Ángel Palomino y La Codorniz

 
Eduardo Palomar Baró 
 
 
   El 8 de junio de 1941 salía a la calle el primer número de “La Codorniz”, la revista de humor más crítica y de mayor influencia en la vida española. Fue fundada por el autor teatral y periodista Miguel Mihura como continuación de “La ametralladora”, revista de humor editada en San Sebastián destinada a los soldados del frente de la guerra civil, que realizaba junto a Antonio Lara, conocido con el seudónimo de Tono.  Los primeros impulsores del semanario fueron Edgar Neville y Enrique Herreros. Pronto se incorporaron Enrique Jardiel Poncela, Jacinto Miquelarena y Fernando Perdiguero, haciéndose cargo de la redacción de La Codorniz, Álvaro de Laiglesia, para dejarla temporalmente en manos de Perdiguero, mientras él se incorporaba a la División Azul como soldado y como corresponsal de Informaciones. Los colaboradores más o menos habituales eran Wenceslao Fernández Flórez, Manuel Halcón, Joaquín Calvo Sotelo y José López Rubio. La Codorniz fue un vivero de periodistas ingeniosos y de grandes dibujantes. Desfilaron por sus páginas, Mihura, Tono, Mingote, Chumy Chúmez, Gila, Herreros, Mena, Pablo, Óscar Pin, Acevedo, Summers, Cándido, Palomino, Forges, Máximo, Manuel Vicent, Serafín, Eduardo, Abelenda, Azcona, Menéndez…
 
 
   En 1944, Mihura abandona La Codorniz y le sucede como director, una vez regresado de Rusia, Álvaro de Laiglesia y González, que incorporó nuevas firmas, y logró unas cifras de difusión jamás alcanzadas por una revista de humor. Pero en 1977, al acentuarse la caída de las ventas de ejemplares, fue apeado de la dirección. La Codorniz desapareció en la primera semana de diciembre de 1978.            
 
   Ángel Palomino Jiménez inició sus colaboraciones en La Codorniz en 1947 y en ella continuó durante treinta años, hasta su cierre. Sus trabajos iban firmados bajo distintos nombres, como Palomino, Ángel, Chito, Ulises, etc.            
 
   En el número 698 del 3 de abril de 1955, Palomino, bajo el seudónimo de Ulises, escribía el artículo titulado:
 
OREJAS  
 
 
«Las orejas son el símbolo de la ignorancia humana. Las tenemos para escuchar, para aprender, para enterarnos de lo que no sabemos; y de lo que sabemos pero nos gusta oírlo más de una vez: muchas veces. Me refiero a esa manía de las mujeres que preguntan: “¿Verdad que estoy mona con este peinado?”; y a los poetas que dicen: “¿No es magnífico este poema que acabo de escribir?”; y a los señores que claman una y otra vez: “¿Pero es que yo tengo cara de tonto?”
 
 
   Por eso, las orejas tienen forma de signo de interrogación. O quizá es esta la causa de que el signo de interrogación le hayan dado forma de oreja. Las mujeres, más curiosas y más preguntonas que el hombre, se completan el interrogante auricular con el punto brillante de un pendiente.
 
 
   Si las darwinianas teorías evolucionistas son ciertas, hemos de ver cómo, poco a poco, la oreja izquierda empieza a girar sobre sí misma hasta quedar invertida, formando con su ahora simétrica el signo completo de interrogación: ¿? Pero si Darwin se equivocó y tal evolución no se produce, tendremos que acudir a un remedio heroico: daremos media vuelta al primero de los dos interrogantes, para que el conjunto quede, como las orejas, así: ¿? No resulta antiestético ni antigramático; los señores de la Academia habrán de reconocer justificadísima la mutación, y todas las mecanógrafas de habla hispana (o mejor dicho, de tecla hispana) tendrán que llevar sus máquinas de escribir a un taller mecánico donde les será practicada la difícil operación quirúrgica que se llamará “interrogagirotomía”.
 
   
   Habrá quien, al leer todo esto, se preguntará si las personas de oreja grande son más curiosas que las de oreja pequeña. No, no lo son; la oreja grande suele significar, salvo excepciones, escasez de conocimientos, incultura y no otra cosa. Por eso, por su necesidad de aprender, dichas personas tienen los interrogantes más amplios.
 
