ABRIL DE 1939: FRANCO Y SUS CIRCUNSTANCIAS, por Francisco Bendala Ayuso

Francisco Bendala Ayuso

 

 

El 1 de Abril de 1939 se publicaba el insuperable último parte de guerra, único de todos los emitidos durante la contienda firmado por Franco. En ese momento, quien no había sufrido enfermedad alguna durante los tres años de conflicto bélico, se encontraba en cama aquejado de una agudísima faringitis que le provocaba fiebre de hasta 39 grados, levantándose sólo para redactar de su puño y letra tan importante documento; o bien la tensión de los tres años de guerra le pasaba factura o la Divina Providencia quería recordarle que era mortal.

 

Franco, caudillo indiscutible, Jefe del Estado, Generalísimo de los tres Ejércitos, invicto, y fidedigna personificación del dictator o magister populi romano, ostentaba legal y legítimamente todo el poder. Como ser humano, bien fácil le hubiera sido en tales circunstancias dejarse llevar por la soberbia y la vanagloria, y endiosarse. Sin embargo, sus cualidades morales y profesionales, y su acendrado y profundo amor a España y a los españoles, demostrado ya para entonces hasta la saciedad, no se lo iba a permitir; cualquiera carente de tales cualidades no habría superado prueba tan difícil.

 

Franco era plenamente consciente, en aquel abril de 1939, de que si ganar la guerra había sido duro y difícil, paradójicamente lo peor estaba por llegar, pues más duro y difícil iba a ser gestionar la victoria. De nada habría servido la guerra si, dicho mal, no produjera un bien muy superior; la victoria quedaría baldía si no se lograba la mejora evidente e incuestionable de España en todos los órdenes; la sangre derramada clamaría si quedara estéril y no se hiciera honor a ella. Es decir, si no se lograba el rearme espiritual y moral del pueblo, la inexcusable reconciliación, el desarrollo material, una paz sólida y duradera, y el restablecimiento del imperio de la justicia y del orden, y la verdadera libertad. En definitiva, todo aquello de lo que España había carecido desde hacía ya más de un siglo, causa primordial de la guerra recién finalizada. Pero ¿cuál era la base de partida para tan ardua labor?

 

La guerra había provocado fuertes pérdidas humanas:

 

PÉRDIDAS HUMANAS ESPAÑOLAS PERÍODO 1936-39

 

  FRENTEPOPULISTAS NACIONALES TOTALES
Combatientes españoles muertos operaciones militares 60.500 59.500

 

120.000

Civiles muertos por acciones militares 11.000 4.000

15.000

Muertos por asesinatos y/o ejecuciones 34.946 72.344 107.290
Sobre-mortalidad por enfermedades y hambre 149.000 16.000 165.000
Muertos por y durante la guerra 1936-1939 255.446 151.844 407.290

 

A dicho total había que añadir: los heridos y mutilados, cifra difícil de calcular pero sin duda muy elevada; los que eligieron el exilio, que restando los que de ellos retornarían en breve, fueron unas 150.000 personas; y los cerca de 800.000 prisioneros del ejército frentepopulista de los que para finales de 1939 sólo quedarían detenidos 270.000, de los cuales, restando los 23.000 ajusticiados por haber cometido delitos de sangre, para 1945, o sea tan sólo cinco años más tarde, quedarían cumpliendo condena unos 19.000 –presos comunes incluidos–, explicándose tan drástica y veloz reducción gracias al innovador, humanitario y eficaz sistema de redención de penas por el trabajo voluntario y remunerado al que se acogieron la práctica totalidad de los penados, de los cuales nunca se oyó una queja, sino todo lo contrario; a la inversa de lo que hoy ocurre de parte de los que no sólo no vivieron aquellas circunstancias, sino, peor aún, las tergiversan y manipulan torticeramente.

 

Las destrucciones materiales eran elevadísimas. Un total de 192 ciudades, pueblos y aldeas estaban destruidas en un 60 por ciento; 250.000 viviendas arrasadas y otras tantas afectadas gravemente; casi cuatro millones de españoles carecían de una vivienda en condiciones.

