Concha Espina y la guerra de España, por Salvador García de Pruneda

Salvador García de Pruneda

Razón Española

 

La guerra civil de España, de 1936 a 1939, que de tantas y encontradas maneras fue bautizada por sus contemporáneos, vino a ser entre otras cosas, como toda guerra, un potentísimo aldabonazo que, sacudiendo en su dolor, en sus penalidades y en su heroísmo, todas las capas de nuestra sociedad, llamó, con diferente intensidad, en el corazón de todos los españoles y marcó un hito en el devenir de nuestro pueblo. Y sea cual sea el juicio que sobre esta guerra se haga, puede afirmarse que en la cronología de sucesos capitales que los historiadores tendrán que elaborar como cañamazo para escribir la historia de España del siglo XX, el período de 1936 a 1939, caracterizado por la guerra misma, ocupará un puesto preeminente y será bisagra entre dos épocas, sin la cual el proceso histórico posterior no se entendería.

Siendo esto así, aquel doloroso acontecer había, forzosamente, de influir no sólo en la vida cotidiana de los escritores de aquel tiempo, que como seres de carne y hueso no podían ignorar la bélica sacudida ni sus secuelas, sino, además, en sus facultades creadoras. Pero ocurre que esta influencia de la guerra sobre la imaginación y la capacidad de fabulación de poetas y novelistas puede ser de signo positivo o negativo. La radical y extrema violencia de la guerra, su pugnacidad, tanto más si ésta es civil, puede anonadar a quien tiene por oficio no la acción, en cualquiera de sus formas, sino el relato de las acciones de los demás, cuyo caso es el del nove-lista. De ahí que mientras para unos escritores nuestra guerra fue acicate y fuente de inspiración, mediata o inmediata, para otros se tradujo en silencio, sorprendidos y enmudecidos ante un bélico y fraterno enfrentamiento cuya intensidad muy pocos sospechaban y cuya duración nadie pudo predecir.

Entre los escritores, en lengua castellana y españoles de nación —no hay que olvidar a los de otros idiomas y otras latitudes— para quienes la guerra civil de España fue espuela y no freno, destaca con caracteres muy singulares Concha Espina. Se trata, en primer lugar, de una mujer que, nacida en 1869 cuenta cuando la guerra estalla 67 años. Tiene en este momento tras de sí una copiosa y notable obra literaria, ha publicado sus novelas maestras, ha sido leída, traducida, reeditada, obtenido premios y conquistado la fama, que nunca buscó. Parece como si en esa hora agónica de 1936 su destino literario estuviese cumplido, alcanzado ya el cénit en la trayectoria de su creación novelística y firmemente asentado en la evolución de la novela contemporánea española, como término de referencia de su proceso literario, el estilo de su prosa narrativa. Y sin embargo, la guerra, de la que es no sólo espectadora sino víctima, viene a ser para la escritora fuente de inspiración inmediata, que la impulsa a escribir a compás de lo que ve y siente. Cobijada en su casa de Luzmela, en el valle de Cabuérniga, cuando el ejército republicano aún domina Santander, Concha Espina, según su propio testimonio, escribe en la incertidumbre de su propio destino y el de sus manuscritos, iniciando así su etapa de novelista de guerra. Y, una vez recobrada la libertad, publica sin cesar, mucho antes de que la paz se haga. Retaguardia aparece en San Sebastián en 1937, Las alas invencibles en Burgos en 1938, Esclavitud. y libertad en Valladolid en 1938, Luna roja también en Valladolid en 1939… La sola consideración de las fechas en que estos libros de su ciclo novelesco de guerra van apareciendo, en una apretada sucesión, nos da un segundo rasgo de la singularidad antes apuntada. La bibliografía sobre la guerra de España en tanto en cuanto tema literario es muy extensa y aunque existen publicadas algunas que pretenden recoger todo lo aparecido, es tarea imposible establecer una cronología exhaustiva y rigurosa de las novelas en cuestión. No creo, sin embargo, que haya habido novelista que como Concha Espina haya publicado con tal prontitud, humeantes aún las ruinas que describe, viva y punzante todavía la angustia de la viudez reciente y trágico el dolor de la inesperada orfandad de los personajes reales en que la escritora debió inspirarse para crear los suyos de ficción literaria. Por las fechas de aparición de sus obras podría pensarse, a primera vista, que solo se trata de crónicas o diarios y, sin embargo, son novelas casi todos sus libros del ciclo de guerra.