 
   No es posible en un breve ensayo como éste detallar las numerosas cuestiones que suscita la moderna ciencia orejológica: dejémoslo para otro día y ya verán lo que es canela».
 
 
   En el mismo número, y bajo el nombre de Ángel, escribía bajo el siguiente titular el trabajo:  
 
 
HERMANAS ANTIGUAS  
 
 
   «Éramos siete hermanas; tantas que cuando a papá le preguntaban qué número de hijas tenía, contestaba: –Siete preciosas señoritas, siete. Y es que teníamos un no sé qué de grupo titiritero o de conjunto teatral. Yo creo, al menos lo creía, que nuestra escasa fortuna en el apasionante deporte de la caza del hombre se debía a dos motivos: a la barba de papá y a nuestros motes. De la barba de papá sólo diré que Valle Inclán le tenía una envidia terrible. De nuestros motes… Éramos tan buenas hermanas, nos queríamos tanto, que cada una ignoraba los nombres de las demás. La mayor era “Brujapepa”, la pequeña “Malgüele”, yo Sarita, pero nadie me llamaba otra cosa que “Cabraloca”… Cuando algún muchacho aparecía en el horizonte sentimental de cualquiera de nosotras, duraba poco. Primero era el encuentro con papá. Un día llegó a casa el cartero con un giro de doce reales; mamá lo cobró y se compró un sombrero y un manguito de armiño. Cuando papá se enteró pidió el retiro para poder quedarse en casa constantemente. Desde entonces era él quien abría la puerta. Cuando el aspirante a novio se encontraba a los pies de la barba de papá, sentía un cosquilleo en las plantas de los pies que le animaba a huir. Afortunadamente mi padre, no queriendo intimidarle, desaparecía gritando: –¡Niñas! Salía una de nosotras. –¿Qué desea, caballero? –Vengo a ofrecer estas rosas a Elenita, su hermana. –¿Cuál de ellas? Somos siete hermanas, siete. Y así empezaba el lío. Cuando el aspirante a novio nos oía preguntarnos: ¿Será “Brujapepa”, será “Nariztrompa”, será “Ratona”… o?, se marchaba definitivamente aterrado. Sólo hubo uno sensato. Venía en mi busca. –¿Pero no conoce usted a su hermana Sarita? –preguntó a “Brujapepa”. –Sí, señor, pero por el mote. –Llámela. –¡”Nariztrompa”! –gritó, al azar, mi hermana. –No, no es esta –dijo el joven al verla… ¿Sarita sabe cómo se llama, o sólo se conoce a sí misma también por el mote? –Sí; cada una sabemos nuestro propio nombre. –Pues gritemos “¡Sarita”! y saldrá –dijo aquel talento excepcional. Y salí entre el griterío de mis hermanas que gritaban: “¡Es “Cabraloca”; mira quién es Sarita!” Y nos hicimos novios. Me puse a bordar manteles y juegos de cama, sin tener en cuenta que el galán había cumplido ya los cuarenta y ocho años. Y se me murió cuando todavía me faltaban los camisones. El garrotillo ese, creo que fue».
 
 
 
   En el nº 585 del 1 de febrero de 1953, publicaba el siguiente artículo:        
 
