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Waldo de Mier
La Herencia Pág. 89
Una España que ya no conocen en absoluto las generaciones nacidas después de nuestra ex Guerra de Liberación es la España de la alpargata. La alpargata era prácticamente, para la clase obrera, el calzado único, el calzado nacional. La alpargata definía al español, como el sombrerito de fieltro y la plumita al tirolés. La alpargata constituía una clase social muy determinada. Salirse de ella era progresar. La alpargata apenas si tuvo defensores, salvo Eugenio D’Ors, que veía en ello sólo lo lírico, como buen catalán, en cuya región la alpargata en ciertas ocasiones —la de la danza— adquiría rangos de superior jerarquía. Consideraba, además, a la alpargata como algo sumamente mediterráneo, consustanciado con el paisaje. Y la diferenciaba de otro calzado modesto, como era la sandalia. Por eso escribía en una de sus famosas «Glosas» de 1921:
«A la sandalia y a pie desnudo corresponden enofobia y vegetarismo. A la alpargata y media blanca convienen olivas y vino claro. Si las sandalias y el pie desnudo son el símbolo de la revolución rusa, la media blanca y la alpargata podrían ser el símbolo de la revolución occitana».
Pero la verdad es que la alpargata española era más bien socialista y rastacueril. El «Juan José», de Dicenta, gastaba alpargatas porque era un sojuzgado, un aplastado social, un desgraciado proletario sin protección laboral alguna.
Por eso, en cuanto empezó a crecer el nivel de vida de los españoles al finalizar la guerra del 36 lo primero de lo que también quisieron liberarse los trabajadores humildes fue de la alpargata. A toda velocidad fueron cerrándose las viejas fábricas alpargateriles esparcidas por todo el país, porque la alpargata nunca, a causa de su baratura, fue localista, sino nacional.
Pero lo que por entonces —allá por los años cuarenta, los de la II Guerra Mundial que dificultaba las restañaduras de los daños causados en nuestro suelo por la que había sido nuestra propia contienda, seguidos de los del estúpido cerco comercial impuesto por la victoria del odio al ser vencidas las potencias del eje Roma-Berlín-Tokio —lo que no podían ni soñar siquiera los españoles que habían empezado por sacudirse de la humillación de la alpargata era que su tránsito de ésta al automóvil pudiera llegar algún día.
Todo empezó cuando el presidente del INI, don Juan Antonio Suanzes, expuso su idea de levantar en Barcelona una fábrica de automóviles, con licencia y patente de la Fiat italiana. Y lo mismo que cuando dijo que el Instituto Nacional de Industria que él presidía iba a instalar en Avilés una planta siderúrgica capaz de producir más de un millón de toneladas de acero, técnicos de la ingeniería y, en especial economistas, se le echaron encima, tachándole de visionario, de juliovemesco, de dilapidador del Tesoro nacional, de loco, en fin.
¿España productora de automóviles? ¡Qué locura! ¿Que la SEAT en su primera fase produciría unos cuarenta mil automóviles por año? ¡¡Qué inmenso desatino!! Y le esgrimieron un argumento aplastante en teoría: que en cuarenta años, desde que empezaron a producirse en serie automóviles, entre la Ford, la General Motors, la Citröen, la Fiat, la Peugeot, por sólo citar estas marcas de masiva producción mundial, sólo habían conseguido vender en España ¡doscientos mil automóviles! Es decir, a un promedio de cinco mil automóviles por año. De manera, que si con una economía estable como era aquella de los primeros cuarenta años de este siglo —salvando los de la I Guerra Mundial que paralizó para las ventas civiles la industria automovilística— en España sólo se habían conseguido vender a cinco mil autos por año, ¿cómo podía absorber nuestro mercado nacional, recién salido de una gravísima crisis económica como la derivada de nuestra guerra y del cerco comercial impuesto en la ONU, nada menos que 40.000 automóviles anuales?
Los enemigos de Suanzes, los que no creían que España pudiera absorber «semejante» producción automovilística propia de países desarrollados, le insistían una y otra vez con cifras estadísticas lo ilusorio de su empeño. Exhibían estos datos: entre 1931 y 1936 —es decir, cuando la República— sólo se habían matriculado en toda España 91.600 vehículos de todas clases, motocicletas incluso. De 1936 a 1940 —los años de nuestra guerra— el parque nacional sólo aumentó en 24.110 unidades. Y de 1945 a 1949 la matrícula de vehículos fue de 42.419; es decir, una media de unos ocho mil por año.
Pero ya se sabe: la SEAT, puesta en marcha en 1953, apenas sacaba un automóvil de sus talleres lo tenía más que vendido, porque con los automóviles nacionales renació — ¡y cómo no!— la picaresca nacional que conseguía saltarse todos los derechos de riguroso turno de entrega que la SEAT había establecido a fin de evitar especulaciones con sus productos.
Tras la SEAT vino la Renault, la Citröen, la Fasa, la Chrysler y, por último, la Ford. En pocos años se pasó de los primeros 40.000 automóviles anuales de la SEAT a los 988.964 turismos producidos en nuestras fábricas en 1977, aparte de los 83.950 vehículos industriales —camiones pesados, ligeros y furgonetas de reparto— más los 38.979 tractores agrícolas también obtenidos en ese mismo año.
¡Autos, autos, autos!
