Eduardo Palomar Baró
Ángel Ossorio y Gallardo nació en Madrid el 20 de junio de 1873. Hijo del periodista Manuel Ossorio y Bernard. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Madrid alcanzó gran prestigio como abogado y escritor a principios del siglo XX, con obras como El alma de la toga y El divorcio en el matrimonio civil. Presidió la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y el Ateneo de Madrid.
En julio de 1909, siendo Gobernador Civil de la provincia de Barcelona estalló la Semana Trágica, en la que se opuso a recurrir al Ejército para acabar con la actividad huelguística, teniendo finalmente que huir de Barcelona por mar. El Gobierno de Antonio Maura lo sustituyó por el abogado valenciano Evaristo Crespo Azorín. Sus vivencias durante estos trágicos sucesos quedaron reflejados en su obra Barcelona, julio de 1909 (1910). Luego lideró el Partido Social Popular en el que en 1922 se integró José María Gil-Robles y Quiñones.
Tuvo una larga tradición de diputado en el Congreso durante la Restauración española por el distrito de Caspe de la circunscripción de Zaragoza como miembro del Partido Conservador, iniciando su carrera política como diputado por Zaragoza, escaño que obtuvo en las sucesivas elecciones celebradas hasta 1923, hasta la dictadura del general Primo de Rivera cuando se alejó de la política.
En los tres procesos electorales celebrados durante la II República Española a la que prestó todo su apoyo, ya que a pesar de sus ideas monárquicas pidió explícitamente la abdicación de Alfonso XIII declarándose «monárquico sin rey al servicio de la República». Así, en las elecciones del 28 de junio de 1931, fue elegido por Madrid en la autodenominada candidatura de Apoyo a la República obteniendo uno de los escaños reservados a las minorías.
Fue ministro de Fomento entre el 15 de abril y el 20 de julio de 1919 en el gobierno que presidió Antonio Maura. Fue asimismo Alcalde de Barcelona.
Con el golpe de estado de D. Miguel Primo de Rivera se apartó de la política a la que retornó con la Segunda República siendo nombrado entre 1936 y 1939 embajador en Francia, Bélgica y Argentina, país este al que se exilió al finalizar la Guerra Civil donde formaría parte de uno de los Gobiernos en el exilio. Falleció en la ciudad de Buenos Aires el 19 de mayo de 1946.
Discurso de Ossorio y Gallardo en el Parlamento el 19 de mayo de 1932
Señores diputados, aunque es notoria mi añeja afición a los problemas de Cataluña, sobre los cuales he hablado y escrito copiosamente, no tenía yo el valor necesario para intervenir en esta discusión, porque estaba suficientemente enterado de que en debates de este volumen sólo tienen pleno derecho a hablar las fuerzas y las categorías, y yo no soy ni una cosa ni otra dentro de esta Cámara. Pero el otro día me hizo reaccionar un noble concepto del Sr. Lerroux, que el viernes realizó algo más que un discurso, realizó un sacrificio; el Sr. Lerroux dijo: «No es lícito recatar la opinión, porque sería desleal quedarse en la penumbra para que se pudiera presumir que dejábamos al Gobierno íntegramente la responsabilidad de una medida que muchos calificarían de separatismo». Aquello llegó a mi conciencia, y, por escasa que sea mi personalidad, comprendí que tenía un cierto deber moral de exponer ante la cámara la perspectiva de mi opinión sobre el asunto, mostrando, ante todo, mi posición ideológica para que nadie se llame a engaño más tarde.
Yo soy, de muchos años, simpatizante en alto grado con el regionalismo y con la autonomía. Nacionalista, no. Ya sería fenómeno sorprendente que de los barrios bajos de Madrid hubiera salido un nacionalista catalán. Nacionalista, no. Constantemente, la última vez en un artículo que tuvo la bondad de pedirme el señor Companys para La Humanidad, he tenido ocasión de decir que me parecía muy peligroso el desmedido uso del vocablo a que los políticos catalanistas vienen entregados, porque todo núcleo humano que se siente nación, plenamente nación, se juzga con derecho a un Estado, que es la representación jurídica de la nación, y en cuanto surge el Estado brota inexorablemente, por ley de lógica, la necesidad de la independencia. De modo que dentro de un concepto de regionalismo se puede llegar a las mayores amplitudes de respeto a los hechos diferenciales, sin ningún peligro para unidades superiores. En la aplicación de un criterio nacionalista, o se tiene que ser incongruente con el principio o se tiene que llegar a la separación.
