46º Aniversario de la exaltación de Francisco Franco a la Jefatura del Estado, por Blas Piñar

Blas Piñar López

Salón de Actos de “Fuerza Nueva”, 1 de octubre de 1.982

Acabo de llegar del Valle de los Caídos. Regreso de una Misa que se ofició por el eterno descanso del Capitán de la Cruzada.

Y me he dicho, contemplando la Basílica, los ángeles con espadas a la puerta del paraíso difícil, las imágenes de la Señora, los cuatro evangelistas, la cruz de madera bajo la bóveda con los santos de España, la cruz de granito a la intemperie y el lecho sepulcral, aquello del poeta:

“Mira en la velazqueña cordillera

 la tumba de un Soldado. Ya olvidada

está su hazaña, arriada su bandera,

destruida su obra y traicionada”.

Sí, no lo niego; es una mezcla de melancolía e indignación, de lágri­mas y de coraje. Pero a esta rabia, que surge como un primer movimiento de la ira santa, se sobrepone uno nuevo y distinto, que el poeta siente de igual modo cuando dice:

“¿Tan solo muerte guarda la montaña?                                                                                    Guarda cenizas que se harán hoguera,

se harán antorcha y sol de amanecida

para abrasar el corazón de España”.

Y así, con esta doble actitud: la que surge de contemplar la bandera arriada y la que se sobrepone al encender la antorcha en lo que alguien creyó cenizas, nos congregamos aquí y ahora los que fuimos, somos y seremos leales a su capitanía, los que sabemos por la Historia que los verdaderos capitanes no mueren, que los capitanes descansan tan sólo y que ese descanso con vida y el mensaje de su obra bien hecha, constituyen la garantía de un combate renovado por su misma causa.

Se dice que al comienzo de la guerra de liberación llegaban noticias poco alentadoras; que el alto Comisario en Marruecos, entristecido y nervioso, entró en la alcoba de Franco, le despertó y entregó lo que podríamos llamar el mensaje de las desgracias. Franco leyó el escrito, lo arrugó y lo metió en el -bolsillo de su pijama. “Voy a dormir -contestó- porque mañana he de estar despejado y tranquilo”. El alto Comisario salió de la alcoba. Los compañeros le aco­saron: “¿qué dice el General?”. “Nada. Franco duerme. La guerra está ganada”.

Pues bien, cuando el mensaje de las desgracias, de la insensatez, de la colza, del paro, del terrorismo y de la frivolidad nos llega y nos aturde, pensamos que Franco duerme el sueño feliz de su inmortalidad y que ese sueño, en el que su oración se une a la oración del Apóstol Santiago en sus jornadas jubilares, y a la de Teresa de Jesús en su centenario, y a la del Ángel de España, nuestro protector, y a las oraciones de tantos y tantos españoles como die­ron su sangre y su vida por la fe, nos asegura, por el camino de la cruz, el éxito y la victoria final.

El 1 de octubre de 1.936, en el Salón del trono de la Capitanía Gene­ral de Burgos, prestaba Francisco Franco su juramento. Había contestado, en un cruce dialéctico, breve y duro a la vez, con el Presidente de la República, Ma­nuel Azaña: “donde yo esté no habrá comunismo”. Y para que no hubiera comunismo, para que España no se convirtiera en la segunda nación sovietizada de Europa, se había alzado, sin que le temblara el pulso, por la fe y por la Patria,

El 1 de octubre de 1.975, asomado al célebre balcón de la Plaza de Oriente, dirigiéndose a los españoles que presentían el escandaloso espectáculo de una victoria invertida, de un mar de sangre escupido, de un esfuerzo de casi cuarenta años a punto de frustrarse, Franco pronunció aquellas palabras que de­berían aleccionarnos: lo que está sucediendo “obedece a una campaña masónica”.