Madrid empezó a poblarse de automóviles y de camiones. Era de ver al empleado que, en principio se sentía feliz porque ya había logrado ir al trabajo en motocicleta, cómo a poco lo cambiaba por el «600». Como también asistimos, no sólo en la capital de España, sino en cualquier otra ciudad de nuestra Patria, a la metamorfosis del transporte urbano: de aquellos motocarros ruidosos de tres ruedas, auténticos matasiestas veraniegos y que llevaban su carga al aire libre —que suponía, a su vez, el gran salto, porque hasta poco antes aún podía verse al recadista tirando del carrito de ruedas de mano como un «coolie» hispano cualquiera—, se pasó a la furgoneta cerrada, cómoda, rápida, silenciosa.
El problema, lo saben todos ustedes, está ahora en hallar un hueco libre en cualquier calle española para dejar el automóvil. En Madrid, según últimas estadísticas, hay un automóvil por cada cinco madrileños.
Lo curioso es que solamente en España la historia se repite. Estamos repitiendo, en versión a motor de explosión, lo que siglos atrás se dio en la capital madrileña en cuanto al afán de ir sobre ruedas. Deleito y Pilluela, en uno de sus deliciosos libros sobre las costumbres madrileñas en tiempos de Felipe IV, nos dice que había tantos coches circulando en Madrid en aquel tiempo del rey poeta que algunos por su «quiero y no puedo» de ir en coche hacían reír no poco a los ociosos y maldicientes.
Lope de Vega y Quevedo satirizaron la desaforada manía que les entró a los madrileños por poseer un coche. En su comedia «La llave de la honra», Lope de Vega hace decir esto a un personaje:
«Hay coches que tiran dragos,
y hay coches con tales bestias
que parece que el cochero
anda pidiendo por ellas».
Deleito y Piñuela, recordando la fiebre L’Or andar en coche de los madrileños, dice que «los plebeyos enriquecidos cifraban su mayor vanidad en tener coche. Se cita el caso de un barbero con él. » Y transcribe la cita de un contemporáneo que escribía:
«Hoy lo gasta el platero, el mercader, el tabernero, el aceitero, el zapatero y otros muchos de este consonante, atropellando esta gentecilla a muchos hombres de bien que su mala fortuna los trae a pie pisando lodos por las calles.»
Llenarse de trampas y deudas por darle coche a la mujer era, por lo visto, tan corriente en aquellos tiempos como los actuales, en los que sucede exactamente lo mismo. Incluso se estrenó un entremés titulado «El triunfo de los coches», en el que se satirizaba a los pobres diablos que no comían con tal de poder lucirse luego en sus coches tirados por una famélica mula o un escuálido caballo. A propósito de tales tipos, Quevedo los retrató en unos versos que terminaban diciendo:
«Y de ayunar a San Coche
está en los huesos él mismo».
Claro que aquella fiebre remitió. Dos siglos después el panorama era totalmente diferente. José María Villegas, en su obra «Coches. Los españoles vistos por sí mismos», hizo una perfecta y detallada descripción de todos los tipos de coches y carruajes que deambulaban y circulaban por las ciudades españolas, y ya no era la ostentación de la era filipesca.
Eso sí, los malos modos siempre fueron habituales en la gente de a coche. En un periódico de 1845 —«El Fandango»— podía leerse la siguiente queja:
«Las gentes que arrastran coche siguen mofándose de los bandos de la autoridad y atropellando todos los días al pueblo soberano. La prensa periódica no cesa de clamar sobre este abuso.» En la novela decimonónica de Palacio Valdés «Riverita» hay un pasaje en el que «el tío Manolo» asombra a Riverita por su audaz manera de conducir un tílburi a toda velocidad por las calles de Madrid.
Y pese a a que eran pocos los automóviles que circulaban en España en los años veinte, los que pudieron ser «los felices veinte» en cualquier otro país del mundo, menos para nuestra Patria, salvo en sus finales, para darse una idea de cómo eran los modales de aquellos automovilistas no hay más que leer «El hombre que se compró un automóvil», de Wenceslao Fernández Flórez. «Vaya usted insultando por esa ventanilla, mientras yo insulto por la mía», le decía el conductor a su amigo al que invita a dar una vuelta en el coche.
Salvo los malos modos automovilísticos, todo lo que precedió al automóvil en España está ya muy lejos: la alpargata, el carrito de mano, el «isocarro» petardero. El español que con la paz descubrió el trabajo y con el trabajo lo que con él podía adquirirse —la nevera, el televisor, la lavadora, los viajes— también ha descubierto el automóvil, y, por supuesto, al mismo tiempo que ha descubierto con su coche el paisaje de su propia Patria —las playas, los valles, los alrededores de su ciudad, las otras capitales lejanas a la suya—, por el automóvil ha descubierto su servidumbre: los atascos, las averías, el temor a las huelgas de gasolineras y de los talleres de reparación, los accidentes, las multas, la falta de espacio donde dejarlo.
Pero es feliz con su automóvil, esa satisfacción que los jóvenes de ahora empiezan a tenerla casi de inmediato, pero que a los que pertenecemos a la generación del 36, a la de la guerra, nos costó muchísimos años lograr y alcanzar.
Y ya se sabe cuándo la alcanzamos, cuándo la logramos, cuándo nos llegó…