Esta inmediata reacción literaria a unos acontecimientos presenciados la víspera es nota singularísima sobre la que conviene detenerse. Por lo común, el novelista va lentamente madurando en su memoria los lances vividos y presenciados hasta que, convertidos en su imaginación en materia literaria, en un largo y complejo proceso, se inclina sobre la blanca y virgen cuartilla y empieza a escribir. No es este el caso de señalar ejemplos, ni tampoco es esta ocasión de tratar de cuantificar en unidades de tiempo la perspectiva mínima en que el escritor ha de situarse en relación con los hechos a partir de los cuales va a novelar. Pero, sin abordar tal cuestión, puede afirmarse que el ángulo de visión en que Concha Espina se coloca en sus novelas de guerra es cosa insólita que aconseja el esfuerzo de intentar dar con la clave de tal postura. La guerra civil de España, aunque nadie pudiese adivinar su intensidad, no surgió de la nada como por arte de birlibirloque, y no fue, ciertamente, un capricho de los españoles de aquel tiempo. Se fue fraguando, bien es verdad que a un ritmo muy acelerado, desde los años medios de la breve vida de la República y los términos de su planteamiento en la formación de los dos bandos, que al cristalizarse darían origen a la guerra, eran ya como presentidos por los espíritus sagaces que, inquietos por la cosa pública, con sostenida atención oteaban el horizonte de aquellos años.

Concha Espina fue uno de ellos.

De linaje asturiano por la rama paterna, sintió en los entresijos de su alma la tragedia del intento revolucionario de 1934, que precisamente en Asturias vino a resultar en una especie de ensayo general de la guerra civil, que en puertas estaba. De la angustia que la rebelión de Asturias hizo presa en ella son testimonio algunos relatos de Luna roja que tienen como tema el Oviedo incendiado de aquella sazón. Diríase que la escritora estaba ya aleccionada cuando la guerra da comienzo y ha tomado ya posición. Esta temprana toma de posición explicaría la rapidez de su reacción literaria ante la guerra y la pronta y casi simultánea forja de las novelas que sobre ella versan. La lectura de una sola página de cualquiera de estos libros nos muestra que esta postura es, ante todo, beligerante. Concha Espina ha tomado partido y, consciente de la responsabilidad del escritor, se siente en la obligación moral de no diferir un instante la proclamación de cuál sea éste. Las razones de su parcialidad, manifestadas con la urgencia que hemos visto, fluyen como en cascada en sus novelas. Pero, sobre todo, tienen como origen una profunda fe que nada pueda conmover. Y es la seguridad en la consecución de estos ideales, por la guerra amenazados, lo que, quizá, más asombre en la lectura actual de sus novelas. Concha Espina concibe la sociedad, de la que no sólo es parte sino, también, pregonera, cuyos cimientos el bando revolucionario socava, como el resultado de una tradición. De raíz cristiana, cuya moral informa la conducta de sus miembros, se alza sobre este basamento esta tradición, que tiene una vertiente histórica y social y una vertiente estética. Estas dos vertientes aparecen como los aspectos de una sola realidad.

Las virtudes de sus personajes se destacan sobre un medio físico, un paisaje urbano o rural, de costa o de montaña, que es del nacimiento y crianza de Concha Espina misma. Personajes y paisajes están tan íntimamente fundidos que forman como un mundo. Y es este mundo, de marinero y puerto, de labrador y valle, de bordadora y calle que en el mar desemboca, un todo concluso, transido de virtudes y penetrado de belleza. Haz y envés de una misma realidad que está a punto de periclitar ante los embates de una revolución y cuya defensa acentúa las virtudes de las criaturas forjadas por la escritora, que se hacen heroicas, y opera una metamorfosis del paisaje, que de lírico se convierte en épico.

La profunda creencia en sus postulados y la urgente comezón en proclamarlos son las dos notas fundamentales en la gestación de los libros de este ciclo. Si ambas comportan calidades también entrañan peligros. Es el primero que la novelista, partiendo de sus convicciones, supone al lector partícipe de ellas y, no concibiendo, en la total sinceridad de sus planteamientos, la necesidad de persuadir a nadie de sus razones, que juzga evidentes por si mismas, parece escribir para convencidos. De ahí que las situaciones sean planteadas con esquematismo, tan sencillas que, a veces, adolecen de cierto simplismo. Las posturas de los personajes, sus acciones y reacciones, surgen con tal naturalidad en la mente de la escritora que no se cuida en explicarlas suficientemente al lector no avisado y menos al de nuestros días. La urgencia en escribir es la segunda de las notas y constituye, como más arriba se ha dicho, un rasgo original dentro del género. Bien madurada por Concha Espina su posición, no hay improvisación en el planteamiento general del tema. Sin embargo, en el desarrollo de algunas de estas novelas de guerra se advierte, con alguna frecuencia, una cierta premura. Nace esta prisa de su sentido de la responsabilidad como escritora, de su impaciencia en proclamar de manera literaria cuál es la actitud que adopta en el enfrentamiento bélico que apenas acaba de iniciarse y las razones que la abonan. Pero, tratándose de una literatura polémica por excelencia, la urgencia en la composición de su prosa narrativa, fácilmente perceptible en varios rasgos, entre ellos el de situaciones límite en exceso sencillas, tiene como resultado una aparente aproximación a la literatura de circunstancia, bastardo género que en toda guerra florece. No hay en las obras de Concha Espina el menor asomo de este género, pero el excesivo fervor de muchas de sus páginas puede llevar a lecturas erróneas.

