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Blas Piñar
Publicado en “El Alcázar”, el 19 de noviembre de 1.978
¡Tres años de la muerte de Franco en una clínica de la Seguridad Social, su obra predilecta!
¡Cuarenta y dos años del fusilamiento de José Antonio en Alicante, mártir de la Patria, testimonio elocuente de la nobleza de un ideal, por el que se entrega todo, hasta la vida!
Dos conmemoraciones y, aunque parezca contradicción, una sola. Porque si es verdad que recordamos a dos arquetipos de la España reciente, también es cierto que con ambas conmemoraciones lo que se actualiza, hasta emocionarnos y conmovernos, es la fuerza galvanizante de una doctrina, la capacidad de sugestión de una empresa, la ejemplaridad de un sacrificio y de una conducta.
Vida breve o larga, hecha salpicadura de sangre ante un piquete de ejecutores, o dolor contenido en un lecho, poco importa si el espíritu es análogo, si la causa por la que se hace la oblación es la misma.
José Antonio y Franco no son figuras contrapuestas o dispares, aunque sean distintos. Son convergentes. Si uno fue el fundador, el creador, de una parte, y recreador con matices nuevos, de otra, de un esquema doctrinal válido para la España de su tiempo y para la España de hoy, Franco fue, primero, el soldado victorioso, y luego, el artífice que trató de hacerlo realidad en un mundo hostil, en una nación comida por la miseria y con unos colaboradores que no fueron, sobre todo en la última época, ni excelentes ni leales.
Con la doctrina de José Antonio, en el hilo de la tradición española más genuina, Franco reconstruyó España, edificó un Estado nacional y social, nos arrancó de la pobreza, encendió una mística de trabajo, dio a los obreros y a los humildes pan, dignidad, libertad y confianza en el futuro, y nos devolvió, con el respeto del mundo, el orgullo de ser españoles.
¿Que hubo fallos y defectos en su obra? Naturalmente. ¿Pero qué empresa humana no los tiene? ¿Y acaso es posible, cuando se gobierna pensando en el bien común, que el bien particular no se sienta herido?
Pero si el esquema doctrinal joseantoniano no puede marginarse como línea de nuestro quehacer político, económico y social, tampoco la obra de Franco puede contemplarse como un paréntesis excepcional en la vida española, cerrado definitivamente al morir su autor.
Recuerdo que a un ilustre prelado de la Iglesia le dije, al terminar la Misa celebrada por el Caudillo, en la Plaza de Oriente, antes de trasladar su cadáver a la Basílica de Cuelgamuros: “Hoy, al enterrar a Franco, muchos de los que están aquí quisieran enterrar su obra”.
Pero la obra de Franco, a pesar de la piqueta que destruye con ferocidad, con odio y con rabia, está ahí, espiritual y material, visible y tajante, como un recordatorio y un estímulo.
Por eso, pasada la lógica confusión provocada desde el poder, el pueblo español reacciona, como era de esperar, de un modo viril. Al pueblo se le ha engañado con la técnica de la publicidad política, con los resortes casi mágicos de la psicología de masas, pero al pueblo español ni se le compra ni se le corrompe. Y cuando hablo del pueblo español pongo el énfasis en los que no rehúyen su presencia y su ayuda en los momentos difíciles, y no en los comodones que atemorizados pactan y consensuan para conservar privilegios materiales, de los que serán desposeídos al mismo tiempo que se les arranca el honor.
Cada 20 de noviembre, José Antonio y Franco serán más actuales y más universales. Su recuerdo tiene más de acicate que de nostalgia, más de ímpetu juvenil que de pasado. Porque de ellos, lo que nos queda y nos inflama, lo que nos empuja y rejuvenece, es lo intemporal, eterno y metafísico que representaron, la antorcha que desean entregarnos con la llama en flor, y que nosotros recogemos con humildad, pero también con coraje, con la mirada temblorosa ante ellos, pero con la mirada firme y llena de voluntad ante la Patria de nuevo en peligro.
La Plaza de Oriente volverá a llenarse de hombres y mujeres de todas las regiones de España, de banderas y de himnos, de voces que proclamarán con más vehemencia, si cabe, que en otras ocasiones su fe en Dios, su amor a la Patria, su deseo incontenible de justicia en una época en la que se rechaza a Dios, se escinde la Patria y el crimen goza de impunidad.
Junto a esa España en latido fervoroso, muestra de continuidad histórica y promesa de futuro inmediato, estarán nuestros amigos de Europa y de América, los que se sienten solidarios de nuestra causa porque es también la suya, los que no se avergüenzan de decirlo, los que creen que José Antonio y Franco, precisamente porque son personeros de España, son a un tiempo de todos, símbolos universales para quienes, en cualquier parte de la tierra, luchan por la auténtica libertad del hombre y por la soberanía de la nación.