Mi opinión no discrepará substancialmente, en cuanto a las soluciones, de las demás que han expuesto en la Cámara diputados no catalanes. Lo advierto de antemano para que nadie pueda experimentar una decepción. Mas yo arrancaré de puntos de vista distintos, porque o no razonaré en jurista ni en filósofo; yo me atendré a unas realidades de naturaleza política, sobre las cuales aspiro a que se produzca un unánime sentimiento de la Cámara, lo cual sería ya tener mucho avanzado para el buen trámite de la cuestión.
En la cuestión catalana creo que debe empezarse por afirmar estos dos hechos innegables. Primero. Hay en el conglomerado español una porción de ciudadanos que no se encuentran a gusto con el sistema político en que está incrustado. Son varios millones, significan una economía, una cultura, una perseverancia, una fuerza, cuya encarnación tiene un siglo de antigüedad. Es, pues, indiscutible que España se encuentra ante esos compatriotas con un problema de libertad. No se juzgan ellos bien acomodados en la estructura del Estado español; quieren libertad mayor, desembarazo mayor, desenvolvimiento mayor. El hecho, con ser hecho, tiene ya una enorme pesadumbre. Segundo. El movimiento nacionalista no es interesado. Yo en esto siento discrepar de otras opiniones. ¡Ojalá lo fuese! ¡Qué cosa más fácil, habría que tramitar una cuestión de mero egoísmo, de apetitos personales, de conveniencias mercantiles! Sobre eso es muy fácil regatear. Lo trascendental y grave es que ese problema, como todos los nacionalistas, grandes y pequeños, es fundamentalmente sentimental.
No le han creado los mercaderes, ni los negociantes; le sostienen, le inspiran, le desarrollan los historiadores, los arqueólogos, los poetas, los críticos, los músicos, los pintores y los escultores. Y, por natural reacción, habréis de reconocer vosotros, catalanes, que la protesta del resto de España tiene también mucho de sentimental. Oiréis a veces frases descompasadas, agresiones excesivas, hasta violencias injuriosas, que sólo tienen paridad con las que en vuestra tierra se suelen usar para con nosotros, porque son extralimitaciones de una y otra parte. Pero en todo eso, lejos de haber un motivo para la desesperanza, hay un fundamento para la ilusión, porque con toda la acritud del vocablo, con todo el encono de la polémica, con toda la severidad de la dialéctica, en una y en otra parte hay un fundamento de amor. Estos hechos nadie puede negarlos, y siendo ciertos, como son, se deriva de ellos una conclusión también indestructible: la cuestión catalana no se puede soslayar ni aplazar; ha de resolverse de un modo o de otro, pero hay que llegar al final. Cataluña tiene algo de niño –perdonad que os trate con tanta confianza– porque os conozco bien. Un niño se subordina fácilmente a la negativa o a la reprensión, mas no al engaño. A Cataluña le podemos decir que estamos conformes o discordes con ella, que votamos tal o cual cosa; pero eludir el problema, dejar que estas Cortes acaben sin haber resuelto nada, eso no. No sería propio de nuestra lealtad, ni correspondería a la nobleza con que los catalanes, dentro de sus puntos de vista, han venido a plantear ante España la totalidad de su problema. Hay, pues, que resolver. Examinemos cuáles con los caminos de la solución.