Es decir, que Franco, el vencedor del comunismo, era ya, en potencia, el vencido de la masonería. Lo que no se pudo conseguir en la guerra con la es­pada, a campo abierto, se logró en la paz con engaño y alevosía, España, como predijo Carrero Blanco, había quedado presa otra vez de sus enemigos seculares, de los que no podían tolerar el ejemplo de una nación fiel a su Historia, rehe­cha y enardecida, recobrada y dispuesta a constituirse en estímulo salvador pa­ra un mundo al que Pío XII calificara de profundamente enfermo. Los gusanos, como diría José Antonio, vuelven a pasearse, vertiendo su baba, sobre el pueblo atontado y confundido, dragado y maltrecho, mutilado e inerme.

Lo que no pudo el huracán, lo consiguieron las termitas. Lo que no pudo el fuego y la metralla, lo consiguieron la deserción y las ambiciones.

Con el poeta podemos exclamar:

“¿Qué ha ocurrido, Señor? La iniquidad

de unos hombres de mente corrompida

casi ha dejado tu obra destruida;

ya no hay orden, ni paz, ni autoridad.

¿Y sabes quiénes son tus detractores?

Los que antes mendigaban tus favores,

aquéllos que sin tasa te adularon,

los que siempre a tus plantas hemos visto.

Son los mismos que un día a Jesucristo

le vendieron, y aún más, crucificaron”.

                                             (Andrés Caso Sanz)

Frente al milagro de la Victoria -misterio de la gracia- el antimilagro del “misterium iniquitatis”. Todo planteamiento de la batalla ideológica que se haga al margen de esta realidad trascendente, es decir, del enfoque teo­lógico de la Historia y de la política, es un planteamiento equivocado, que no puede dar con la clave y, por ello mismo, con la solución de un problema universal que incide en la entraña del hombre y en los pilares de la conciencia civil.

Otro poeta reflejó en versos de oro el valor de la contienda, en la que Franco recobró a España para España. Cada símil es un trallazo, cada metáfora un grito que se desgarra en un clima de tragedia:

“Frente a tu Plaza roja, mi Alcázar toledano;

frente a tu descreimiento, mi crisma de cristiano;

y frente al agrio hierro de tu hoz y tu martillo,

la generosa y franca sonrisa del Caudillo.

¡Todo es carne de España atormentada,

y por amor de España se hizo carne el milagro

de verla para siempre recobrada!

                                                 (Manuel de Góngora)

Recobrada y hoy perdida; pero perdida y esperando recobrarla. Para eso estamos aquí los leales, los inasequibles al desaliento, los que sabemos que Franco es la “encarnación de la Patria española”, como dijo don Marcelo González, cardenal de Toledo; y la “espada más limpia de Europa”, como dijo el Ma­riscal Pétain; y el “Caudillo de la Hispanidad”, como dijo Manuel José Ugarte Godoy; y el “caballero cristiano fiel a su Dios y a su Patria”, como dijo Monseñor Spellman; y el “símbolo para la España del futuro y para todos aquéllos que, en cualquier lugar de la tierra, sigan creyendo en los valores insustituibles y permanentes de la nación”, como decimos nosotros.

Permitidme que en este nuevo aniversario de aquel 1 de octubre de 1936 traiga a colación las líneas maestras de su pensamiento político y, lo que es más importante, de su obra concreta.

Franco supo conjugar la Tradición y la Revolución, la libertad y la autoridad, lo nacional y lo social, el Estado y la Iglesia, al Ejército y al pueblo, la Patria y las regiones, el desarrollo interior y la política interna.

1)  La Tradición y la Revolución, porque una revolución que no ancle sus raíces en la Tradición es palabrería vaga, mimetismo colonial y salto en el vacío; y una Tradición sin nervio revolucionario, renovador y purificante es un depósito estéril. Y Franco hizo la Revolución sin merma de la Tradición y mantuvo el espíritu de la Tradición en toda su amplia tarea renovadora de la socie­dad de su tiempo.

2)  La libertad y la autoridad, porque nunca el español fue más li­bre que en la época de Franco, con la libertad de vivir sin miedo, de tener trabajo, de fundar una familia, de tener una vivienda, de aspirar a puestos socia­les más altos o a tener una cultura superior; y la autoridad, como tutela de la libertad, como servicio al bien común, como garantía de un orden profundo que no necesita para imponerse de la fuerza física, porque le basta y le sobra con la fuerza moral. Y Franco mantuvo la libertad sin libertinaje y supo ejercer la autoridad sin tiranía.