 
INVENTOR VIEJECITO  
 
 
   «–Yo he sido tren –me dijo el viejecito–. Fui el primer tren que se inventó. –Entonces –le respondí con simpatía –tendrá usted muchos años, ¿verdad? –¡Oh, muchos! ¡Más de doscientos! –Pues está usted muy bien para ser tan anciano. –Es que he hecho una vida muy higiénica. Mi litrito de aguardiente y mi libra de tabaco no me ha faltado un solo día. –Yo creía que un hombre que bebiese tanto y fumase de esa forma, se moriría muy joven. –Un hombre, sí; pero como yo era un tren… El aguardiente me lo echaba en la caldera y con la pipa hacía el humo más espeso que el de cualquiera de esas locomotoras que se estilan ahora. –¿Por qué se hizo usted tren? –Yo era entonces un muchacho de corta edad; una cosa así como tú, pero en más listo. Un día empecé a pensar que los sábados por la tarde no podía ningún marido irse a reunir con su familia en Cercedilla y comprendí que había que inventar el tren; pero como, aunque yo era tan listo, no había estudiado para inventar, lo único que logré idear fue el pito provocando con ello la emigración de mis queridos padres que no fueron capaces de soportar mis experimentos. Comprendiendo que de seguir así nunca conseguiría terminar los planos de mi invento, decidí hacerme tren yo mismo. –¿Se hizo usted de mercancías o de pasajeros? –Mixto. Llevaba mercancías desde los almacenes “El Diluvio” a los domicilios de los clientes y, además, llevaba un pasajero. –¿Quién era? –Por ser tú te lo diré, pero más vale que no se lo cuentes a tus hijos: el pasajero era yo… Funcionaba muy bien, pero no estaba satisfecho de mí mismo; sabía que a mi invento le faltaba algo y debo confesarte que no logré descubrirlo. Lo inventó un maquinista de la línea Torralba-Soria, que por entonces empezaba a hacerme la competencia; fue muy felicitado. ¿Sabes qué era?: los revisores. Me dolió tanto que agasajaran a aquel hombre que sólo había inventado un detalle accesorio y a que a mí no me dedicaran ni una mala estatua ecuestre, que decidí retirarme; una mañana descarrilé. Ese mismo día me trajeron a esta casa en la que se vive muy bien y, además, se alterna mucho; fíjate, aquel es Napoleón, ese otro es un platillo volante, aquel de la barba es Ana Bolena…»            
 
 
   En el nº 1049, “Extraordinario dedicado al vino”, del 24 de diciembre de 1961, Palomino escribía, bajo el titular:  
 
 
SOBRIEDAD INÚTIL
 
 
   «Esto no me gusta –dijo el médico después de golpearme con un martillo en la rodilla. –Ni a mí –dije de mal humor. –El hígado es lo que menos me preocupa: se lo curaré fácilmente. Lo malo es que el alcohol le ha afectado seriamente al sistema nervioso. O deja usted de beber, o… Era un “o…” siniestro, amenazador: un “o…” de “la bolsa o la vida”. –¿O qué? –O le veo idiota, paralítico y ciego. Bueno. Uno es aficionado al whisky, a la ginebra y al aguardiente de Cazalla. Pero uno es también notario y padre de familia y antiguo alumno del Pilar. Aunque dominado por la dipsomanía, conservaba la suficiente dignidad para decidir apartarme del alcohol. –Pero ha de ser a rajatabla. –A rajatabla, claro. Y me compré una caja de agua mineral y un kilo de pastillas de regaliz. Y me puse a vivir en el mundo correcto, exacto, serio de las personas sobrias. Lo malo es lo que me ha sucedido después. Llevo tres días de sobriedad. Leo el periódico y me entero de que en los Estados Unidos los negros son unos seres intermedios entre el mono y el hombre: no pueden sentarse junto a los blancos ni aprender a leer junto a los blancos. Sin embargo, veo que los Estados Unidos recomiendan y exigen, que a los negros de la selva –los cuales son hombres como usted y como yo pero comen sargento irlandés y piloto italiano–, se les reconozca el derecho de autodeterminación y hasta el derecho de utilizar armamento atómico. Voy a una exposición de pintura y veo un cuadro compuesto con pedazos de arpillera, pegotes de boñiga y salpicadura de serrín, que se han vendido en cincuenta mil pesetas. En una fiesta, mi compañero Román de la Espátula baila con su mujer. Ella da saltitos con las dos manos en alto mientras él le da vueltas alrededor imitando a un alegre camello. Me entero de que en Rusia, los señores que ejecutaban todas las burradas que se le ocurrían a Stalin, los que le reían las gracias, los que decían en letras de molde que era un padre, un genio, un valeroso guerrero, le ponen ahora como un trapo a causa de aquellas burradas, y, además se dedican a hacer las mismas burradas que él. Entro en un teatro. Están representando “La cantante calva”. No me entero de nada, pero a mí alrededor la gente lo pasa fantásticamente. Entonces, sufro mucho. Me doy cuenta de que el médico y yo hemos llegado tarde, muy tarde. Ya no tengo remedio. Después de tres días sin probar alcohol, resulta que estoy tan borracho como antes. O más».
 
 
 
 
 

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