Primer camino: la compresión por la violencia, el asimilismo, la extinción brutal de la aspiración catalana. Nadie lo quiere, nadie lo desea. Ni aun los más enconados de vuestros adversarios tienen contra Cataluña propósito tan absurdo y cerril. Y aunque lo tuvieran, serían completamente inútil, porque por los caminos de la violencia se aplazan algunas cosas, pero no se resuelve ninguna. Todavía está Cataluña pasándonos facturas del conde-duque de Olivares y de Felipe V. Recientemente, la Dictadura tuvo la ingenuidad de creer que había suprimido el problema porque había desatado sobre el resolvió nada; al caer la Dictadura el problema estaba mucho más enconado que antes. No hay asimilismo que resuelva el problema.
Segunda fórmula: la separación. Parece que hay separatistas allá; parece –y esto es novedad– que hay separatistas aquí. De tiempo atrás algunos catalanes han sostenido la necesidad de apartarse de España, recabando una plenitud de independencia. Ahora, cuando ellos no lo dicen (por lo menos no lo dicen los que tienen solvencia), cunde la especia por el resto de España, y otras personas exacerbadas, excitadas, indignadas, exclaman: «Acabemos; déseles no la autonomía, sino la independencia total, la Aduana del Ebro, y hemos terminado». Yo no consigo asustarme demasiado ni por los unos ni por los otros, porque creo que ni en Cataluña ni en el resto de España hay separatistas. Creo que hay en Cataluña quienes dicen que son separatistas, y hasta pienso que ellos, de buena fe, piensan también que lo son; pero el curso de la Historia nos enseña que cuando llega el momento de serlo de veras, un llamamiento del afecto, un consejo de la conveniencia, un imperativo cualquiera de la realidad basta para acabar con toda aquella literatura de la desesperación y para colocar a las gentes en su terreno. ¿Por qué? Porque en España hay algo más, bastante más de lo que dicen los espíritus enconados en el momento del enojo. No quiero hablar con un texto mío; citaré uno de persona que, aunque políticamente haya merecido muchas impugnaciones de vuestra parte y de la Cámara en general, no se puede negar que ha sido un catalanista tipo y un gran conductor de la fe y del fervor catalanistas; me refiero al Sr. Cambó. Pues el Sr. Cambó, viejo y pertinaz catalanista, dice: «Es innegable que entre Castilla y Cataluña y entre Portugal y Vasconia hay diferencias más profundas que las existentes entre Sicilia y el Piamonte, entre Provenza y Bretaña, entre Inglaterra y Escocia…, y no digamos si entre Prusia, Baviera y Austria. Pero esa diferencia esencial entre los núcleos raciales no destruye el hecho de una unidad geográfica cuya trascendencia política han venido acentuando unos siglos de historia común sincera y efusivamente compartida, una unidad económica fuertemente articulada y hasta ciertas realidades demográficas, como la actual magnitud y complejidad de Barcelona, únicamente compatibles con su indignación dentro de una gran unidad política. El olvido de una realidad hispánica, a la cual está inexorablemente ligada Cataluña, sería políticamente tan funesto en el siglo XX como lo fue en la Edad Media».
Esta es, señores diputados, la verdad que en el momento de crisis se impondría a todos los intransigentes. Queramos o no –que si queremos–, hay una unidad hispánica que ha hecho la Historia, la economía, el intercambio de intereses y de manifestaciones artísticas, todo, todo lo que tienen que llevar pueblos que han corrido la misma suerte durante muchos siglos y que se comunican, por ferrocarril, dos o tres veces diarias, en diez horas de tiempo. No hay, pues, separatismo ni hay asimilismo. ¿Cuál será el camino de la solución?
