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Eduardo Palomar Baró
La carta del Holocausto, 65 años después
Ante los asesinatos de sacerdotes repetidos a millares por toda la geografía española, ¿qué otra opción les quedaba a los obispos?
Hace sesenta y cinco años, en julio de 1937, el orbe católico se conmovía ante la revelación de un hecho difícilmente comprensible en pleno siglo XX: los prelados españoles denunciaban ante sus hermanos del Episcopado, por medio de una dramática Carta Pastoral, que millares de sacerdotes estaban siendo víctimas de un verdadero holocausto, al tiempo que millones de fieles se veían en la necesidad de volver a las catacumbas para ejercer los ritos de su fe cristiana.
FORZADA POR LA SITUACIÓN
Visto ahora desde la perspectiva del tiempo, sería absurdo negar que con la difusión del documento la Iglesia española se decantaba claramente del lado de uno de los dos bandos que en esos momentos se enfrentaban en una sangrienta guerra civil, el nacional. Pero no lo sería menos ignorar que al tomar tal actitud no lo hacía en función de unos condicionamientos ideológicos o confesionales, sino forzada por una situación que la había convertido en parte esencial del conflicto. «Bastaba la circunstancia de ser sacerdote para merecer la pena de muerte» (Madariaga:«España»). O como escribe Hugh Thomas, «posiblemente en ninguna época de la historia de Europa y posiblemente del mundo, se ha manifestado un odio tal contra la religión y todo cuanto con ella se encuentra relacionado» («La guerra civil española»).
Pese a estas circunstancias terribles y por extraño que hoy nos pueda parecer, tendría que pasar un año largo para que por primera vez se hiciera oír la voz de la Iglesia victimada, manifestada de forma colectiva. Y cerca de dos, en 1938, para que la Santa Sede se hiciese eco, en forma más bien ambigua, de la increíble situación. Los pasos de la Iglesia son pausados. El primer informe, sin embargo, que el Vaticano tiene de un modo oficial, de cuanto está ocurriendo, es el remitido en agosto de 1936 por el cardenal Gomá, a quien el inicio de la guerra había sorprendido descansando en Pamplona. En el mes de octubre siguiente, el prelado visitará a Franco en Burgos en una entrevista que coincidirá con la publicación en el Boletín Oficial de la diócesis salmantina de una pastoral del obispo Plá y Deniel, en la que por primera vez se utiliza para definir el conflicto el concepto de «Cruzada».
PÍO XI, INFORMADO
Ambos hechos deciden a Gomá a tomar contacto con todos los obispos de la zona nacional y a viajar a Roma para informar personalmente a Su Santidad Pío XI, lo que llevaría a efecto en el mes de noviembre. Contra lo que él suponía, no le va a ser fácil su tarea. En su tesis sobre la guerra civil y la Iglesia, leída en el simposio celebrado en El Escorial en 2001, el historiador don Luis Suárez revela que la primera conversación de Gomá con el secretario de Estado, monseñor Pacelli, que luego sería Pío XII, “fue muy dura y muy difícil”. Las razones para que el Vaticano adoptara la máxima prudencia ante el conflicto eran dobles:
Al desarrollo todavía incierto del conflicto se añadían las peculiares relaciones mantenidas con el gobierno nacionalista vasco, las mismas que curiosamente todavía siguen teniendo vigencia hoy en día. En cualquier caso, se tardaría todavía algún tiempo en retirar el nuncio de Madrid.
Consecuencia de todo ello habría de ser la demora de todo tipo de pronunciamiento definitivo, que solamente se haría efectivo cuando la suerte del País Vasco estaba ya echada, con la designación de monseñor Antoniutti como enviado especial cerca de la Junta de Burgos. Y también, dato significativo, cuando el Generalísimo hubiese garantizado su intención de suprimir todas las leyes establecidas por el anticlericalismo republicano, cosa que efectivamente cumpliría al constituirse en enero de 1938 el primer Gobierno nacional.
PANORAMA DESOLADOR
El panorama de la Iglesia era en aquellos momentos desolador, tanto en el orden jerárquico como en el humano. Salvo el cardenal de Tarragona, Vidal y Barraquer, que debía su vida a la intervención del presidente Companys de la Generalidad y el obispo de Menorca, que agonizaba en su residencia, todos los obispos de la zona controlada teóricamente por el Gobierno de Madrid habían sido asesinados. Las escalofriantes cifras son sobradamente conocidas, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos, 263 monjas y millares de personas vinculadas a asociaciones confesionales o meramente católicas practicantes fueron víctimas del holocausto.
