De los asilos a las residencias, por Waldo de Mier

 

Waldo de Mier

La herencia Pág. 65

En marzo de 1974 se inauguraba en Colmenar Viejo, de la provincia de Madrid, la cuarta residencia para ancianos que la Diputación Provincial había empezado a establecer.

La «Ciudad de los Ancianos Francisco Franco» de Colmenar Viejo, como la de Aranjuez y alguna más que en estos momentos no puedo recordar dónde quedó levantada, dispone de todos los servicios necesarios para una absoluta comodidad e independencia de sus residentes. Totalmente terminada y amueblada, la cuarta Ciudad de Ancianos con que cuenta la provincia madrileña es un modelo como edificio y como obra social del tiempo de la paz.

Los residentes disponen aquí, como en las demás «ciudades» similares a ésta, de microbuses que hacen viajes de ida y regreso a la capital, de modo que no están ni alejados ni incomunicados con ella. Los internos viven como en un hotel, con independencia absoluta, pudiendo dejar en conserjería la llave de su habitación. Salen a comer y a visitar a sus familiares y amigos cuando se les antoja, con entera libertad para regresar cuando lo deseen y a la hora que quieran.

La prensa madrileña describió en su día la hermosa situación geográfica en que se encuentra emplazada esta Ciudad de Ancianos, en la que pueden ser alojados unos trescientos cincuenta residentes para qué insistir en llamarles ancianos!—, alojados en otros tantos apartamentos completamente individuales, dotados cada uno de ellos con su correspondiente cuarta de baño, nevera, televisión, teléfono, armarios empotrados y demás servicios. Hay apartamentos dobles para matrimonios residentes, con una amplitud hasta noventa metros cuadrados cada uno.

Dentro de la Ciudad —como en las otras construidas similares a ésta— se dispone de capilla, biblioteca, salón de lectura, salón de actos, cafetería, salas de juego, salones para visitas, salas para visitas infantiles, una clínica de urgencia con veinte habitaciones individuales, rayos X, laboratorio, consultorio, etcétera.

Residencias de esta clase no son obra exclusiva de Madrid. Muchas ciudades españolas, por no decir que la mayoría de sus capitales de provincia, disponen también de esta clase de edificios modernos excelentemente bien amueblados, equipados y dotados de servicios complementarios como los de Colmenar Viejo, en los que se dan acogida a los españoles que, por su avanzada edad y en circunstancias que no les hacen gata o permisible la vida con sus familiares, en el caso de que aún les quede alguno, se acogen a esta clase de nuevos hogares suyos.

Porque, por de pronto, la edad en que una persona de nuestros actuales días empieza a ser considerada como de anciano, está cada vez más alejada del concepto que de esa misma ancianidad se tenia no mucho tiempo atrás.

La literatura nos ha dado numerosos ejemplos de cómo empezaban a ser tomados y considerados como ancianos seres que, en la actualidad se estiman perfectamente como de «otoñales» en su más perfecta forma y condición física. Don Ramón de Campoamor no había cumplido los sesenta años cuando ya escribía aquello tan románticamente nostálgico de

«Las hijas de las madres

que amé tanto

me besan hoy

como se besa a un santo».

 

Palacio Valdés adjetivaba de anciano a su doctor Angélico cuando, en sus famosos «Papeles», éste todavía contaba con una sesentena de años.

«Anciano, la lengua ten

y escúchame un sólo instante».

le dice don Juan Tenorio al comendador en la famosa escena en la que aquél da muerte al padre de doña Inés. ¿,Y cómo podría ser anciano el comendador que, posiblemente, dada la jovencísima edad de doña Inés, apenas si contaría él con unos cincuenta y cinco o sesenta años de edad?

En «Casa vieja pronto arde», comedia de Emilio Gómez de Cádiz, estrenada en el último tercio del siglo pasado, se hace aparecer a un don Pedro, comerciante de cincuenta y cinco años. Don Pedro es millonario y desea casarse con Mariana, una sobrina suya de veintidós años. Mariana se resigna al casorio por aquello de los millones de su tío y abandona a su novio, muchacho de su edad. En una escena, un personaje dice de Mariana que «se casa con la antigüedad». Al final, claro está, se hace rectificar al «anciano» de su propósito; éste deja en libertad a Mariana y la comedia se cierra con estos versos dirigidos a don Pedro:

«Amar el hombre anciano

como ama el niño

es locura que causa

mil desatinos

porque ninguno

inspira a los cincuenta

amor profundo».

 

Bueno, pues que vayan a decirle eso ahora a nuestros actuales galanes de cine y de teatro que rondan la cincuentena y tienen sus «fans» que les siguen enloquecidas.

Ni ancianos a los cincuenta años, porque la humanidad en general —y muy en particular ahora los españoles, mejor alimenta-dos y más encarados hacia la vida deportiva y de ejercicio al aire libre— ya no puede considerarse «anciana» al cumplir el medio siglo, ni la sesentena bien pasada; ni asilos lóbregos y sórdidos donde hasta hace unos veinte o veinticinco años se destinaban a residir allí en ellos a esos tristes seres que, ala cincuentena rebasada, eran considerados como viejos inservibles, ancianos camino de la decrepitud.

Residencias como esta de Colmenar lo transforman todo en el espíritu de los que moran en ellas. Bien botadas de presupuesto oficial, no necesitan, fundamentalmente, de aquellas limosnas un tanto hipócritas como las que, para acallar su conciencia llena de frustraciones, hacía aquella Anita Peñalver del «Monólogo de tuna mujer fría», de Manuel Halcón, que, de vez en cuando depositaba un sobre con cierta cantidad —harto generosa, esa es la verdad— en el buzón del asilo de ancianos de la madrileña calle de Almagro, del mismo modo que podría haberlo depositado también en ese otro vetusto asilo y hospital homeopático de la calle de Eloy Gonzalo, asilo que, como informó un reportaje que publicaron en su periódico los alumnos de la Escuela de Periodismo de la Iglesia, había sido fundado por el hijo sacrílego que Isabel II había tenido con su confesor, según les manifestó a ellos el párroco de la iglesia de Santo Toribio, de entonces reciente creación, sita en la calle de Cisneros, 48.

 

 


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