¡Tu carrito está actualmente vacío!
Puedes consultar la información de privacidad y tratamiento de datos aquí:
- POLÍTICA DE PROTECCIÓN DE DATOS
- SUS DATOS SON SEGUROS
Javier Navascués
En 1953 tuvo lugar uno de los hitos diplomáticos más importantes de la historia del Régimen de Franco: la firma del Concordato con el Vaticano, el acuerdo diplomático que regulaba jurídicamente las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España. Junto con la firma en ese mismo año de los acuerdos bilaterales de cooperación con Estados Unidos, el Concordato fue en realidad, el acuerdo diplomático más importante de la historia del Régimen.
Siguiendo las líneas magistralmente trazadas por don Luis Suárez Fernández en su obra historiográfica, de referencia sobre la época del general Franco, vamos a repasar brevemente los acontecimientos que culminaron en la firma del Concordato y las trascendentales consecuencias de futuro (no precisamente afortunadas) que éste tuvo para España.
Estábamos en un periodo de la historia del Régimen en que, ya en los 50, éste trataba de encontrar una nueva identidad política que superara definitivamente el recuerdo de las vinculaciones con los regímenes alemán e italiano derrotados en la Segunda Guerra Mundial y para ello trató de acomodarse a las corrientes vinculadas a la democracia cristiana que en Europa tenía una fuerte presencia política. Siempre por supuesto desde la base del rechazo para España del sistema liberal de partidos políticos. De ahí el fundamental papel que jugaron durante los años 50 personas provenientes de organizaciones de la Iglesia, como Acción Católica o la Asociación Nacional Católica de Propagandistas.
Se trataba, en definitiva, de subrayar la identidad católica del Régimen que, en realidad había sido siempre su auténtico sello. De hecho, en la Cruzada de 1936-39 el catolicismo, mucho más que el “fascismo” había sido junto con el patriotismo la auténtica causa porque la que murieron cientos de miles de combatientes nacionales. Del carácter de guerra en defensa de la Religión de la contienda de 1936-39 no se puede dudar. Ahí está el testimonio irrecusable de muchos miles de mártires para confirmarlo.
Había, pues, que poner en valor esa condición fundamentalmente católica de España que aún era tan visible en la sociedad de nuestro país en los 50 y que el Régimen también traslucía en cuestiones tan fundamentales como su política social y laboral que siempre quiso inspirarse en la Doctrina Social de la Iglesia. Un papel fundamental en el impulso a las primeras fases de la negociación con el Vaticano lo tuvo el entonces embajador en Roma que sería también ministro de Educación Joaquín Ruiz Giménez, que se movía en los ámbitos democristianos. Años más tarde sería opositor al Régimen y compañero de viaje del PSOE, pero entonces todavía era un convencido franquista.
Las primeras fases de la negociación no fueron fáciles pues en Roma la influencia eclesiástica sobretodo francesa superaba en mucho a la española y había una fuerte corriente que se oponía a una vinculación con un régimen dictatorial (en el fondo el Concordato era una alianza). En aquellos tiempos inmediatamente anteriores al Concilio Vaticano II ya eran muchos los prelados de la Curia hostiles a los regímenes autoritarios católicos como el de Franco y que no concebían otro horizonte político que el de la democracia liberal (como se iba a evidenciar unos pocos años más tarde). Pero en aquel momento a principios de los 50 todavía se impuso la buena voluntad de Pío XII, un Papa amigo de España y que sabía que la Iglesia española debía su supervivencia a la victoria militar de Franco.
A partir de 1951 empezó la negociación en serio en Roma y paulatinamente fue aumentando la intervención directa del ministro de Asuntos Exteriores español Alberto Martín Artajo muy vinculado precisamente a la ANCP. A partir del verano de 1951 Ruiz Giménez fue sustituido por Fernando María Castiella como negociador en Roma y las negociaciones avanzaron rápidamente, sobretodo porque el Estado estaba dispuesto a hacer muchas concesiones a la Iglesia casi sin pedir ninguna a cambio. En junio de 1952, Castiella ya presentó al Papa una lista con 41 concesiones clave en materia de financiación de la Iglesia, de colaboración con sus organizaciones, de enseñanza religiosa y un largo etcétera. Además el Estado aceptó que Roma tuviese la posibilidad de esquivar el derecho de presentación de obispos del gobierno español mediante el nombramiento de obispos auxiliares (algo que tendría una importancia dramática algunos años más tarde).
La energía de Castiella impidió algunas otras concesiones que pedía el Vaticano como que el gobierno español se comprometiese a no legislar sobre ninguna materia que de alguna manera pudiera interesar a la Iglesia sin acuerdo previo con el Vaticano, (lo que hubiera convertido a España de hecho en un estado vasallo del Vaticano). Pero finalmente Madrid aceptó también otros dos puntos claves. Por un lado que el Estado se comprometiese a aceptar que los delitos cometidos por eclesiásticos fueran tratados por una jurisdicción diferente a la civil y que las organizaciones de la Iglesia como Acción Católica entre otras funcionaran sin ningún control del Estado. Esto también tendría consecuencias literalmente dramáticas 15 años más tarde. La Educación en España incluso la universitaria quedaba bajo el control más o menos directo de la Iglesia que tendría derecho de veto en la programación de las asignaturas, planes y programas educativos.
