Carlismo y vasquismo, por Francisco Javier de Lizarza

 

Francisco Javier de Lizarza

Razón Española nº 6

Pág.213-216

 

La historia del carlismo es tan poco conocida como objeto de las más paradójicas apreciaciones. Con muy escaso fundamento histórico todavía se repite que el carlismo es un fenómeno estrictamente regional. Hasta se olvida que el primer sublevado por Carlos V, como legítimo heredero de su hermano Fernando VII, fue el Administrador de Correos de Talavera de la Reina, don Manuel María González. Fue ejecutado, el 3 de octubre de 1833. Era el primer fusilado de la Causa. 

Inmediatamente se sublevan Bilbao y Vitoria, ciudades que nunca estuvieron dominadas por los carlistas. Y si bien Guipúzcoa no se levanta todavía, Castilla la Vieja lo hace llegando a congregar veinte mil hombres. Sin embargo, el “establishment” de Navarra reconoce a Isabel II, lo que también puede considerarse como un hecho paradójico. Hoy los historiadores tienden a admitir el nítido testimonio de Balmes, que vio cómo el apoyo al carlismo en la primera guerra se hallaba generalizado en toda la nación, resaltando la facilidad con que sus partidas y seguidores se movían en toda su superficie. Todavía en la guerra de Carlos VII, la tercera, hay más batallones carlistas en Cataluña y en Valencia que en Navarra y Vascongadas.

Los orígenes inmediatos del carlismo desbordan la cuestión dinástica —aunque en su momento ésta sirviera de catalizador— y entroncan de manera inequívoca con el problema de nuestra identidad nacional, últimamente tan desvirtuado. Enlazan, por ello, bien con las consecuencias de la guerra de la Independencia, o bien, por lo que hace a la Corona de Aragón, hasta con la guerra de Sucesión. En la guerra contra Napoleón, el pueblo español, sus jefes militares, naturales o los profesionales, defienden unas ideas, un sentido de la religión, de la monarquía, que luego seria recogido y mantenido por el carlismo. En el Manifiesto realista que se conoce como de “los persas” de 1814, se defiende una monarquía templada y limitada, que sería la carlista, a pesar de haber sido siempre calificada por la propaganda oficial de absolutista. Y la quena realista de 1820-23 es, sin duda, el anticipo de lo que sería la primera carlista, diez años más tarde. Las ideas de sus voluntarios, los fines de la contienda, muchas veces los mismos caudillos.

Tampoco fue el carlismo un movimiento de campesinos contra sus se-ñores, de pobres contra ricos, o un exponente de la lucha del agro contra la ciudad, versión estereotipada que alguno pretende dar ahora. Es popular y populista, y tan profundamente lo es que comprende todas las clases sociales. Nobles como el Duque de Elio (héroe de las tres guerras), o el marqués de Valdespina en Guipúzcoa; militares retirados como Zumalacárregui, que deja Pamplona y se “echa a la facción”, precisamente al ser fusilado su compañero Ladrón de Cegama. Entre los trescientos jóvenes pamploneses, que unos días más tarde, saltan las murallas de la capital navarra, hay estudiantes y artesanos, aunque no había campesinos, por no existir en Pamplona. Y si bien es verdad que no militaron en las huestes carlistas ni el alto clero, ni los grandes terratenientes, ni la alta nobleza titulada, sí lo hicieron los propietarios medianos, la nobleza media, los hidalgos, el clero regular, los religiosos, labradores y artesanos. El carlismo ha de enmarcarse como un fenómeno social complejo.

Además en el pasado siglo fueron tres las guerras carlistas, y no dos, como se suele afirmar ahora. La primera, la de los siete años, dura desde 1833 a 1840, y de hecho se extiende sobre un 10 por 100 del territorio peninsular, especialmente, aunque no exclusivamente, sobre las Provincias Vascongadas, Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia. La segunda, de 1846 a 1849, se dio únicamente en Cataluña, pues Elio no pudo cruzar la frontera navarro-francesa y prender el fuego de la lucha en su tierra. Alzaga, que lo hizo en Guipúzcoa, fue fusilado. La tercera, la guerra de Carlos VII, duró cuatro años, 1872 a 1876, y tuvo en general el mismo escenario de la guerra de su abuelo, la primera.

La España liberal fue ayudada con dinero, armas y hombres por Inglaterra, Francia y Portugal, que hasta enviaron sus “legiones”, algo así como unas brigadas internacionales de la época. La inglesa levantó el sitio de San Sebastián, muriendo entonces el general carlista sitiador, Sagastibelza, hijo de Leiza, la villa navarra, en la misma muga de Guipúzcoa. Luego, sería deshecha en Oriamendi, donde los carlistas ganaron como botín un himno militar, sencillo, tan festero, que es casi un ruidoso pasacalles. Hubo, sobre todo, un momento en que los carlistas pudieron haber terminado y ganado la carrera con la entrada en Madrid, cuando la Expedición Real con el Rey a la cabeza, que salido de Navarra, después de recorrer Aragón y Cataluña y el Maestrazgo, llega con el genial levantino General Cabrera al pueblo de Vallecas.

No fueron las carlistas guerras de las que se pueda afirmar que fueron vascas. Ni siquiera forales. Cuestión que ahora se enfoca hasta con carácter tendencioso, pretendiendo vincular el llamado problema del nacionalismo vasco con el carlismo. No fueron vascas porque la segunda ni siquiera se luchó en el País Vasco. No pudieron ser forales para los navarros, cuyo derecho público privativo admitía, entre otras particularidades significativas, la sucesión femenina a la Corona. Versión que tanto contribuyó a promocionar Monzón, y ahora se repite, basándose sin duda en los inventos del vasco suletino Chaho, que hasta atribuye a Zumalacárregui intenciones separatistas en favor de un Estado vasco, independiente. ¡Así se escribe la historia!

Zumalacárregui, el genial guipuzcoano, habla en sus primeras pro-clamas, desde noviembre de 1833 de los derechos del rey, de su legitimidad, de la religión. Ni cita siquiera a los fueros. La primera mención que se hace de éstos es de marzo de 1834, al quinto de comenzada la guerra, en una carta que el Rey dirige a su general. Cuando se le ordena ir a Bilbao, y no lanzarse al asalto de Castilla y de Madrid, se disgustó profundamente, lo que no encaja con lo que se le ha atribuido de querer construir un Estado vasco. La conquista de Bilbao lo hubiera hecho realidad. Fue allí, por obediencia, y allí murió, cuando había dejado escrito que su “mayor honor” sería entrar en Cádiz al frente :ele sus Guías de Navarra.

La interpretación del carlismo decimonono como un antecedente del posterior separatismo vascongado carece de fundamento histórico. El carlismo fue un movimiento de carácter nacional y españolísimo movido por la idea tradicional de una sola España. Y esto lo confirmó indubitablemente el carlismo de este siglo, el de Mella y el de los voluntarios de Navarra y de otras regiones que en 1936 lucharon contra los separatismos por una España integral y solidaria. 


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