Este entusiasta fervor de la escritora en los destinos de la patria amenazada pudiera bien ser una de las razones que la llevan al peculiar tratamiento de sus personajes. La introspección psicológica es notable en muchos de ellos, en particular en los femeninos, pero son todos de una pieza, sin contradicciones en su comportamiento en unas circunstancias difíciles, penosas y arriesgadas, que podrían explicar fisuras en la conducta. Mas que de tipos parece, por lo general, tratarse de arquetipos, inasequibles al menor quiebro en el ejercicio de las virtudes que los adornan y los definen. La bondad, la generosidad y la abnegación resplandecen en sus conductas en todo momento y estos arquetipos están diseñados de tal forma que sus reacciones ante la adversidad nos parecen tan naturales que serían en ellos inexplicables humanas flaquezas que justificasen o al menos explicasen desvíos en sus comportamientos. Concha Espina parece como si se describiese a sí misma en la galería de los personajes femeninos. Y como se coloca en esta peculiar perspectiva, mientras ahonda en el tratamiento psicológico de sus heroínas, que sufren de la guerra y de la revolución, y se ocupa con cierto detenimiento de los personajes masculinos que hacen de contrapunto, no para mientes en las criaturas del bando contrario, que sólo aparecen, como difuminadas, por necesidad de la acción. Hay en la escritora como un talante optimista que la empuja a eludir, en la medida que le es dable, todo lo que es negativo, que solo tiene entrada para desencadenar la conducta esperanzadora de sus personajes clave, espejo de virtudes todos ellos.

Concha Espina nunca escribió de memoria ni por referencia de terceros. Recuérdese que estuvo en Huelva y en Rio Tinto para escribir El metal de los muertos y en Astorga y Maragatería para componer La esfinge maragata. Por ello, sus novelas de guerra tienen como teatro de la acción la retaguardia —la republicana, que para ella, ocioso es decirlo, era la enemiga— donde vivió, y padeció, y no el frente, donde, entre otras cosas por razón de edad y de sexo, no estuvo. Retaguardia es precisamente el título de la novela mas importante de este ciclo. De los dos escenarios en que la literatura de guerra puede desarrollar la acción novelística, quizá el de la retaguardia y no el de primera línea sea el más propicio. Los azares y las urgencias del frente, con la muerte a la vuelta de la esquina, impiden a los personajes meditar sobre lo que hacen y el limitado ángulo de visión, y de campo de tiro, del parapeto, no le hacen fácil al combatiente contemplar en su conjunto la batalla en que está metido y menos aún la guerra en su totalidad de que la batalla es parte. Por el contrario, la retaguardia, en su más amplia acepción estratégica y no táctica, ofrece al novelista un punto de vista desde el que puede abarcar la totalidad de la contienda en todos sus aspectos. En esta retaguardia Concha Espina se coloca, planta sus personajes y desarrolla la acción, y como la novelista no escribe más que de lo que sabe, los diferentes escenarios serán caminos y calles por ella repetidamente transitados. El Santander natal, la Asturias vecina, los vericuetos de la Montaña en Luzmela, donde está su casa, la calle de Goya en Madrid, en que vive, serán, entre otros, los teatros de la acción novelesca.

Estas acciones son escuetas y la fabulación no es más que un pretexto. No hay en ellas ni aventura ni menos aún folletín y todo se centra en las reacciones de los personajes ante unas situaciones normales, dentro naturalmente de la anormalidad de la guerra y de la persecución en la retaguardia. Concha Espina, al novelar esta retaguardia, no hace sino continuar las líneas maestras de su quehacer novelístico anterior y dentro de su producción total sus novelas de guerra, que no son muchas y casi todas ellas cortas, no constituyen capítulo aparte desde un punto de vista estrictamente literario. Ello es natural si tenemos en cuenta que su obra sobre el bélico enfrentamiento está escrita en el otoño de su vida y es casi como colofón de su creación artística.

