron amplios sectores de la derecha española, considerando que lo que el hijo del dictador anunciaba no era sino la constitución de una fuerza de choque destinada a preservar, so capa de los valores augustos a los que se referiría posteriormente, un orden social que crujía en medio de la rugiente tempestad proletaria de aquellas primeras décadas del siglo XX.
Todos ellos se equivocaban. Porque la Falange –aunque sea verdad que allí, en el Teatro de la Comedia, aquél día no se explicitó tal nombre- no sólo constituiría una doctrina –que también-, sino sobre todo una manera de ser. Un modo de ser hondamente humano que reclamó siempre José Antonio, y que impregnó desde su concepción toda su obra política hasta el mismo final.
Consecuentemente, pese a lo que muchos han pretendido mendazmente, no fue la Falange quien abatió sobre el país la violencia que condujo a la guerra civil. Antes al contrario: la Falange supo sufrir la sangría de once muertos, uno tras otro, a manos de la izquierda sin tomar una sola represalia mortal contra los asesinos; y supo sufrir, también, la no menos lacerante mofa de quienes, desde la derecha más cobarde –casi toda-, reclamaban “con vergonzosa urgencia, delitos contra los delitos y asesinatos por la espalda a los que nos pusimos a combatir de frente”.
Ese modo de ser generoso capaz de concebir la patria en forma de unidad irrenunciable de todos los españoles, con un sentido de integración del pueblo en el Estado profundamente marcado por la justicia, fue lo que se anunció aquél 29 de octubre en el que José Antonio fustigó con dureza al liberalismo –por la vacuidad de su palabrería-, y hasta justificó el socialismo humano de aquellos primeros apóstoles de la justicia social, en su originario despertar antes de caer bajo el embrujo del marxismo gélido y anónimo.
Y ese modo de ser generoso modeló a muchos españoles que se afanaron, después de ganar una guerra –porque aquí hubo una guerra-, en rescatar una sociedad a partir de su más honda ruina física y moral. Desde esos abismos, varias generaciones de hombres y mujeres siguieron a José Antonio, legando el mejor monumento posible a la posteridad: la obra de una España mejor, mucho mejor, que aquella que habían heredado. Ese modo de ser penetró en los talleres, y en las fábricas, y recorrió los campos de España y las universidades. Y fue así posible erigir una España en paz, reconciliada consigo misma, una patria laboriosa, alegre y faldicorta, que había elegido olvidarse de sus mezquinas querellas intestinas para siempre. Que, en lugar de petrificarse en un rencor estéril, quiso hacer de la victoria un patrimonio común de los españoles sin distingo de banderías.
Por eso no es exagerado afirmar que buena parte de la España que naciera durante las rebeldías de la canícula del 36 tuvo su concepción aquél 29 de octubre de 1933, en que la voz de José Antonio, difundida desde la madrileña calle del Príncipe, reunió a muchos compatriotas – en hogares y establecimientos públicos- en torno a aquél reciente invento de la radio. Aquella bandera se alzaba para ser unamunianamente defendida, si era menester, contra esto y contra aquello; y que, como muchos años más tarde recordaría Rodolfo Martín Villa, conjuraría “lo más avanzado y positivo del régimen del 18 de julio”.
Hoy, 79 años después de alzada la bandera, aquellas palabras resuenan con más claridad que nunca, quizá porque España ha vuelto a ser conducida a parecidas simas de oprobio. Hoy, la dignidad humana es de nuevo pisoteada por la voracidad del capitalismo antinacional y anticristiano; hoy, la patria anda en trance de disolverse, y los contornos del bien y mal parecen difuminarse sin solución.
Pero mientras ellos siguen con sus festines, nosotros sabemos que ser español sigue siendo una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo. Y eso que han pasado setenta y nueve años. Cualquiera lo diría.