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Waldo de Mier
La herencia pág.13
Son muchas cosas las que la España de Franco dejó atrás para siempre. Las que marcaban una terrible diferencia entre los españoles que soportaban estoicamente humillaciones heredadas de otras épocas, aquellas de la palabrería liberal y de poco respeto a la libertad profunda del hombre que indignaba a José Antonio.
Una de aquellas cosas, por ejemplo, eran los vagones de tercera clase. Hasta que un junio de 1973 se les dijo adiós para siempre, marginándoles al museo, al olvido y al abandono definitivo.
Es cierto que ya bastante antes quedaban pocos convoyes ferroviarios de la Renfe que llevasen vagones de tercera. Entre el «TER», el «TAF» y algunos automotores que venían a sustituir a los viejos convoyes de hacía cincuenta y aun setenta y ochenta años atrás, resultaba extraño presenciar en las grandes líneas radiales vagones de tercera clase. Pero, como digo, todavía algunas composiciones ferroviarias del interior —esas líneas deliciosas donde el paisaje puede ser saboreado placenteramente desde a bordo de trenes que nunca tenían demasiada prisa por llegar, esos trenes tan bellamente glosados, tan nostálgicamente descritos, por ejemplo, por Fernández Flórez o por Camba en su Galicia natal— la tercera resaltaba discriminatoriamente, ignominiosamente, humillantemente.
Cuando el primer ferrocarril español, el que enlazaba Barcelona con Mataró, quedó inaugurado el 28 de octubre de 1848, se estuvo dudando mucho acerca del precio que había que aplicar a los billetes. Según refiere Maximiano García Venero en la «Historia anecdótica del ferrocarril en España», publicada dentro de una colección de cinco volúmenes lujosamente impresos y editados por la Renfe con ocasión del primer centenario del ferrocarril español, un periódico de la época apuntaba que, posiblemente, el precio de los billetes sería de 12, 9 y 6 reales de vellón para las correspondientes clases de 1ª, 2ª y 3ª De modo que por una peseta, cincuenta céntimos se viajaba desde Barcelona a Mataró en aquel tren que tardaba bastante más de una hora en efectuar el recorrido, con las paradas consiguientes en Badalona, Mongat, Masnou, Ocata, Premiá de Mar y Vilasar de Mar. Hay que consignar, no obstante, que en el viaje inaugural el regreso se realizó sin paradas, desde Mataró a Barcelona y el convoy sólo tardó treinta y cinco minutos en el recorrido.
Viajar en aquellos primeros trenes a mediados del siglo pasado, y aun en los primeros de éste, requería todo un comportamiento social a veces casi reglamentado, según la clase en que se realizase el trayecto. La primera clase definía; la segunda, mediocrizaba; la tercera, marcaba. Era una marca. Una frontera. Venía a ser algo así como un «apartheid».
Antonio Ballesteros Baretta en su «Historia de España», al hablar de la implantación de los ferrocarriles en nuestra Patria dice esto tan singular:
«Es pintoresco señalar cómo se verificaban los primeros viajes por vía férrea. Si el viaje es largo y se trata de una señora, ésta prepara su cabás y el saco de noche. En el cabás llevará la “Guía del viajero” y los adminículos de la toilette.» Después de escribir cómo esta señora llega a la estación, pinta el interior de los vagones de viajeros con estas palabras:
«En los coches de primera hay asientos de muelles, alfombras, cortinas, cristales en las ventanillas y caloríferos. Comienzan las incomodidades en los de segunda, de breve respaldo que impide reclinar con holgura la cabeza. Los terceras no tienen cristales y no hay rejillas ni rejas, lo cual es cruel por el frío del invierno y a causa del humo denso de la máquina en verano».
Cada clase de ferrocarril requería su indumentaria, menos la tercera, que lo admitía todo, salvo el desnudismo, claro, ni aun en los rigores caniculares veraniegos. Era normal que cualquier viajero, no siendo de los de coche-cama, se protegiera con un guardapolvos, llevase zapatillas de orillo y el «plaid» o manta escocesa resultaba poco menos que obligado, aun entre viajeros de primera. Galdós, Palacio Valdés, Pereda y Azorín nos presentan así a sus personajes cruzando España en tren. Pío Baroja, que fue el novelista que más veces situó a sus personajes, incluso en capítulos enteros, metidos en trenes españoles, hizo una pormenorizada descripción del atuendo de los viajeros en unas estupendas páginas de «El árbol de la ciencia», cuando Andrés Hurtado, su personaje central, hace un viaje en ferrocarril y lo describe de esta manera:
«El tren echó a andar. El hombrecillo (uno de los compañeros de compartimiento de Hurtado) sacó una especie de túnica amarillenta, se envolvió en ella, se puso un pañuelo a la cabeza y se tendió a dormir. » En Alcolea suben más personajes al departamento. Son los componentes de una compañía teatral que describe Baroja del siguiente modo:
«Las actrices, con guardapolvos grises; los actores, con sombrero de paja o gorrita.» Por cierto, también es Baroja el que define muy concretamente a los españoles de su época cuando, describiendo —con ocasión de un viaje a Marruecos para escribir sobre la campaña militar del 900— un compartimiento de ferrocarril, después de pintarnos a sus compañeros de viaje en trazos breves, termina diciendo: «Nos miramos como nos miramos todos los españoles: con odio.»
Los terceras de los viejos ferrocarriles españoles nunca tuvieron un novelista como Zamacois, que narró en una obra suya «Memorias de un vagón de ferrocarril», las peripecias de un vagón mixto de coche cama y de primera clase. Pero este mismo vagón, con los años, tuvo que convertirse, para infortunio suyo, en vagón de tercera, ya cuando andaba medio destartalado.
Ciertamente, los vagones de tercera españoles no han tenido nunca ni su particular Zamacois, ni su buena literatura, salvo algunas bellas páginas que en su libro «Aventuras de un irlandés en España» les dedicó Walter Starkie, hispanista a quien debemos una muy excelente obra sobre el Camino de Santiago. Por el contrario, la tercera de nuestros viejos y ya arrumbados vagones han sido testigos de grandes conmociones nacionales: la de los transportes de tropas en nuestras desdichadas campañas antillanas, filipinas o africanas. Poco cataron ni siquiera la tercerola clase nuestros soldaditos en la guerra del 36 que, cuando menos, sirvió para dar a fin a tan hiperelitista vagón de ferrocarril.
Como contrapartida a la falta de buena literatura sobre aquellos vagones de tercera donde como las cárceles cervantinas «toda incomodidad tenía su asiento», nunca faltaron excelentes dibujantes, los Bagaria, los Méndez Bringas, que supieron recoger con sus lápices la alegría de sus resignados viajeros que hasta el periodismo decimonónico llegó a calificar en cierta ocasión de «afortunados» cuando se supo que todos los muertos en un accidente ferroviario habían sido sólo los de tercera clase.
Pero la «oprobiosa» acabó con todo aquello. De la tercera se pasó a la segunda, incluso con literas. Eso sí: todo lo que se ha ganado en comodidad se ha perdido en comunicación. Porque también aquellos viajeros de tercera han dicho adiós al botijo, a las grandes tortillas de patatas, al jamón y a la bota de vino. Incluso hasta ala alegría. Porque ahí está: basta que nos vayamos acercando materialmente más a Europa para que también el español vaya perdiendo algo de su fabulosa natural alacridad, de su innata jovialidad, de su carácter animado y festivo.