Azaña, y lo contrario, por Jaime García-Maíquez

Jaime García-Maíquez

El Debate de hoy

 

El 17 de diciembre, día en que el santoral católico celebra a san Lázaro de Betania, nuestro Gobierno volvió a resucitar de entre sus muertos a Manuel Azaña (1880-1940), dedicándole una importante exposición en la Biblioteca Nacional de España. Es una buena oportunidad para echar una mirada objetiva sobre el político, el escritor y el hombre.

No era un buen comienzo que se anunciara a bombo y platillo, con la media sonrisa de los cínicos, que iría a inaugurar la exposición sobre el mayor exponente del republicanismo español del siglo XX el rey Felipe VI, acompañado de toda la plana mayor socialista.

No era buen comienzo tampoco el título elegido, Azaña: intelectual y estadista. A los 80 años de su fallecimiento en el exilio, pues si alguien se atreve a considerarlo intelectual es por lo que tiene de político; si se atreve a llamarlo estadista es que no conoce la consecuencia de sus actos en su ministerio o presidencia; y la fecha de los 80 años evidencia que el homenaje no viene a cuento, se les debió pasar el 75º aniversario y quién sabe si llegaremos alguno vivo al centenario. Y lo de «su fallecimiento en el exilio» no es más que otro intento de presentar a uno de los responsables de la Guerra Civil como víctima, no como verdugo.

Pero a la Nacional me fui, con la ilusión de encontrarme una valoración menos sesgada y sectaria de lo que estamos acostumbrados. Tras una librería atestada de libros de Paul Preston (nefasto prólogo), llegué a un montaje expositivo laberíntico, lleno de recovecos confusos y colores estridentes como ese cubismo a lo Botero de Fernand Léger.

La exposición sigue un orden cronológico. Su vida es bien conocida. Nació el 10 de enero de 1880 en una familia de sólida posición económica, en Alcalá de Henares. Con diez años, en unos pocos meses se quedó huérfano, mandándolo su abuela paterna a estudiar a San Lorenzo del Escorial, donde en los años siguientes sentirá e interiorizará de una forma definitiva -como dice Santos Juliá en un coloquio en la Fundación Juan March (17-XI-2008)- su Non serviam particular a la Iglesia, al cristianismo y a Dios, que tantas consecuencias históricas tendrá para España y la Iglesia.

En su maduración política fue decisiva la proclamación de la Dictadura de Primo de Rivera (13 de septiembre de 1923), pues de alguna manera identificará para siempre democracia con la extirpación del «cáncer» monárquico, y este con el renacimiento de una nueva república española. En la supuesta represión de la dictadura hubo tiempo -además de para que le dieran el Premio Nacional de Literatura- para reuniones, publicaciones e incluso mítines de carácter revolucionario; ahora, a su vez, se fraguó una primera unión de las izquierdas que acabaría llamándose Alianza Republicana.

Tras la retirada de Primo de Rivera a comienzos de 1930, se reactivó el republicanismo, que alcanzó el poder tras las elecciones del 12 del abril del año siguiente e iniciando -como dice Payne en El colapso de la República– «una política de venganza». Y digo «alcanzó el poder» porque, en realidad, las elecciones «las ganaron abrumadoramente los partidos monárquicos, pero Romanones convenció a Alfonso XII de entregar el poder a los perdedores de las elecciones; caso con muy pocos precedentes -comenta con ironía Pío Moa en su Nueva Historia de España– en la historia del mundo».

Azaña, desde el primer momento, sentenció que «hay que romper radicalmente con el pasado y reconstruir el país y el Estado». En muchos mítines de entonces puede leerse, en este contexto de demolición del pasado, la expresiva palabra ‘triturar’. Y lo hizo en primer lugar fijando su punto de mira en el Ejército y, por supuesto, en la Iglesia.

Por encima de la Constitución está la República, y por encima de la república, la revoluciónManuel Azaña

Su borrador de la primera Constitución (que no admitieron ni Alcalá-Zamora, ni Maura, ni siquiera Lerroux, pero que nos sirve para entender al personaje) imponía el sometimiento total de la Iglesia, la disolución de las órdenes religiosas o de cualquier asociación cristiana, la nacionalización de sus bienes… Empezó a hablar de «el problema religioso», legitimando así la autoridad, urgencia y agresividad de las soluciones, y dando como hecho aquel oscuro objeto de su deseo político: «España ha dejado de ser católica».

Que la República empezara con la quema de Iglesias fue un pésimo augurio, y que el futuro presidente de la República dijera en ese momento aquello de que «Todos los conventos e iglesias no valen la vida de un republicano» era una declaración de guerra total. Así, no debe extrañar que, en octubre del 36, apareciera en una comisaría de Bilbao un salvoconducto oficial que rezara: «Al portador de este salvoconducto no puede ocupársele en ningún otro servicio, porque está empleado en la destrucción de iglesias» (Jiménez Losantos, FMemoria del Comunismo. La esfera de los libros. Madrid 2018, p. 473). Por eso manifesté honda preocupación cuando la actual vicepresidenta planteó el año pasado el derribo de la Cruz del Valle de los Caídos. Quién dudaría, conociendo algo de historia, que comentarios así de irresponsables son negros heraldos.