 

Dos terceras partes del material ferroviario irrecuperable: el 41 por ciento del parque de locomotoras, el 40 de vagones de mercancías y el 61,2 de viajeros; el resto muy anticuado o deficiente. El parque automovilístico arrojaba cifras de pérdidas similares a la del ferroviario. Cerca de 250.000 Tn de la flota mercante perdidas por hundimiento o graves averías. La ganadería y la riqueza forestal, especialmente en la que fuera zona frentepopulista, bajo mínimos; la última por la tala indiscriminada de árboles para combustible. La industria en general, a excepción sólo de la situada en las provincias vascongadas y catalanas, destruida o prácticamente inservible por averías o excesiva antigüedad. Las reservas alimentarias que durante el conflicto habían permitido a la zona nacional no sufrir escasez alguna por la acertada labor de gestión de sus autoridades, al absorber la totalidad del territorio nacional se habían desplomado; además, la cosecha cerealística de 1939 iba a ser de las peores que se recordaba. Por ello, existían 894.000 parados –55 por ciento hombres y 45 por ciento mujeres–, especialmente en las provincias que habían permanecido bajo dominio frentepopulista por la nefasta gestión, en esto como en todo, de sus dirigentes.

 

La situación financiera arrojaba un saldo trágico. La renta nacional había retrocedido a la de 1914, disponiéndose tan solo de 18.000 millones de pesetas, cantidad irrisoria para 1939. La masa de billetes en circulación se había disparado pasando de 5.452 millones de pesetas en Julio de 1936 a 18.661 millones en 1939; el bando nacional era responsable sólo de 2.000 millones, mientras que los gobernantes frentepopulisitas lo eran de 16.661. Las reservas de oro y plata eran prácticamente inexistentes, pudiendo afirmarse que el Banco de España carecía de dichos metales. Por todo ello, España arrojaba un déficit monetario en dinero circulante y en reservas realmente dramático, como nunca antes en su historia; su capacidad para obtener créditos en el exterior era prácticamente nula. Además, el Gobierno, bien que tras arduas negociaciones a la baja, tenía que reconocer una deuda de 288,7 millones de marcos con Alemania y 5.000 millones de liras con Italia por las ayudas prestadas durante la guerra. Pero también, paradójicamente, lo que pocos conocen, con Francia, para poder recuperar las 40 toneladas de oro allí depositadas por los dirigentes frentepopulistas, más la flota de guerra y mercante huida a puertos franceses, así como con Inglaterra por esta misma última causa. Todo lo dicho debía pagarse con materias primas y compras compensatorias de productos de tales países, resultando altamente gravoso.

 

La situación internacional no era mejor. Aunque Franco había logrado ya el reconocimiento de todas las naciones del mundo, a excepción de la URSS y Méjico, Europa se encontraba al borde de una nueva guerra considerada por todos inevitable. Alemania, seguida por Italia, marchaba decidida al enfrentamiento armado. La URSS –lo que siempre se olvida–, con Stalin a su cabeza, maniobraba en secreto con la primera en pos de conseguir beneficios territoriales y expandir su revolución. Las democracias liberales, principalmente Inglaterra y Francia, atravesaban desde hacía años un profundo bache en todos los órdenes. Los Estados Unidos miraban desde la distancia los acontecimientos europeos entre incrédulos y desinteresados. Japón hacía y deshacía a su antojo en su entorno asiático mostrando firmes intenciones expansionistas. Las demás naciones del llamado mundo civilizado se mantenían a la de lo que las grandes potencias decidieran hacer.

La situación política interna se presentaba muy compleja y en absoluto exenta de graves dificultades. El pronto denominado Movimiento Nacional, que englobaba básicamente a falangistas, carlistas y monárquicos alfonsinos, mostraba notables diferencias ideológicas, estructurales y cuantitativas entre dichos grupos, cuando no manifiestas inquinas. No era un partido político ni en su concepción ni en su estructura; y menos aún “el partido”. No se identificaba sólo y exclusivamente con ninguna de las tres fuerzas citadas. No era monolítico. Cada corriente tenía su propia visión de cómo debía encararse el futuro. Entre los generales de las Fuerzas Armadas había notorias diferencias y muy distintas sensibilidades. La Iglesia esperaba recoger los frutos de su martirio y respaldo a la Cruzada.

