Fernando Paz
Este miércoles 13 de julio se cumplen ochenta años del asesinato de José Calvo Sotelo a manos de un comando policial-socialista, expresión que resume la situación en la primavera y el verano de 1936, pues para entonces los socialistas se habían apoderado de la Policía.
Desde hacía años, mandos policiales eran los que entrenaban en la Casa de Campo a las juventudes socialistas y los que permitían, alentaban y en ocasiones hasta dirigían las represalias contra los adversarios políticos de la izquierda.
Desde 1934 se había disparado la violencia en las ciudades y campos de España. 1934 había sido el año de la revolución; la izquierda en todas sus formas (la marxista, la anarquista, la nacionalista y la republicana) se había sublevado contra el gobierno legítimo, para hacerse con el poder por la vía de la violencia y contra las urnas.
Además, desde principios de ese año, la izquierda se había lanzado en bloque a una ofensiva terrorista para ahogar a la naciente Falange, que sufrió hasta once asesinatos en sus filas antes de realizar la primera represalia mortal. La razón: Falange era la única organización dispuesta a hacerles frente en la calle.
La espiral revolucionaria de acción-reacción fue alimentada, esencialmente, por unas izquierdas cuyo frenesí criminal les condujo a terminar asesinándose entre sí. A los enfrentamientos entre socialistas y anarquistas, hay que añadirles los que se produjeron entre las dos alas del PSOE, los caballeristas y los prietistas; a estos les sucederían, ya en plena guerra civil, los que tendrían lugar entre comunistas y anarquistas, y más tarde, los de todos contra los comunistas. Los revolucionarios serían devorados por su propia violencia.
El asesinato de Calvo Sotelo no fue un hecho aislado, sino la culminación de un proceso al que una parte sustancial de la sociedad española asistía entre hipnotizada y aterrorizada. El gobierno que salió de las elecciones del 16 de febrero de 1936, estaba compuesto por unos republicanos que ya no eran los relativamente moderados del 14 de abril de 1931, sino los enfebrecidos radicales anticlericales cuya estabilidad parlamentaria dependía del apoyo que los comunistas y un PSOE bolchevizado le brindaban.
Cuando las izquierdas se proclamaron vencedoras en las elecciones del 16 de febrero, elecciones de las que jamás se publicaron los resultados oficiales, una aterrorizada derecha aceptó estos de forma acrítica aún a sabiendas de que podían ser falsos, porque cuestionarlos se hubiera entendido como una provocación que habría dado lugar a más violencias; y eso era a lo que más le temía la derecha: a la violencia.
Los nuevos gobernantes del Frente Popular eran los golpistas de 1917, los de 1930, los de 1934; eran los incendiarios de iglesias, los que aspiraban a borrar toda huella de catolicismo de la sociedad española; eran quienes se habían sublevado contra la república porque la derecha había ganado las elecciones; eran quienes jamás habían respetado la legalidad, ni siquiera la suya propia.
Con el paso de los meses, y en medio de un ambiente cada vez más abiertamente revolucionario, Calvo Sotelo se fue consolidando como el líder de facto de la oposición. Sus intervenciones parlamentarias no pasaban desapercibidas; en las últimas semanas de la primavera, conforme los crímenes y los desórdenes se adueñaban de España, habían subido de tono, denunciando sin rebozo la situación que padecía el país.Sus críticas habían sido tan molestas para el poder que una diputada comunista, Dolores Ibárruri, le había amenazado de muerte en sede parlamentaria (de lo que fueron testigos Josep Tarradellas y Salvador de Madariaga). Tales amenazas venían a sumarse a las que el propio presidente de gobierno, Santiago Casares Quiroga, había proferido contra el parlamentario de la derecha.
Hacía ya largos meses que nutridas masas proletarias, disciplinadas y militarizadas, desfilaban al monstruoso grito de “Patria no, Rusia sí” e incluso del “Viva Rusia y Muera España”. Por las calles de las grandes ciudades, la izquierda expandía el rumor de que los frailes y monjas repartían caramelos envenenados a los hijos de los obreros, emponzoñando a las masas para dirigir su furia contra la religión.
Falangistas e izquierdistas sustanciaban sus diferencias a tiros, y en esa lógica cayeron de un lado y de otro con profusión en 1936. La arbitrariamente ilegalizada Falange sufrió el asesinato de algunos de los suyos a manos de marxistas protegidos por la Policía.
Uno de los más caracterizados policías socialistas era el teniente Castillo, que había participado en el asesinato de militantes falangistas y puede que carlistas también. Como represalia, Castillo fue asesinado el día 12 de julio, siempre dentro de esa espiral de violencia callejera.
La reacción de la izquierda ante ese asesinato fue brutal, al vengarse en la persona del jefe de la oposición mediante un atentado no solo perpetrado por una milicia política, sino por la propia Policía, por una institución del Estado; los disparos que acabaron con su vida la noche del 13 de julio de 1936, anunciaban la guerra civil.
El furgón policial en el que fue introducido había salido del cuartel de Pontejos, y su dotación estaba compuesta por hombres de confianza del líder socialista Indalecio Prieto. En plena calle Velázquez lo asesinaron con dos tiros en la nuca, y arrojaron su cadáver en el cementerio del Este, con pocos miramientos, en un adelanto de las terribles sacas del verano madrileño del 36.
La gravedad del crimen fue tal que no ha faltado quien ha intentado disminuir su importancia, alegando que su asesinato era una represalia por la del teniente Castillo, como si ambas cosas pudiera ser equivalentes, pero lo cierto es que las reacciones de los propios socialistas en aquel momento no dejan lugar a la duda.
Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, exclamó al conocer la noticia que “ese atentado es la guerra”, y el propio Prieto aconsejó al asesino que no se suicidara porque próximamente tendría ocasión de entregar la vida “en la lucha que comenzará pronto, dentro de días o dentro de horas”.
Más allá del lugar común de que todas las vidas tiene igual valor, el asesinato de Calvo Sotelo fue la ratificación de que, tras el triunfo del Frente Popular, para media España era más peligroso no sublevarse que hacerlo, como insiste una y otra vez Stanley G. Payne. Esa media España que no se resignaba a morir, en memorable frase de Gil Robles.
En las ciudades comenzó un éxodo de muchas personas de clase media, que huían aterrorizadas -no pocas veces al extranjero-, mientras los más timoratos perdían sus últimas reservas y se aprestaban a enfrentar lo que parecía inevitable.
Para entonces hacía meses que existía una trama cívico-militar en la que estaban implicados algunos altos mandos militares y significados políticos contrarios al régimen republicano. En esa trama confluían formaciones políticas cuyos objetivos eran dispares, pero el propósito originario de los militares –que es lo que contaba- no era otro sino el de rectificar el rumbo de la república.
Antes del crimen de Calvo Sotelo, muchos dudaban. Entre ellos, el general Francisco Franco. Su postura había sido poco clara, en parte, al menos, porque era poco amigo de soluciones radicales e insistía siempre en el respeto a la ley.
Así, el 12 de julio, el día anterior al asesinato de Calvo Sotelo, Franco había enviado un telegrama al coordinador de la conspiración, Emilio Mola, en el que le anunciaba su propósito de quedarse al margen del alzamiento; dos días más tarde, el asesinato de Calvo Sotelo le había determinado a unirse a la rebelión.
Aquel crimen perpetrado por matones socialistas y policías había precipitado el golpe que desembocaría en una guerra civil de tres años. Una guerra que la izquierda había hecho todo lo posible por provocar, que finalmente tendría, y que perdería.