3) Lo nacional y lo social, porque siendo españoles aquéllos que no podían ser otra cosa, en frase poco feliz de Cánovas del Castillo, los españo­les, bajo el Régimen nacido de la Cruzada, sentimos el orgullo de serlo, y de apropiarnos de la frase feliz de José Antonio de que “ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo”; y lo social, porque sin lu­cha de clases, sin odio y sin sangre, los trabajadores españoles lograron el pleno empleo y un nivel de vida que jamás consiguieron en el sistema liberal ni a través de los sindicatos marxistas. Y Franco, con la unidad, la grandeza y la libertad de la Patria y la exaltación de los valores nacionales, puso en marcha, en medio de la guerra, con el Fuero del Trabajo, la legislación social más avanzada del mundo.

4)  El Estado y la Iglesia, porque si el Estado, como rector de la comunidad civil, tiene sus derechos y deberes, con relación al hombre y a la sociedad, también los tiene la Iglesia como institución fundada por Cristo para evangelizar y redimir a los hombres que en sociedad viven. Y Franco supo, antes y después del Vaticano II, en el reconocimiento de sus servicios a la misma Iglesia, primero, y en la campaña de difamación contra su persona de ciertos sectores de la Iglesia, después, con habilidad y prudencia suma, ser hijo fiel de la Iglesia y hacer lo posible porque una Iglesia, en la que había penetrado el humo de Satanás, en frase de Pablo VI, no llevase ese humo asfixiante a la comunidad política española a través de algunos de sus prelados y sacerdotes.

5)  El Ejército y el pueblo, porque si es verdad que el Ejército es el pueblo en armas, lo es igualmente que un pueblo no puede alumbrar un Ejérci­to si no siente y comparte el ideal que constituye la razón de ser del Ejército mismo. Y Franco, desde el 18 de julio de 1.936, con el voluntariado que respon­dió heroicamente a su llamamiento, hasta el último soldado caído en Rusia, en Ifni, en el Sahara o en la guerra sucia del terrorismo, demostró que las Fuer­zas Armadas no se nutren, o no deben nutrirse, con un reclutamiento forzoso y resignado, sino con una oferta implícita e individual, que el reclutamiento per­mite convertir en servicio a la Patria.

6)  La unidad de la Nación y la multiplicidad de las regiones, por­que si la unidad de España no está reñida, sino enriquecida, con la variedad regional (del mismo modo que la personalidad sobreabunda con una dotación más am­plia de aptitudes), es claro y a todas luces evidente que no son las regiones -las que hacen a España, sino que es España, el alma de la nación española, la -que se hace visible a través de la multiplicidad de sus regiones. Y Franco, en su último mensaje, nos pedía, como él lo hizo, que mantuviéramos “la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones”.

7)  El desarrollo interior y la política internacional, porque si de una parte elevó los niveles de vida de los españoles a cotas que nadie hubiera podido sospechar después de una confrontación civil, de un bloqueo internacio­nal y de la carencia de ayudas exteriores, todo eso fue alcanzado sin mendigar el ingreso en el Mercado Común; sin entrar, como pidiendo limosna, en la Organización del Atlántico Norte; sin envilecernos ante los desplantes de Inglaterra sobre Gibraltar, y sin declarar, con estupidez manifiesta, que el asunto de las Malvinas, en que tanto se jugó nuestro Mundo Hispánico, era y es “distante y distinto”. Y Franco supo, mientras comenzábamos a exportar automóviles y máqui­nas herramientas, esperar sentado a que los embajadores volvieran pidiéndonos excusas y a que Eisenhower, el presidente norteamericano, le sonriera y le abrazara en Madrid.

Pero Franco, con su palabra y su obra, nos pide algo más: Cuando en vísperas “de rendir la vida ante el Altísimo”, nos aconseja, entre inquieto y angustiado por el futuro: “no olvidéis que los enemigas de España y de la Civi­lización cristiana están alerta”, nos pide -me atrevo a decir que nos exige- que si la Cruzada y el Estado surgido de la misma fueron la respuesta a tales enemigos, y tales enemigos, después de estar alerta, avanzan y ocupan y pueden ocupar nuevas posiciones, nosotros -los leales-, deponiendo “toda mira personal”, debemos movilizarnos con fe y esperanza, manteniendo los principios que, con su enorme fuerza sugestiva, embanderaron a una juventud para enfrentarse, contener y derrotar a los enemigos de España y de la Civilización.