Postrer representante del realismo —en carta a Cejador, citada por Joaquín de Entrambasaguas en Las mejores novelas contemporáneas (vol. IV, Barcelona, 1959) se tiene por escritora realista— pero influida por el modernismo, el estilo de su literatura bélica es totalmente “espiniano”, herencia fiel y fiel continuación del forjado en sus anteriores novelas, singularmente en las capitales y decisivas. Si la guerra civil de España es acicate para su obra no es, por el contrario, inspiradora de una nueva forma estilística ni es hito ni tan siquiera punto de inflexión en su trayectoria estilística.

Hay, sin embargo, algunos rasgos en las novelas de guerra que las diferencian de las anteriores y que conviene destacar. El primero de ellos es la espontaneidad en la composición, que se refleja en cierta medida en el estilo, aún dentro de su fidelidad a la corrección clásica. Fruto de esta espontaneidad, y de la premura de la escritura antes apuntada, es el uso menos frecuente que en su anterior producción de arcaísmos, de neologismos y de localismos. Concha Espina sigue otorgando un valor preeminente a la palabra como factor fundamental de la expresión literaria y salpicará su prosa de voces poco comunes, cuidadosamente buscadas algunas en léxicos técnicos y en el habla popular, en las novelas de este ciclo, pero lo hace con menor intensidad que en las obras anteriores. Pero el rasgo más original de este ciclo quizá sea el de una ausencia de un plan cuidadosamente meditado. El tema general de estas novelas es la guerra, tal como se siente y se vive en la retaguardia, su incidencia en los destinos de sus personajes, víctimas de una persecución injusta. Sobre un entramado sencillo, en el que no hay azar sino la sucesión lógica de unos hechos, la vida de sus personajes discurre con total naturalidad, siempre en el marco de sus virtudes. Entreveradas con las descripciones y los diálogos, aparecen las tomas de posición ideológicas, hábilmente dosificadas. Fluyen éstas espontáneas y naturales, con un cierto valor suasorio, pero no se oponen, en una huera retórica, a las posturas contrarias, que sólo aparecen como esbozadas, tan evidentes en su falsedad, que no es necesario insistir en cuál sean, identificarlas en suma, pues son de sobra conocidas. Y como, por otra parte, los personajes del bando contrario no aparecen casi en la acción y están solo bosquejados, resulta que estas novelas, cuyo tema es una guerra civil y cuyos personajes con alguna entidad pertenecen todos ellos a un solo bando, no pueden ser tachadas en realidad de maniqueísmo alguno.

Es sólo el Bien, encarnado en varios personajes, el que en la acción aparece, mientras que el Mal, que para la escritora es el comunismo soviético, sólo es aludido y los personajes que deberían encarnarlo no hacen acto de presencia; ni por lo general tienen nombre ni son descritos en sus rasgos y en sus acciones. Sólo en el campo de la estética puede advertirse un cierto maniqueísmo, porque Concha Espina identifica la Belleza, no sólo la moral sino la física, con sus personajes, siempre perseguidos, y con el entorno en que se mueven. Y si sus vidas, y la sociedad de que son parte, están a punto de periclitar, también lo está el mundo físico, el bello mundo físico, en que se desenvuelven y que les sirve de soporte. Los embates del enemigo no sólo amenazan las vidas, y el modo de vivir, de las criaturas que en las novelas desfilan, sino además a este medio físico, que es bello y que está en trance de desaparecer, para ser sustituido por otro que sería presidido por la fealdad.

Las novelas y relatos de guerra de Concha Espina tienen como pórtico un diario. Se trata del libro Esclavitud y libertad. Diario de una prisionera (Valladolid, 1938). De siempre se viene lamentando por críticos e historiadores que el género literario del diario, que en lenguas vecinas ha alcanzado tanta importancia como modo de expresión de muy nobles escritores, haya sido tan poco cultivado por nuestros poetas, novelistas y ensayistas. No es esta la ocasión de abordar tal cuestión pero, al leer las páginas de este diario de la escritora, hay que lamentar sus estrechos límites cronológicos, algo más de un año, y cabe preguntarse qué obra fundamental Concha Espina nos habría legado si hubiese mantenido un diario a lo largo de su vida como escritora o, al menos, durante un espacio de tiempo más largo y significativo que el muy breve de éste que nos ocupa. Campea en este diario una prosa sencilla y espontánea en la que, con gran economía de medios y notable concisión, alcanza una calidad literaria que constituye una faceta interesante y poco conocida de su obra. El estilo se amolda al género, con el frecuente uso del presente de indicativo en las formas verbales, las descripciones y caracterizaciones de gran sobriedad y el tratamiento simultáneo de temas de orden general, de todos comprensibles, y de cuestiones íntimas y familiares, dentro del asiento de un mismo día. Esta mezcla del horizonte doméstico con el mundo que transciende del ámbito familiar, sin que el conjunto estilístico se vea afectado, de modo que todo ello tenga un parejo valor literario, constituye la piedra de toque del género. Concha Espina supera la prueba con galanura y no cae en la banalidad que es la trampa de todo diario. Al parigual de su interés literario, el Diario tiene un valor testimonial de primordial importancia, sobre el que es ocioso insistir.