 

Eso sí, si Franco contaba con un incondicional aliado, que mantendrá hasta el final de sus días, era con el pueblo español, que, con la única excepción de los recalcitrantes comunistas, más que minoritarios, se apiñaba en torno a su persona de forma unánime: los de la zona nacional por razones evidentes, los de la que había sido zona frentepopulista porque “…el entusiasmo, la confianza, el estado de incondicional adhesión del pueblo liberado de su angustiosa pesadilla propicio a cualquier operación de ingenio político como jamás estuvo pueblo alguno. A quien haya contemplado la entrada de las tropas nacionales en las grandes ciudades españolas no puede caberle duda del entusiástico significado que tenía para el pueblo la palabra liberación. Tres años de terror, de escasez, de desorden, proporcionaban a la empresa nacional el plebiscito de adhesión más unánime e incondicional que jamás se haya conocido, y en las manifestaciones de entusiasmo se mezclaban hermanados los antiguos derechistas con los antiguos republicanos (…) el pueblo español auténtico no se sentía derrotado, sino por el contrario rescatado, liberado de una opresión feroz e insoportable. Así fue –ésta es la gran verdad– en aquellas inolvidables horas colmadas de posibilidades y esperanzas…” (Serrano Suñer); “…Podría discutirse cuál fuera la proporción de los simpatizantes sinceros con una u otra causa en 1936, pero no cabe duda de que en 1939, y aún durante los años siguientes, Franco y su régimen tuvieron (…) un crédito de opinión como pocas veces lo ha tenido situación alguna en España...” (Dionisio Ridruejo).

 

Pues bien. Franco demostró enseguida –en realidad lo venía haciendo ya durante la guerra– no sólo conocer a la perfección y en todo su alcance las dificilísimas circunstancias en las que le había tocado gestionar la victoria, sino mejor aún lo que debía hacerse para lograr los tan necesarios como inexcusables y ambiciosos objetivos ya citados.

 

Por eso, sólo alguien dotado de una talla de estadista inigualable y poseedor de un prestigio personal nunca disminuido un ápice, pudo lograr lo que él durante su etapa de gobierno: reestructurar el Estado, cediendo paulatina, pero rápidamente, el poder acumulado momentáneamente en su persona; dotarle de los mecanismos necesarios para su buen y eficaz funcionamiento; asegurar los cauces de representación idóneos acordes con las circunstancias de cada momento; que el coste fuera muy bajo para el erario público; racional y justa separación y mutuo respeto entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, creando un verdadero Estado de Derecho a cuyas leyes fue él mismo siempre el primero en someterse escrupulosamente; evitar inmiscuir a España en conflictos externos –principalmente la II Guerra Mundial– a pesar de su delicada posición geoestratégica; defender a toda costa nuestra soberanía nacional e independencia; rearmar espiritual y moralmente a los españoles; alcanzar niveles de desarrollo material en todos los órdenes incuestionables, nunca aún hoy proporcionalmente rebasados; un sistema de protección laboral y social total; la modernización de la nación, y… para qué seguir. Prueba de ello es que, curiosamente, los que hoy con tanta insidia le vilipendian hasta la extenuación, no osan contradecir sus logros, basando sus dicterios y calumnias en supuestos y pretendidos “crímenes” que las pruebas fehacientes contradicen palpablemente.

 

Por lo dicho, conmemorar el 80º aniversario del final de nuestra contienda 1936-39 –de nuestra Cruzada de Liberación Nacional del marxismo–, debe ser, no tanto –o no sólo– celebrar una rotunda victoria militar, sino lo más importante, difícil y exitoso: celebrar la victoria de la paz, del orden, de la justicia, del desarrollo y de la libertad. 

 

 


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