REDACCIÓN DEL DOCUMENTO
El documento es redactado por Gomá, y sus últimos toques corresponden al obispo de Madrid-Alcalá, monseñor Eijo Garay. A pesar de su esencial carácter histórico, su texto posee un equívoco tono pastoral, tal como explicaría Gomá a Pacelli al darle cuenta de su redacción: «Al enjuiciar los hechos de la guerra se tendrán muy presentes el espíritu de la Iglesia y las doctrinas y orientaciones de la Santa Sede. Será además un acto de verdadero patriotismo, en coordinación con la defensa de los intereses de la Iglesia en nuestra España, que deberá redundar en bien de ambas».
La Carta está fechada el 1 de julio de 1936, aunque su distribución se hace a partir del día 12, y la suscriben 45 obispos residenciales y cinco vicarios capitulares. Dato curioso es que el envío se hace desde Francia, para que esto no fuese interceptado. En síntesis, se dice en ella que no ha sido concebida como la demostración de una tesis, sino que se trata de la simple exposición, a grandes líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y le dan su fisonomía histórica. No la firmaron, por diversas razones, cinco obispos, pero las ausencias más relevantes serían las del cardenal de Tarragona, Vidal y Barraquer, exiliado en Roma, que le atribuía un contenido político, y el obispo de Vitoria, monseñor Mújica, porque hacía responsables a las autoridades nacionales del fusilamiento de 14 sacerdotes nacionalistas vascos.
ACTITUD DEL VATICANO
El impacto del documento en los medios católicos de todo el mundo es inmediato, lo que no es óbice para que el Vaticano, que había sido su inspirador, mantuviese un discreto silencio, sólo roto un año después, en marzo de 1938, en forma que pudiéramos calificar como de tiro por elevación, al hacer referencia no al texto en si mismo, sino al que como complemento preparaban los obispos con las respuestas de sus hermanos en el Episcopado. Un encaje de bolillos realmente perfecto.
TESTIMONIOS ESPELUZNANTES DE LOS ASESINATOS
Cuando ha pasado tanta agua entre los cauces de la historia eclesial, con no escasos e inquietantes desbordamientos, la Carta Pastoral de los prelados españoles sigue teniendo un valor testimonial irrefutable. Cualquier juicio moral sobre ella que hoy pudiera hacerse deberá partir inexcusablemente del contexto histórico en el que fue redactada. En el archivo del Arzobispado de Madrid se conservan testimonios espeluznantes y documentados en los que se describen aspectos del holocausto que a las nuevas generaciones parecerán difícilmente imaginables. Tal es el caso de los dominicos del convento de Atocha, que fueron arrastrados por las calles y su superior muerto a hachazos; o como el cura de la parroquia de Chamberí, que fue descuartizado; o como el de la de Covadonga, crucificado y muerto a estocadas (Alfonso Bullón de Mendoza: «Revisión de la guerra civil»). Ante casos corno éstos, repetidos a millares por toda la geografía española, ¿qué otra opción le quedaba a los obispos?
Nadie, por otra parte, podría negarles el espíritu de concordia y perdón, explícitamente expresado en las conmovedoras palabras finales de la histórica Carta Pastoral. «Dios sabe que amamos en las entrañas de Cristo y perdonamos de todo corazón a cuantos sin saber lo que hacían han inferido gravísimo daño a la Iglesia y la Patria. Son hijos nuestros, sobre los que invocamos, en favor de ellos, los méritos de nuestros mártires». Las masivas beatificaciones de tantos de éstos a las que en los últimos años estamos asistiendo sirven sin duda para evidenciar, sesenta y cinco anos después, que la voz elevada entonces por los prelados estaba justificada.
En el primero de julio de 2002 se ha cumplido el 65º aniversario de la publicación de esta importante y trascendental carta del Episcopado español a los obispos del mundo entero, considerada como el documento más polémico y significativo del magisterio episcopal relativo a la contienda fratricida y a la terrible persecución religiosa que se desencadenó con toda virulencia en la zona roja (hoy llamada republicana) a partir del 18 de julio de 1936.
El 12 de diciembre de 1936, el cardenal Isidro Gomá y Tomás fue recibido por S. S. el Papa Pío Xl. Apenas regresado a España, el cardenal pidió a Franco una entrevista, que se celebró el día 29 de aquel mismo mes. Franco afirmó que respetaría todas las libertades de la Iglesia y que nunca se tomarían decisiones que de algún modo la afectasen sin consulta y negociación con sus autoridades. También prometió que todas las leyes contrarias a la Iglesia serían modificadas y solicitó de la orientación de la Santa Sede una ayuda en todos los problemas políticos que, de alguna forma, se relacionasen con lo espiritual. En marzo de 1937, Pío XI dejaba al cardenal Gomá libertad para proceder a la redacción de una carta colectiva, según su criterio. Y así, el 8 de junio de 1937, el cardenal Gomá anunció a Eugenio Pacelli (más tarde Papa Pío XII), haber llegado a la convicción de que era necesaria la carta pastoral colectiva. Él mismo redactó el borrador que, después de comunicado al Vaticano, se envió a todos los obispos españoles. Debido a la extensión de este importantísimo documento — unas cuarenta y cinco páginas— solo se transcriben los párrafos más sobresalientes e indispensables:
“Casi todos los obispos que suscribimos esta carta hemos procurado dar a su tiempo la nota justa del sentido de la guerra”.