Pues la inteligencia; no hay otro. Y cuando oigamos en las tertulias, en los casinos y o los cafés de la calle de Alcalá o de las Ramblas manifestaciones extremistas no las tomemos demasiado por lo trágico, porque, por exclusión, se llega a la solución de que no hay más remedio que entenderse. Una de las grandes glorias de esta Cámara será que nos entendamos, y para entendernos habremos de tomar la lección de las dos negativas: del asimilismo y de la secesión; es decir, que para entendernos ni podemos desconocer la personalidad de Cataluña ni se puede pensar en una España deprimida y débil. Son, pues, los dos conceptos los que han de prevalecer para el hallazgo de la solución. Y esa solución de inteligencia, ¿qué alcance tendrá? ¡Ah!, en esto cabe una gama muy extensa. Era ayer –en la Historia los años cuentan minutos– cuando un catalanista mallorquín, gloria de las letras españolas, cuyo nombre pronuncio siempre con reverencia por sus méritos y por lo que en mi ánimo influyó, Miguel Santos Oliver, veía en el problema catalán simplemente una cuestión de buen gobierno. Al otro extremo está la ideología de Prat de la Riba, secundada y seguida por todos sus discípulos y continuadores. «No se trata –decía a los castellanos– de que nos gobernéis bien o mal; se trata de que no nos gobernéis». (El Sr. Royo Villanova: De que os marchéis.) Creo que la frase era «que no nos gobernéis». «No se trata de que nos gobernéis bien o mal, sino de que no nos gobernéis.» Pero, en todo caso, yo rogaría de la erudición del Sr. Royo Villanova que no me estimulase demasiado en el camino de la crítica, porque tengo que proceder con todas las cautelas, con todas las precauciones y con todos los frenos.
Hemos de entrar, pues, en el camino de una inteligencia sobre esos dos supuestos: que ni España, la unidad de España, la singularidad, la firmeza, el Poder de España pueden ser desconocidos, ni tampoco puede ser olvidada la realidad de la personalidad catalana.
En busca de la fórmula interesa apartar del camino dos obstáculos, que tienen más importancia verbal que substantiva; pero, en fin, en pueblo como el nuestro las palabras estorban a veces más que los hechos. Esas palabras son «soberanía» y «patriotismo». A cada paso, siempre que se afronta cualquiera de los aspectos del asunto, brota el tema de la soberanía. ¡Ah! ¡Esta facultad no se puede ceder porque merma la soberanía; de esto no se puede hablar porque desintegra la soberanía; esto no se puede hablar porque desintegra la soberanía; esto no se puede reconocer sin mengua de la soberanía! Veamos si el vocablo tiene tan enorme fuerza contentiva y limitativa como suele parecer.
Yo pienso, con Jellinek, que la soberanía no es un concepto absoluto, sino una categoría histórica, y en el curso de los tiempos la soberanía ha tenido encarnaciones muy diferentes. Hay un proverbio francés de la Edad Media que dice: «Cada barón es soberano en su baronía.» Claro, porque en un régimen feudal no se concibe otra soberanía sino la del señor territorial y jurisdiccional, a cuyos sucesores vamos a dar un trato riguroso, si bien merecido, en el proyecto de ley agraria. Pero cambió el sistema político y la monarquía absoluta asumió todos los poderes antes esparcidos, y ya la voz de orden de la soberanía era otra; todos los monarcas pudieron decir con Luis XIV: «El Estado soy yo». Y surgió un concepto de soberanía personal, patrimonial y hereditario.
Avanza la Historia, y con los movimientos revolucionarios brota el concepto que no hubieran podido concebir ni llegaron a comprender nunca los monarcas absolutos ni los viejos señores: brota el concepto de la soberanía nacional, y ya está cambiado por completo lo que es soberanía y ya es el pueblo, con su manifestación del sufragio, sus múltiples y encontradas opiniones, sus juicios, sus pasiones, sus apetitos, sus deseos, quien encarna toda esa suprema potestad. Pero llegamos a nuestros días y apunta una teoría nueva, la del sindicalismo, y el sindicalismo dice: «No, no hay tal soberanía del Estado, ni el Estado tiene una función suprema sobre nadie. Los pueblos se han de gobernar por el concierto, por el pacto de gremios, corporaciones y sindicatos que libremente establezcan las relaciones jurídicas». Y ya tenemos aquí otro concepto enteramente nuevo de la soberanía. Sin llegar a un fenómeno plenamente sindical, los Estatutos de los funcionarios han limitado una soberanía estatal que para nuestros padres era intangible y sagrada. El dictador español se murió sin comprender cómo era posible que él, que había deshecho la Constitución del reino, no podía acabar con un dependiente de un Ayuntamiento rural, porque brotaba siempre aquella soberanía compartida, hija de la ley, que hacía al funcionario inatacable por los ácidos corrosivos del Poder gubernamental, y bastaba una sentencia del Tribunal Contencioso para que el secretario del Ayuntamiento pudiera más que el dictador.