Esclavitud y libertad abarca desde el 17 de Julio de 1936, inicio de la guerra civil, hasta el 25 de Agosto de 1937, en que la villa de Luzmela, en Santander, cambia de manos, con cuyo cambio la escritora recobra la libertad perdida. Concha Espina se encontraba desde principios de Julio de 1936 en su casa de Luzmela y, sorprendiéndola allí el comienzo de las hostilidades, allí se quedó, confinada y vigilada, hasta que las tropas republicanas se retiran de la zona y entran en ella las que la escritora denomina, y otros muchos con ella, “nacionales”.

En primer lugar hay que destacar que se trata de un diario auténtico, escrito día a día y no rehecho más tarde. Tiene la sinceridad y la frescura de lo cotidiano, del acontecer de cada día, y de ahí le viene su calidad literaria, que surge limpia y natural como agua de manantial, y su valor como documento testimonial. En sus páginas lo primero que sorprende es la vocación literaria de Concha Espina. En muchos de sus asientos se queja de no haber escrito nada aquel día, que para ella es no haber hecho nada. En otros asientos nos revela estar componiendo dos obras, una que será Retaguardia y otra Luna roja, colección de novelas cortas en las que incluirá, al publicarlas, algunas sobre la revolución de Octubre de 1934, ya escritas y para las que, naturalmente, no había encontrado editor en la coyuntura política del Frente Popular.

En los asientos diarios hay de todo y todo bien ensamblado y aunque, a veces, lo trivial apunte, la sinceridad de la escritura salva el escollo. En primer término, está el paisaje. Concha Espina lo describe con puntualidad, con amor y con angustia. Lo ve en peligro de degradarse, de perecer, de la misma manera como ve desaparecer iglesias y ermitas, incendiadas, profanadas, saqueadas, dedicadas en el mejor de los casos a usos viles. Es una historia, una tradición, íntimamente fundidos con el paisaje sus testimonios en piedra, en trance de destrucción y aniquilamiento, lo que Concha Espina contempla y que en su diario nos cuenta. En breves párrafos, que algo tienen de elegía, la escritora nos hace partícipes de su angustia.

Desde la atalaya que es su casa de Luzmela, la escritora va anotando lo que en la vecindad ocurre. Es, sobre todo, la cruel secuela de la guerra civil en la retaguardia: muertes, desapariciones, encarcelamientos, dispersión familiar, incautaciones… Con meticulosidad de crónica, nos va dando nombres de personas, de caminos en cuyas cunetas aparecen cuerpos asesinados… Pero la escritora, la tenedora del diario podríamos decir, amplía el ámbito de su relato cotidiano y lo extiende a toda la región y, singularmente, a la capital, Santander. Y nos da puntual cuenta de las noticias que le llegan. Relata las destrucciones de la ciudad y cita, con su nombre de matrícula, el barco que sirve de cárcel flotante.

Paralelamente a esta como crónica local de los terribles sucesos de la retaguardia inmediata, Concha Espina anota cuidadosamente las noticias que allega del curso de la guerra y de los acontecimientos en ambas zonas enfrentadas. Su fuente primordial es la prensa local, a la que vienen a añadirse cartas, informes verbales, confidencias… Los fusilamientos de personalidades, entre ellos el de José Antonio Primo de Rivera, cuyas virtudes canta, los episodios cimeros de la guerra, como el del Alcázar de Toledo y el de la ruptura del sitio de Oviedo, que tan cerca está y tan cerca le llega, van desfilando en los asientos con el frescor de la primera noticia. Los comentarios, escuetos, son, en suma, la reacción de la escritora ante cada acontecimiento.

Entreverado con la noticia del suceso ajeno, el mundo íntimo se abre paso. Separada por la guerra de casi toda su familia, Concha Espina va anotando en su diario temores y esperanzas por los suyos, expresados en una escritura contenida, sin aspavientos refrenada, en la que apunta su profunda humanidad y su femenina ternura. El 6 de Marzo, día de San Víctor, señala con concisión, que es el santo de su padre, ya muerto, de uno de sus hijos, del que nada sabe, de uno de sus nietos, cuya suerte ignora. Reconquista es la novela más importante del ciclo. Su primera edición es de 1937, pero no tengo noticia de su editor. Hay una segunda edición, también de 1937, que figura como publicada por ‘librería Internacional” de San Sebastián, según R. de la Cierva en su Bibliografía General sobre la guerra de España (Madrid-Barcelona, 1968) y en Santander, sin mención de editor, según J. Simón Díaz en Manual de Bibliografía de la Literatura Española (3.a edición, Madrid, 1980). Hay, al menos, una tercera edición, que es la que manejo, publicada en Córdoba por la editorial “Nueva España”, que no tiene mención de año.

