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Waldo de Mier
La Herencia Pág. 39
No cabe duda de que el uso de ciertos vocablos y de determinadas expresiones verbales determinan el principio y el fin de una época y de toda una vida de costumbres sociales. Del «vuasarcé» se pasó al «usted», como el «beso a usted la mano, caballero», que se decía el uno al otro hace setenta u ochenta años, resultaría hoy más que ridículo, totalmente incomprensible. Como del mismo modo va decayendo la fórmula de «a los pies de usted, señora», que todavía algunos viejecitos empleamos con las damas.
Más o menos, algunas palabras varían de matiz, también forzadas por la transformación de las costumbres sociales. Fíjense, si no, en la paulatina decadencia del verbo —y costumbre— «veranear», verbo y vocablo que se va transformando, por no decir, de modo más radical, que se va convirtiendo a toda velocidad por el de «vacación». Del verbo, al sustantivo. Todo un salto gramatical que encierra la metamorfosis que experimentan —o sufren— las costumbres. «Veranear» suponía pasarse todo el verano fuera de la residencia habitual. Tomarse unas vacaciones puede significar lo mismo irse un meso dos por ahí que solamente ausentarse unos días, apenas una semana.
En cuanto se entra en España en el verano es cuando se perfila mejor y se comprende con mayor claridad la diferencia de estos vocablos: «veraneo» y «vacación». La vacación puede disfrutarse en cualquier época del año. El veraneo, bien claro lo dice la palabra, corresponde sólo a los meses de estío, de verano. Pero del mismo modo que antaño veranear implicaba consigo mismo un cierto tipo de distinción social y económica, pasar unas vacaciones ya no tiene hoy en día valor semántico clasista alguno.
Y esto es lo que pasa ahora en España. Lo que empezó a suceder desde que terminó la guerra y la necesidad de trabajar para todos los españoles acabó con la holgura ociosa que suponía poder pasarse tres y hasta cuatro meses sin dar ni golpe en el trabajo.
Los españoles, que somos tan cuidadosos con el uso de ciertas palabras que implican categoría personal o social —y si no, léase a Américo Castro que nos dirá cómo cuidaban hidalgos y caballeros de los siglos XVI y XVII el matiz de estas palabras que servían como de escudo contra cualquier sospecha de no limpieza de sangre— hemos ido evolucionando también con las palabras que empleamos. Así, hoy en día, arrumbado casi prácticamente el significado social del vocablo «veraneo», sólo se utiliza el de «vacación». Estamos en período de vacaciones, y si se quiere, de vacaciones de verano, pero el verano no es ya un condicionante socializador. El español que puede —y ya veremos en seguida quiénes pueden y cómo se puede— se toma sus vacaciones veraniegas. Pero el que no consigue esa vacación, no por ello se siente ni humillado, ni acomplejado, como se dice hoy en día muy freudianamente. (Ya ven: ninguna de aquellas familias cursis de hace setenta o sesenta años que no podía veranear por falta de recursos económicos no sabia que lo que les causaba aquel sufrimiento moral humillante era un complejo. Sencillamente, porque Freud no había llegado con sus teorías psicoanalistas.)
Veranear, como digo, a finales del siglo pasado y principios de éste hasta bien entrados los años veinte y los treinta, era síntoma de distinción social y económica. El veraneo en las playas del Norte vino impuesto por las costumbres de la Corte. Había en San Sebastián hasta una especie de turno de guardia de ministros que se llamaba «Ministerio de Jornada» o «ministro de jornada», costumbre que se respetó hasta la muerte de Franco. A Isabel II y a doña María Cristina les apetecían las playas guipuzcoanas, como a Amadeo de Saboya la de Santander, donde asombraba a todos con sus proezas natatorias en el Sardinero, tal y como nos lo narró Pérez Galdós en uno de sus «Episodios Nacionales». San Juan de Luz, Biarritz eran los sitios «chic», los elegantes allende nuestras fronteras. Alfonso XIII alternaba su largo veraneo de julio a septiembre entre San Sebastián y Santander. No lo interrumpía por nada. Ni siquiera cuando en julio de 1921 doce mil soldados españoles quedaron muertos sobre los campos rifeños de Annual, Igueriben, Monte Arruit y Abarrán. Incluso se dio su acostumbrada escapadita a Deauville para jugar en el casino, del cual era dueño un amigo suyo.
La clase media alta seguía a la aristocracia en su peregrinar veraniego tras la Corte. Y la clase media compuesta por familias de funcionarios se conformaba con veranear en playas menos ensalzadas por la moda, aunque no eran infrecuentes los sacrificios económicos que hacían muchos metiéndose en fonduchos o casas de huéspedes de Santander y de San Sebastián con tal de retornar luego a Madrid diciendo que «habían estado allí», cerca de los Reyes y de su Corte.