En agosto de 1953 tuvo lugar la firma oficial del Concordato entre España y la Iglesia en Roma. Franco y su gobierno se sintieron sinceramente satisfechos. No les dolía hacer muchas concesiones a la Iglesia, ya que el Caudillo y sus hombres de mayor confianza como el almirante Carrero eran sinceramente católicos. Lo que no podían imaginar era que todas esas concesiones a la Iglesia se volviesen terriblemente en contra del Régimen como iba a ocurrir en las dos décadas siguientes. No cabe duda de que el Papa Pío XII y sus colaboradores más directos como el cardenal Ottaviani obraron de buena fe y que sentían un sincero aprecio por España, por su gobierno y la persona del Caudillo. Y de hecho se lo expresaron otorgándole una gran distinción: Caballero de la Milicia de Cristo, máxima condecoración de la Iglesia Católica.
A corto plazo, durante unos años, hasta 1960 aproximadamente también el Régimen de Franco extrajo importantes beneficios políticos del Concordato sobretodo en el ámbito internacional. El Concordato significaba que la Iglesia, cuya influencia sobre millones de católicos en Europa y Estados Unidos era considerable, daba su espaldarazo al Régimen del General Franco con una alianza formal. Ello facilitó sin duda la firma de los acuerdos con Estados Unidos y el deshielo de relaciones con países europeos gobernados por la democracia cristiana como la RFA del canciller Konrad Adenauer o Italia entre muchos otros.
Pero a medio y largo plazo el Concordato iba a tener terribles consecuencias para España que aún sufrimos hoy con gran intensidad. De ahí que ya el negociador directo, Castiella expresó su inquietud ya en 1953 por las consecuencias futuras de tanta concesión a la Iglesia. No se equivocó. Muy pronto la Iglesia iba a experimentar un cambio de rumbo de grandes consecuencias a partir de la llegada al pontificado de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II como es de todos conocido.
Ya Castiella había advertido también durante las negociaciones que un sector importante de la Curia, muy influido por las tesis del filósofo francés Maritain en favor de un catolicismo liberal, era hostil a España y a su Régimen. Todavía Pío XII y sus colaboradores más directos mantenían el espíritu tradicional en favor de ideas como el Reinado Social de Cristo y por eso veían con simpatía el Régimen de Franco, pero Pío XII y sus colaboradores operaban, por así decirlo, al frente de una mayoría muy estrecha. Si la correlación de fuerzas se invertía y la Iglesia caía bajo el dominio del primer sector, el desastre para España estaría servido. Así ocurrió. Las peores pesadillas se hicieron realidad.
A partir de los 60 la infiltración opositora y muy pronto marxista sería patente en todas las organizaciones de la Iglesia en España y de hecho los grupos de oposición como el sindicato Comisiones Obreras y los separatismos vascos y catalanes renacerían al amparo de las organizaciones de la Iglesia que gracias al Concordato funcionaban sin control del Gobierno. Incluso el drama terrorista en Vascongadas tuvo su entre sus orígenes la infiltración marxista en la Iglesia. Sobre todo en la organización rural de Acción Católica en Vascongadas, cuyo papel para convertir a toda una generación de jóvenes carlistas rurales vascos en marxistas y separatistas y a muchos de ellos en terroristas, fue esencial según han destacado los autores vascos mejor informados.
La llegada al frente de la Iglesia española de hombres de ideas liberales y antifranquistas como el cardenal Tarancón a partir de los 70 iba a marcar una etapa de enfrentamiento directo de la Iglesia contra el Régimen que hubiera sido inimaginable en los 50. Gracias a la concesión del Concordato sobre los obispos auxiliares muy pronto la mayoría de los obispos fueron opositores al Régimen. Algunos de ellos ya eran marxistas o separatistas vascos o catalanes.
Tanto o más grave aún que todo eso fue que la infiltración anti tradicional en la Iglesia fue el auténtico factor que ha hecho imposible en España la continuación de la cultura y el pensamiento católico tradicional que siempre había sido el sello de nuestra historia. La democracia liberal quedó “sacralizada” y hemos llegado a un estado de apostasía colectiva en nuestro país a principios del siglo XXI, que nuestros antepasados de los siglos XVI y XVII jamás pudieron imaginar ni en la peor de sus pesadillas.
El objetivo de Franco, como buen católico, de que la Iglesia tuviera todos los medios y la colaboración del Estado para que pudiera llevar a cabo su función de educar a los españoles por y para el catolicismo para facilitar la salvación eterna de sus almas se acabó transformando en algo muy distinto. Pero en última instancia como escribiría el Almirante Carrero al cardenal Tarancón a principios de los 70, “tal vez la Iglesia haya olvidado (lo que debía a Franco y sus hombres) pero Dios no olvida”.
Dramático Concordato. Se demuestra como la astucia diabólica puede, tristemente, convertir obras hechas con las mejores intenciones en instrumentos de destrucción y desolación.