Retaguardia está recogida en las Obras completas de Concha Espina (Madrid, FAX, 1944) en cuyo índice figura entre las novelas largas. El subtítulo de esta novela es “Imágenes de vivos y de muertos” y en la portadilla de la edición de Córdoba figura otro que reza: “Novela de estricta realidad histórica en sus episodios más culminantes“. Ignoro si este subtítulo figura en las otras ediciones, que no he visto. Estos datos bibliográficos tienen un cierto interés, que trasciende del de la mera curiosidad erudita. En primer lugar, estas tres ediciones sucesivas —la de Córdoba aunque sin año por las trazas debe ser de 1938 ó 1939— son señal del éxito inmediato que la novela tuvo. Pero, sobre todo, el subtítulo de la portadilla de la edición de Córdoba nos esclarece el pro-pósito de Concha Espina de escribir una novela testimonial, en la que la fabulación pase a un segundo plano frente a los sucesos que narra, que reputa auténtica y realmente acaecidos. Y ya en el prólogo del libro, escrito por el hijo de la autora, Víctor de la Serna, se nos dice que “lo de menos en la novela es, pues, su argumento fabuloso“.

La acción se sitúa en Santander, en la primavera de 1937. La ciudad se llama en la novela Torremar, pero la identificación es clara. El cabo cercano a la ciudad se llama Cabo Grande, clara alusión al Cabo Mayor, y, más claro aún, aparece un Puerto Chico que la novelista no se ha esforzado en rebautizar. Los personajes pertenecen, salvo un marinero, a la alta burguesía santanderina, y los más estudiados e importantes son dos muchachas, con rasgos psicológicos tan afines que, a veces, se piensa ser solo uno. El argumento es sencillo, una historia de amor doble —son dos las enamoradas— que, normalmente desembocaría en matrimonio, pero que no llega a su fin por el azar de la guerra. Uno de los galanes desaparece, verosímilmente muerto en la persecución de la retaguardia, y el otro consigue evadirse para engrosar las filas del bando contrario, con cuyas ideas naturalmente comulga al igual que el desaparecido. Sobre esta leve trama argumental, Concha Espina monta su testimonio de lo que fue Santander en los primeros tiempos de la guerra civil bajo el dominio del bando republicano, la “retaguardia” que da nombre a la novela. Hay muertes, encarcelamientos, hambre… La ciudad está descrita con amor nostálgico cuando la novelista nos cuenta como el alcalde manda derribar manzanas de casas para abrir nuevas avenidas, otro dato que nos sirve para identificar Torremar con Santander.

El estilo sigue la línea de sus anteriores novelas y la escritora hace buen uso del léxico Vocal, santanderino y asturiano, así como del marinero, en cuyo empleo parece solazarse. Este estilo expresa la acción con eficacia a lo largo de la novela pero carece de fuerza, de vigor expresivo, en varios momentos claves. Así, el de la matanza de los prisioneros en el barco que sirve de cárcel, al que bautiza con el nombre un tanto ingenuo y poco verosímil de Satanás. Así, también, en el paisaje submarino que describe, en los parajes próximos al Cabo Grande, esto es el Cabo Mayor, plantado de cadáveres de ahogados que se mantienen enhiestos porque han sido lastrados por los pies, de modo que semejan árboles que forman como un bosque. El estilo de la novelista, forjado ya mucho antes de que escribiese este libro, no estaba hecho para la descripción del horror y aunque Concha Espina conoce indudablemente a Dante —una de las “jornadas” en que se divide el libro se abre con una cita de la Divina Comedia como lema— no alcanza, y ello es totalmente explicable, el tono adecuado a la situación límite que sé esfuerza en narrar. La misma imagen del bosque de cuerpos muertos, y erguidos, requiere una prosa épica que justifique, literariamente, la imagen y trascienda en belleza la irreal situación imaginada. Concha Espina, que hace una novela realista con acentos líricos, logra en el resto de los lances de este libro, verosímiles por lo demás, una perfecta adecuación del estilo, esto es de la forma al fondo, que tiene a su vez, una forma a la que la escritura debe plegarse.