“Con nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón generoso para nuestros perseguidores y nuestros sentimientos de caridad para todos. Y decimos sobre los campos de batalla a nuestros hijos de uno y otro bando las palabras del Apóstol: El Señor sabe cuánto os amamos a todos en las entrañas de Jesucristo”.
“Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española, afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva ni un cúmulo semejante producido en pocas semanas de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana”.
“La revolución fue crudelísima: Las formas de asesinato revistieron caracteres de barbarie horrenda.”
“La revolución fue inhumana: No se ha respetado el pudor de la mujer, ni aun la consagrada a Dios por sus votos. Se han profanado las tumbas y los cementerios”.
“La revolución fue bárbara, en cuanto destruyó la obra de civilización de siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas de ellas de fama universal. Saqueó o incendió los archivos, imposibilitando la rebusca histórica y la prueba instrumental de los hechos de orden jurídico y social”.
“La revolución fue esencialmente antiespañola: La obra destructora se realizó a los gritos de “¡Viva Rusia!”: a la sombra de la bandera internacional comunista. Las inscripciones murales, la apología de personajes forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos, el expolio de la nación a favor de extranjeros, el himno internacional comunista, son prueba sobrada del odio al espíritu nacional y al sentido de la patria”.
“Pero sobre todo la revolución fue anticristiana: No creemos que en la historia del cristianismo, y en el espacio de unas semanas, se haya dado explosión semejante, en todas las formas de pensamiento, de voluntad y de pasión, del odio contra Jesucristo y su religión sagrada. Tal ha sido el sacrílego estrago que ha sufrido la Iglesia en España, que el delegado de los rojos españoles enviado al Congreso de los Sin-Dios, en Moscú, pudo decir: «España ha superado en mucho la obra de los soviest, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada»”.
“Contamos los mártires por millares. Su testimonio es una esperanza para nuestra pobre patria, pero casi no hallaríamos en el martirologio romano una forma de martirio no usada por el comunismo, sin exceptuar la crucifixión, y en cambio hay formas nuevas de tormento que han consentido las sustancias y las máquinas modernas. El odio a Jesucristo y a la Virgen ha llegado al paroxismo en los centenares de crucifijos acuchillados, en las imágenes de la Virgen bestialmente profanadas, en la reiterada profanación de las sagradas formas: podemos adivinar el amo del infierno encarnado en nuestros infelices comunistas.”
Este importantísimo documento, ya desde su inicio, iba dirigido también a los “hermanos de todo el mundo”, alabando o denostando a la prensa extranjera, según las opiniones vertidas a favor o en contra del sentido de la guerra civil española:
“Cerramos, venerables hermanos, esta ya larga carta rogándoos nos ayudéis a lamentar la gran catástrofe nacional de España, en que se han perdido, con la justicia y la paz, fundamento del bien común y de aquella vida virtuosa de la ciudad que nos habla el Angélico, tantos valores de civilización y de vida cristiana “. “El olvido de la verdad y de la virtud en el orden político, económico y social nos ha acarreado esta desgracia colectiva. A vuestra piedad añadid la caridad de vuestras oraciones y las de vuestros fieles para que aprendamos la lección del castigo con que Dios nos ha probado, para que se reconstruya pronto nuestra Patria y pueda llenar sus destinos futuros, de los que son presagio los que ha cumplido en siglos anteriores; para que se contenga, con el esfuerzo y las oraciones de todos, esta inundación del comunismo que tiende a anular al Espíritu de Dios y al espíritu del hombre, únicos polos que han sostenido las civilizaciones que fueron”.
“Nosotros, obispos católicos, no podíamos inhibimos sin dejar abandonados los intereses de Nuestro Señor Jesucristo y sin incurrir en el tremendo apelativo de ‘canes muti’, con el que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia”.
Los obispos trataron de relatar hechos concretos, con el fin de evitar las tergiversaciones de la propaganda roja, que negaba sucesos tan evidentes como la matanza indiscriminada de sacerdotes y religiosos, así como de católicos, simplemente por motivos de fe. Estaban en juego la religión, la justicia, la autoridad y la libertad de los ciudadanos. La Carta colectiva fue una denuncia muy valiente, que despertó la conciencia católica mundial ante los horrores de la Guerra Civil española, cuya causa estaba en los cinco años de laicismo republicano, limitando la libertad religiosa, fomentando el desorden social, la descomposición de la verdadera democracia y la infiltración comunista.