Creo, con toda sinceridad, que mucho antes de que Franco, a punto de morir, hiciera este llamamiento, fruto de una experiencia histórica que aún no tenía cuando desde Canarias pronunció el primero, en julio de 1.936, nosotros habíamos dado, intuyendo la tragedia, contestación afirmativa.

“Fuerza Nueva” surgió en 1.966, nueve años antes de la muerte de Fran­co. Y es curioso. Resulta que, al repasar su pensamiento político, como sin dar­nos cuenta, hablamos acertado con la solución. La “fuerza nueva” a que él había aludido en uno de sus discursos, que ahora hemos repasado con curiosidad, con respeto y con amor, éramos, sin duda, nosotros, y los tres gritos en que la verdad que impulsaba su obra se manifiesta, los de Dios, Patria y Justicia, como proclamó en Zamora el 18 de abril de 1.943, son precisamente los nuestros.

“¿Tan sólo muerte guarda la montaña?

Guarda cenizas que se harán hoguera,

se harán antorcha y sol de amanecida

para abrasar el corazón de España”.

Pero no se harán antorcha y sol de amanecida. Ya se han hecho antor­cha y sol de amanecida. Como reconocía “París-Match” no hace muchos años: “Fran­co vive en centenares de miles de conciencias”.

“Franco crece en mi alma cada día

y se eleva, celoso, sin frontera,

alecciona una madre a su pequeño.

Quiero grabar su ejemplo en la memoria

del hijo que Dios puso a mi cuidado,

concluye como un rezo”.

Y esta vivencia se hace cada día mayor, ante el duro contraste entre el ayer y el hoy, entre la paz civil y la contienda latente, entre la tranquilidad en el orden y el permanente desorden de la intranquilidad perpetua. Y es inútil la brutal ofensiva del adversario sin escrúpulos, del revanchismo de los que vienen cargados de odio y del prurito de los azules de ayer por teñirse de granate rabioso. Cada zarpazo es un excitante para el recuerdo, cada ignominia un aldabonazo para despertar, cada discriminación injusta una gota de agua que sube el nivel y amenaza con rebosar el vaso.

“No porque arranque mano despiadada

 la rosa perfumada

 dejará de dar flores el rosal”

                  (Ricardo Gil)

Nuevas rosas de una juventud que no tiene de Franco otro recuerdo que un recuerdo niño. Una juventud a la que nadie puede calificar de nostálgica llena nuestras calles, concurre a nuestros actos y alza la efigie del Caudillo, porque si el hombre ha muerto, no ha muerto lo que él simboliza para los españoles.

Las flores del rosal son tantas que a ramos de cinco podemos prender­las sin agotarlas en los pechos de todos. Rosas del tallo mejor, rosas de prima vera y de otoño, rosas blancas y encendidas, rosas de nieve y de sangre, rosas para los soldados de la guerra y de la paz, rosas, rosas y más rosas en la he­rramienta y en el libro, rosas para pedirle a Miguel, el arcángel, en un tiempo de arcángeles, que nos abra sitio en su milicia, que nos acepte en sus filas, que nos haga el alto honor de cantar con nosotros para sus nobles escuadras y su combate supremo. Ante esa multitud de rosas, cuyos pétalos llevan el perfume del heroísmo, del martirio, de la santidad y del dolor de España, Miguel, el arcángel, tiene que sonreímos y aceptarnos, y tomará las rosas y sembrará de ro­sas el campo de batalla, y tomará en su mano fuerte la bandera que admirados le ofrecemos, y sobre ese campo de rosas con pétalos que tienen el perfume de España, a nosotros, a los leales a Francisco Franco, nos llevará – ¿quién como Dios? – a la victoria.

¡ARRIBA ESPAÑA!

 


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