A Retaguardia le sigue en orden de aparición y, quizá de importancia Las alas invencibles. Novela de amores, de aviación y de libertad. La primera edición aparece en Burgos, en 1938, editada por “Imprenta Aldecoa”. Tiene como curiosidad bibliográfica que mientras en la portada figura “Imprenta Aldecoa” como editor, en la tapa aparece publicada por “Editorial B.I.M.S.A.” de San Sebastián. J. Simón Díaz, no la recoge pero sí lo hace R. de la Cierva. Ignoro si hay más ediciones, pero Eugenio G. de Nora en La novela española contemporánea (Madrid, 1958) da como 1940 el año de la edición que cita. Como ya señaló J. de Entrambasaguas Las alas invencibles no figuran en las Obras completas de Concha Espina.

Se trata de una novela de un acentuado lirismo que gira en torno a un personaje femenino, una niña luego una muchacha, cuyo sonoro nombre, Talín, está tomado, según confesión de la autora, de la voz onomatopéyica con que el habla de la Montaña de Santander designa al canario silvestre, e inspirada en su canto. La niña, dechado de gracias y de dotes naturales, en su aldea natal de la Montaña, huyendo de un toro se queda coja. A la vida bucólica de su aldea sucede la urbana de Santander, adonde sus padres se trasladan. La guerra civil estalla, el padre es muerto en la persecución que sobre la ciudad se abate, su madre, madrastra más bien, es encarcelada y un joven aviador que se ha enamorado de la bordadora, que tal es el oficio de Talín, decide abandonar el bando republicano para pasarse al adverso en avión, a bordo del cual se lleva a Talín. A compás de la acción el personaje central va adquiriendo hondura. De la gracia infantil de la etapa de la aldea evoluciona, sin violencia, a una temprana madurez, con la resignada cristiana aceptación de su invalidez, cuyo dolor acendra sus virtudes. Virtuosos lo son también los personajes secundarios, sus padres, que por su hija se desviven, y el enamorado aviador, que más que de la belleza física queda prendado de sus virtudes. La acción de la novela se recorta sobre el fondo, sobriamente diseñado, de la ciudad de Santander, en guerra, en el que muertes y persecuciones son aludidas más que descritas, para sostener la acción. Así del padre solo se cuenta su detención aunque más tarde se nos dice la carretera en cuya cuneta ha caído muerto.

Los personajes que aparecen bien caracterizados sólo son los que en torno a Talín se mueven, desplegando sus virtudes, que son cortejo de las de la protagonista. Los otros, responsables de persecuciones, no tienen ni tan siquiera nombre y circunstancias que les sirvan de señal.

Entreverados con la acción, hay largos párrafos en los que la autora despliega su postura política e ideológica, en el enfrentamiento armado que sirve de fondo a la novela. El planteamiento de la contienda, en su aspecto político, es sencillo y escueto y ya se ha indicada cuál es. Hay una vasta conjura, urdida en definitiva por la Rusia marxista y comunista, contra una España fiel y unas virtudes ancestrales que son su raíz y sin las cuales su identidad y pervivencia serían imposibles, servida la conjura por oscuras y engañadas gentes. Contra los embates de esta conspiración se alzan los españoles, conscientes de lo que está en juego, que es la misma existencia de España.

Tiene Las alas invencibles dos partes bien diferenciadas y un rápido desenlace. En la primera, Talín, como ya se ha indicado antes, es una niña, dechado de gracias y virtudes en ciernes, cuya vida discurre en la aldea. En un lenguaje con acentos líricos, la novelista nos describe, y nos descubre, el paisaje de la Montaña. Fiel a la técnica empleada en novelas anteriores, singularmente en La esfinge maragata, con rasgos de modernismo, usa de un cuidado, a veces rebuscado, léxico, con palabras si no arcaizantes de raro uso hoy en día, mezcladas con otras del habla local. Un afán de belleza preside a la elección de estos vocablos, todos sonoros y expresivos, que nos dan una de las claves del estilo de Concha Espina. En el medio rural de la Montaña, la niña encaja con perfección y el estilo sirve adecuadamente la intención estética y la intención humana de la escritora. Un toro de pelo “gilvo” pone fin a esta primera parte. Gira la segunda en torno siempre a Talín. Es ahora la ciudad, Santander, el escenario. En la desgracia de la invalidez alcanza la protagonista altas cotas de virtud al tiempo que su alma madura. Y la novelista imprime a su estilo urna mayor fluidez, introduciendo diálogos válidos y convincentes que pautan la acción y expresan la bondad excelsa de Talín, que es como el meollo. El desenlace, un poco apresurado, nos da una visión aérea del paisaje —parece que Concha Espina había ya volado muchos años antes— con una versión de un agua de mar transparente que deja ver desde la altura los fondos submarinos, versión que aunque no totalmente cierta en la realidad es, literariamente, válida. El vuelo hacia la libertad ha de terminar, según se anuncia, en Olmedo, cuyas resonancias históricas utiliza la escritora para explayar su estilo evocador de pasadas glorias de la Patria que tan caras le son.