Lo interesante es cómo los golpes que iba recibiendo esculpían y nos mostraban su verdadero rostro político. Por ejemplo, si en un primer momento quitó importancia cínicamente al brote antirreligioso, al que en otro momento calificó de «salud pública», pronto empezó a manifestar nerviosismo por la fuerza de una posible respuesta de la otra mitad de España: «Como esto siga así, estaremos de nuevo exiliados en Paris», comenta Santos Juliá que dijo Azaña en su coche un día entre el 10 y el 13 de mayo de 1931. Pero, en vez de castigar a los pirómanos, «¡el pueblo!», culpabilizó y castigó a las víctimas.

Otro ejemplo. Cuando en las siguientes elecciones el partido de la derecha, la CEDA de Gil-Robles, cuyo potencial político le había pasado inadvertido, ya podía acceder a gobernar, Azaña explotó con una proclama jacobina: «Por encima de la Constitución está la República, y por encima de la república, la revolución».

Esa idea suya de «La República para todos los españoles, pero gobernada por los republicanos» es el típico «despotismo ilustrado (e incrustado)» en el ADN de la izquierda. Azaña, que se autocalificaba en los discursos del 30-31 como «radical» y «sectario», intentó por dos veces dar un golpe de Estado, sin éxito como siempre: él sería un ferviente demócrata siempre que el partido que ostentara el poder fuera de los suyos.

Los años que siguieron de gobierno de centroderecha sufrieron constantes intentos de desestabilización. Llegaron por fin las famosas elecciones de febrero de 1936, y la victoria fraudulenta (1936: Fraude y Violencia. Espasa, 2017) del Frente Popular, que de nuevo en el poder reactivó la anarquía ladrona y asesina de los sindicatos de una manera más virulenta. Azaña sería entonces el presidente de la República, e intentó de manera escandalosamente ineficaz moderar los ánimos; acabaría acusando «a los suyos», desde el rincón silencioso de su Diario, de «caterva de botarates», de imponer una «política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín».

El fraude electoral de 1936

Unos meses ejerció la presidencia de la República (parece casi inverosímil), enclaustrado y desencantado en el Monasterio de Monserrat; quizá fuera exclamando entre las galerías góticas: «¡Qué feliz era yo cuando no me trataba más que con profesores y con putas!» (Rivas Cherif, C. Retrato de un desconocido. México 1961, p. 13), y tendría razón.

Al poco tiempo del alzamiento militar que acabaría liderando el más insospechado de sus líderes, Francisco Franco, Manuel Azaña sabía que no ganarían la guerra: tenía conocimiento, desde agosto del mismo 36, que ni Francia ni Inglaterra apoyarían militarmente a una república incontrolada, incontrolable y estalinizada, y de ahí surge el carácter conciliador que desde muy pronto expresó, no tanto con los sublevados sino con unos ansiados acuerdos de paz con ellos. El famoso Paz, Piedad y Perdón de dos años después (18-VII-1938), a la vista de esta realidad, no deja de ser un discurso literario de cara a una posteridad (justo por eso Tusell lo califica como uno de los más «emotivos» de toda la Guerra) que, llegados a ese punto, era lo único que le quedaba.

El 31 de marzo del año siguiente, una reunión de la Diputación Permanente del Congreso de los Diputados en París, encabezada por Negrín y con presencia de La Pasionaria, tachó la actitud pasiva del presidente como de inaceptable, y a su propia persona casi de traidor. «Basta leer la literatura de uno y otro bando para darnos cuenta -escribe Andrés Trapiello en El juguete averiado– de que Azaña fue verdadera bestia negra de todos ellos. (…) un hombre profundamente débil, tanto como inteligente, melancólico y solitario. No se habrá visto a nadie que teniendo la responsabilidad de gobernar en un país entonces ingobernable se dedique a llevar un Diario de esa naturaleza, con efusiones líricas incluidas. Y ahí viene la debilidad».

Como Alejandro Lerroux, Indalecio Prieto, La Pasionaria o el mismo Agapito García Atadell (reconozcamos que cada uno con su «iDIOSincrasia»), él también volvería a la Iglesia al final de su vida, de la mano de monseñor Pierre-Marie Théas, obispo de Montauban (Gabriel M. Verd. La conversión de Azaña. [Ed.] Revista Razón y Fe. Madrid, 1986). Este otro Azaña, en plena conciencia y facultades, sorprendente y silenciado, de vuelta de todo y de todos, besando repetidamente un Cristo crucificado «con los ojos humedecidos por las lágrimas, [y] exclamando tres veces: Jesús, piedad y misericordia», es para mí la imagen conmovedora de una reconciliación verdadera, definitiva en ese destino trascendente que nos une… más allá de la política, más allá incluso de la Historia.

Como terminaba por reconocer Santos Juliá en la Fundación March, es una «una persona siempre en busca de una vocación», pero a esto se le podría añadir, tras visitar la exposición, que también en busca de interpretación. «Sería deseable que nos decidiéramos a trabajar respetando en su desnudez los datos, sin aferrarnos a nuestra opinión», se exhortaba en el prólogo del mejor retrato que quizá que se ha hecho hasta el momento del personaje (Suárez, F. Manuel Azaña y La guerra de 1936. Rialp, 2000).

Parece que hay un Azaña para todos; si no te viene bien este, tenemos otro, o el contrario, y viceversa. Uno para los democráticos y otro para los que, valiéndose de las urnas, no lo son tanto; otro para la derecha que mira con recelo al socialismo y otro para el socialismo radical al que no le tiembla la mano en perpetrar sus planes; otro para los que quieren aniquilar la Iglesia y otro para los cristianos con sano espíritu laico; otro para los que no ven más futuro que la revolución y otro para los que aman la paz; otro… otro… otro… otro…


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