¡Qué sufrimientos implicaba el no poder veranear! Antonio Ballesteros lo cuenta con crudo realismo:
«Algunos que no pudieron salir de veraneo se ocultaban avergonzados en sus casas, y sólo amparados por las sombras de la noche osaban vagar por las calles más solitarias de Madrid.»
También era sufrido el esfuerzo que hacían los que conseguían irse de veraneo, retorciendo sus economías. El propio Ballesteros lo recuerda así:
«A fines del pasado siglo, la clase media, al llegar la canícula sintió el irresistible impulso de veranear. Imitaba, como siempre, a las clases pudientes. Aparecía entonces un matiz de los cursis, del “quiero y no puedo”, esfuerzos inauditos del funcionario y del pobre empleado para llevar a su familia de veraneo. El presupuesto extraordinario comprendía tren, la estancia y los imprevistos. Luis Taboada ha escrito muchos artículos humorísticos acerca del tema. Madrid quedaba desierto.»
Galdós, Palacio Valdés, así como los autores teatrales costumbristas de finales de siglo —los olvidados totalmente como Liberto Berzosa, Calixto Navarro, Sinesio Delgado, Tomás Luceño, Luis de Larra, padre e hijo, y tantos más— reflejaron muy bien en sus novelas, comedias y juguetes cómicos estos apuros que pasaban las familias de clase media modesta para poder cubrir el expediente del veraneo entre sus amistades y conocimientos.
Con lo que fue hasta el 20 de noviembre de 1975 Guerra y Cruzada de Liberación, se acabó definitivamente la costumbre del largo veraneo que comprendía desde junio o julio hasta finales de septiembre. Y la Ley Iturmendi que obligaba a vivir en los pisos de alquiler un mínimo permanente de seis meses al año cerró las últimas viviendas que algunos no demasiadamente privilegiados económicamente mantenían en ciudades de verano —Santander, San Sebastián, Gijón, La Coruña, Vigo— para residir en ellas exclusivamente durante la temporada de estío. La baja renta de aquellos pisos, generalmente alquilados ya desde antes de la guerra del 36, hacía relativamente muy cómodo tal «dispendio».
Pero así, entre aquella justísima Ley (que deparó vivienda a muchas familias que no la conseguían viviendo permanentemente en esas ciudades veraniegas) y la necesidad de trabajar de firme, cuando menos, once meses del año, amén del pluriempleo, y el cada vez más creciente costo de la vida, el veraneo concebido al modo decimonónico se murió, y en paz.
Pero surgieron las vacaciones, reforzadas económicamente con la paga extraordinaria del 18 de Julio que implantó Girón (sin él, en cuanto a seguridad social y laboral, como sin Suanzes en cuanto a empuje industrial, ¿qué hubiera sido de la España en paz?) Eran vacaciones reglamentadas, pagadas —sobrepagadas— y merced a ellas y a la motorización, a la «seatización» que vino después, los españoles empezaron a descubrir sus propias playas, sus propias calas, sus propios puertecillos pesqueros; también sus propios pinares, sus propios refugios alpinos. Su ocio vacacional bien ganado y bien merecido.
Ahora, ya se sabe: Madrid no se queda vacío decimonónicamente, porque tiene exceso de automóviles y de habitantes, pero las carreteras se atascan aún en las madrugadas del 31 de julio al 1 de agosto, entre la riada de vacacionistas que vienen y los que se van. La «Revista de la Opinión Pública» efectuó en uno de sus números una muy completa encuesta sobre el tema «Turismo interior: vacaciones», y nos proporcionó cifras muy realistas respecto a la forma en que los españoles pasamos nuestra temporada de descanso y la manera en que ésta se costea. Por ahí sabemos que más de la mitad de quienes disfrutan de vacaciones ahorran mensualmente para ellas. Otros utilizan íntegramente la paga extraordinaria —¡legislación Girón!— para sufragarse esos días o semanas de descanso.
Pero nadie, que se sepa, se siente humillado, ofendido o acomplejado porque no puede disfrutar del merecido descanso retribuido. Aunque conste que todavía son miles y miles los españoles —especialmente el campesinado— que no puede tomarse el disfrute de unas semanas sin trabajar. Pero ni cursis gimoteando en la oscuridad de las habitaciones con la persiana echada, ni exclusivismos de clase acomodada para la que veranear era pasarse tres meses seguidos fuera de su ciudad, en alguna playa que daba vista a los reyes y a la aristocracia.
El veraneo clasista ha dado paso, desde Franco para acá, a la vacación.