Luna roja, (Valladolid, Librería Santarén, 1939), es una colección de novelas cortas. La acción de dos de ellas tiene lugar durante el intento revolucionario de Octubre de 1934 y el resto durante la guerra civil. Los argumentos de estas obras son muy sencillos y en ellas Concha Espina despliega su particular estilo, su rechazo de la revolución y su defensa de los Valores tradicionales. Los personajes responden a los tipos creados por la escritora en las novelas largas del ciclo, arquetipos más bien. La más interesante, es El Dios de los niños, en la que describe el Oviedo incendiado de la revolución de Asturias del otoño de 1934, con acentos de verismo. Mezclados con los niños que huyen de su colegio incendiado, ancianos y mujeres entonan un lamento general mientras la Cámara Santa desaparece en el incendio provocado por los dinamiteros.

Otra de estas novelas cortas tiene como teatro Madrid, durante este intento revolucionario, y el resto desarrolla su acción en la Montaña, ya durante la guerra. Abundan en ellas excelentes descripciones del familiar paisaje santanderino, con la utilización, tan característica de la escritora, de palabras tomadas del habla local.

La carpeta gris (San Sebastián, Bemejillo, sin año, pero, probablemente, de 1938) tiene como base de la fábula la vida misma de la escritora durante su confinamiento en su casa de Luzmela y está íntimamente relacionada con su diario Esclavitud y libertad. Una escritora, refugiada en su casa de la Montaña, guarda en una carpeta gris las cuartillas que día a día va escribiendo. En un registro minucioso y amenazador, uno de los perseguidores encuentra, por azar, la carpeta, que había sido escondida y, adivinando que la lectura de las cuartillas sería para la escritora la sentencia de muerte, se la devuelve a hurtadillas. En esta especie de Diario novelado, Concha Espina comenta algunos de los hechos capitales de la guerra y, al referirse -al del Alcázar de Toledo, califica a los hombres que lo defienden como los nietos del Cid y al patio de la fortaleza como el ara de la Patria. Una leve historia de un amor antiguo, cuyo rescoldo queda, pone la nota lírica sobre el fondo del familiar paisaje del valle de Cabuérniga.

Princesas del martirio. Perfil histórico (Barcelona, Gustavo Gili, 1940) es, cronológicamente, la última de las obras del ciclo de la guerra. Se trata de un relato, levemente modelado, de un suceso real, acaecido en el frente astur-leonés. La autora cita como fuentes las declaraciones de testigos que constan en un sumario de un juzgado militar y las informaciones de un coronel, cuyo nombre cita, que mandaba en aquel frente. Da cuenta también del entierro solemne, años después, de las protagonistas, en Astorga. Tres enfermeras de la Cruz Roja, que prestan sus servicios en un puesto de socorro de una posición en el frente astur-leonés, la de San Pedro de Somiedo, caen prisioneras al ser tomada la posición por el adversario en un golpe de mano. Llevadas a la retaguardia enemiga, son fusiladas al día siguiente. El relato parece ceñirse con fidelidad al hecho real, con nombres auténticos de personajes, entre ellos los de las enfermeras, y con precisos datos topográficos del lugar de la acción. No por eso deja la novelista en hacer del relato materia literaria, con bellas descripciones del paisaje agreste de la cordillera y con el uso de vocablos tomados del léxico de Maragatería, de donde eran las enfermeras, y que Concha Espina tan bien conoce y maneja.

La fama literaria de las novelas de Concha Espina había sido inmediata. La misma suerte le cupo a su obra de guerra y aunque a ninguna de las beligerantes novelas de este ciclo se la pueda calificar de magistral, forman todas ellas un ciclo de su producción novelística de indudable interés. Pretendió la escritora dejar constancia, bajo especie literaria, de lo que había visto y de lo que había sentido en su refugio y confinamiento en su casa de Luzmela, mientras, en el frente, la guerra ardía. Incierto era el desenlace de la civil contienda al tiempo en que Concha Espina escribía, que incierta es la suerte final de las armas mientras la guerra dura. Con valentía y galanura, ignorante del resultado definitivo del bélico y civil enfrentamiento, la novelista había tomado partido, un ardido partido, con la más comprometida de todas las armas, la pluma de su oficio. 

 

 

 

 

 


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