¡Adiós a los muleros de Lorca!, por Waldo de Mier

Waldo de Mier

La herencia Pág. 44

 

Tal vez uno de los pasos de gigante más importante en el progreso realizado en España durante la paz de Franco haya sido el de la mecanización y tractorización del campo. Las últimas cifras en 1975 señalaban que teníamos en circulación unos 400.000 tractores, 180.000 motocultores y 50.000 cosechadoras. De día en día van desapareciendo, vencidos por el tractor, la mula y el buey que tiraban del no menos antiquísimo arado romano. Ya no es posible calcar sobre la realidad del campo español estas líneas de Azorín escritas en un capítulo de su libro «Un pueblecito»:

«Las mulas es algo tópico, consustancial con España. Las mulas es la visión de la llanura, vasta, gris. Allá, allá en la lejanía, sobre el cielo radiante, se columbra la silueta de una reata de mulas que arrastran, lentamente, dando tumbos y retumbos, un grueso carro

Ni tampoco puede ya destacarse sobre el paisaje de La Mancha la presencia de un mulero como el que describe Eugenio Noel en un capítulo de «España, nervio a nervio»:

«Pasa un labriego en un mulo. Los arrieros me explican que la cabalgadura esa no es un mulo, sino un burdégano, un macho romo (…). Es un hijo de caballo y burra; de la yegua y del garañón sale la mula… »

¿Qué joven del campo español podría entender este párrafo del mismo Eugenio Noel, de un capítulo de otro libro suyo, «Agua-fuertes ibéricas», describiendo un atasco arriero en el barro manchego, y que dice así:

«De salto en guiño, de vaivén en tumbo, se zambulló el carro en el barro hasta el pezón de las cañoneras. Llover en La Mancha… al que asó la manteca se le ocurre, retaco. Había que oír a Baba y a Manubrio, los dos arrieros de humor más negro que churuleaban años luengos por las trochas y cuetos de la estepa. No pasa el tranchete por la grasa del cuero como entró el rejoncillo de la cuja en el anca del macho de varas. Y después, tralla a las chichas, linternazo en las corvas y sopina en el bezo hasta que la bestia maranchonera, lozana mula de Añover del Tajo, abrió los morros descaecida y zahareña. De las otras de la reata más vale no hablar, porque a lapo va y algarazo viene, quedó su pelaje del costrón amatista del cantueso.»

No. Ni gruesos carros que atascarse puedan en el barro manchego un día de lluvia torrencial, ni mulas que ya no son azorinianamente consustanciales con el paisaje de España.

Pese a las dificultades que presenta la agreste geografía española, la tractorización se fue imponiendo en nuestros labrantíos, de modo que los índices de mecanización del agro español resultaban asombrosamente crecientes hasta finales de 1975. Los tanques oruga existentes en el parque agrícola hispano venían a ser hasta tal año 1975 en que con la muerte del Caudillo se acabó la paz y el progreso, tres veces mayor que los existentes en 1964, es decir, apenas diez años atrás. Igualmente, a finales del 75 existían unos 350.000 tractores de ruedas de los que, algo más de la tercera parte, eran nuevos también desde diez años hasta allí. Mulas, caballos, vacas y bueyes sirvieron en nuestra milenaria tierra hispana para abrir surcos y besanas. Su lento discurrir sobre la gleba, uncidos al yugo del golde mientras la reja clavaba la tierra que había de recibir la semilla fecundadora, ha inspirado miles de palabras como esas del maestro Azorín.

Mulas, caballos, vacas y bueyes fueron durante decenas de siglos el único motor auxiliar del hombre en la rudimentaria y difícil agricultura hispana.

Aquí no podían conseguirse niveles europeos de mecanización del campo, como los de Alemania, que marcan la media de un tractor por cada ocho hectáreas de tierra cultivada. Nos debiéramos contentar con una media de tractor por cada cuarenta hectáreas, cifra que prácticamente se logró ya hasta ese final de 1975, si bien, en algunas provincias incluso se llegó a rebasar con creces.

¿Y por qué no recordarlo? Cuando países como Alemania, Inglaterra y Francia poseían ya un alto grado de mecanización en su campo, aquí, en España, el mulo, el caballo y el buey tirando del arado romano constituían ese «paisaje consustancial» que tanto complacía bucólicamente al autor de «Un pueblecito español», mientras que el tractor, o la cosechadora automática eran apenas ingenios conocidos en muy pocas y escasas fincas en las que, justamente, como una excepción, sus propietarios no practicaban el absentismo.

Arrieros y muleros eran personajes que podían, con la fuerza de su personalidad, inspirar extraordinarias páginas literarias como a las qué pertenecen esos párrafos que transcribí de Noel, un gran escritor hoy en día prácticamente olvidado del todo. Arrieros y muleros inspiraban bellas romanzas zarzueleras, como las del «Cantar del arriero», del maestro Díaz-Giles, o las coplillas que sobre ellos escribió García Lorca. Ahí se detenía toda la glorificación de nuestros campesinos, mientras que Europa se afanaba en mecanizar su agricultura.

Prácticamente, al terminarse nuestra guerra del 36 se partió de cero a la hora de empezar a tractorizar y mecanizar el campo. Todavía, en 1952, el total de tractores en España dando fondo al paisaje campesino apenas si llegaban a trece mil. yero es que por entonces se consideraba como óptima la cifra de cuarenta mil unidades para todo nuestro campo! Ocurría que aún estaba lejana la realidad que fijó años más tarde en quinientos mil el número de tractores que necesita España para mecanizar decentemente sus veinte millones de hectáreas de tierra labrada. De modo que si se suman los cuatrocientos mil tractores citados al principio con los ciento ochenta motocultores, ese medio millón de vehículos dedicados al cultivo de nuestro campo se consiguió prácticamente antes de que la democracia del 15 de junio hiciera patente y visible la existencia de tal parque tractoril campesino cuando los trabajadores del agro tuvieron que protestar contra la política agraria democrática cerrando las carreteras con sus «mulas a gasoil».

La mecanización prácticamente está conseguida. Ahora, al campo español, al nuevo campesino español encaramado al tractor, a la cosechadora, a la motocultora, tan atento a la besana como a las noticias o la música de su transistor de a bordo, sólo le faltan los nuevos Azorín, los nuevo Noel, incluso su nuevo Lorca y, claro está, sus nuevos maestros Alonso, Jacinto Guerrero y Díaz-Giles, que los glorifiquen en alguna otra buena nueva zarzuela… Pero, por de pronto, si las mulas lorqueñas desaparecieron con los tractores que llegaron a España con la renovación agrícola de Franco, la desmitificación izquierdosa de García Lorca ha comenzado con lo que de este poeta dice Manuel Salado, joven escritor, en su reciente novela «Yo maté a García Lorca».

 

 


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