Ahora, además, apunta otra manifestación de soberanía internacional, y no es ya la Iglesia católica, universal, internacional por su naturaleza, de siempre predecesora en esto, como en muchas cosas, de teorías que hoy se encuentran excelentes y nuevas, sin lo la Sociedad de Naciones, el Tribunal de Justicia Internacional y el movimiento obrero, que tiene su fuerza en su internacionalismo.
Por consiguiente, dado este concepto de la soberanía, ¿hemos de pelear a propósito del servicio A o del servicio B, del nombramiento de este o del otro funcionario, de la concesión de tal o cual ley o reglamento, creyendo que en todo está envuelta la soberanía? No. Conviene achicar el concepto. La soberanía, a mi entender, queda limitada a un solo Poder: al Poder de creación, que es, por consecuencia lógica, el Poder de revisión. Por eso yo no me emociono demasiado cuando me dicen si esta facultad, si la otra atribución se puede dar o no con merma de la soberanía. No; de muchos modos viven los pueblos felizmente, y hay soberanía plena, y hay soberanía delegada, y hay soberanía compartida, y hay régimen unitario, y hay régimen federal. La soberanía no está más que en una cosa: en el Poder de creación.
Segunda palabra: el patriotismo. Conviene mirar cara a cara a los vocablos. Vosotros tenéis esta tesis: «España no es nuestra patria, pero es nuestro Estado». Y hemos perdido demasiado tiempo en querer forzar a entender y estimar la patria como la entendemos y estimamos nosotros. El esfuerzo es baldío, porque estas cosas no se imponen. ¡Qué más quisiera yo sino que vosotros tuvieseis de la patria española el mismo concepto que inunda mi alma, formada y creada en correrías innumerables por todo el territorio nacional, con predicaciones sin cuento, en contacto con los hombres de todas las latitudes españolas, con las más diversas costumbres, con los instintos y los apetitos más opuestos! Ese conocimiento generalizado me ha hecho, ya en mi madurez, amar a España, sentir a España mucho más que en los albores de mi juventud. Yo no sé si viajando los catalanes más por toda España acabarían participando más de estos sentimientos. (Rumores.)
Un escritor distinguidísimo, D. Melchor Fernández Almagro, en un libro interesante por todo extremo, que acaba de publicar, se hace cargo de este mismo argumento y dice: «¿Para qué pelear sobre el concepto de patriotismo?» Edifiquemos sobre aquello que es común, y si los catalanes, con un sentimiento más reducido –lo llamaré más subalterno– hacia la patria española tienen, sin embargo, un concepto de la necesidad del Estado español, trabajemos sobre eso; y si el Estado es el que unifica nuestras voluntades, pongámonos de acuerdo para reconocer que vosotros no querréis –yo estoy seguro de que no lo habéis querido en ningún momento– un Estado enteco, un Estado débil, un Estado flojo, que si fuera flojo en la relación con vosotros sería fácilmente arrollable en las relaciones con todos los demás; y eso ni a vosotros ni a nadie conviene, porque de fronteras para afuera no hay más que una cosa viva y latente: España.
Apartados esos obstáculos del camino, vayamos ya a la elección del sistema de inteligencia. Se presentan dos: un régimen federal y un sistema de regionalismo autonómico. ¿Cuál podemos estudiar y plantear? ¿El federal? Yo creo que no, porque ya lo hemos eliminado en la Constitución. El tema ha sido aquí tratado, si no recuerdo mal, por el Sr. Sánchez Román.
Sobre esto hay un punto gracioso. Todos sabéis que tuve el honor de presidir la Comisión Jurídica Asesora, redactora del anteproyecto de Constitución, que tan poco gusto dio a los señores (Risas.), y apenas lo publicamos nos encontramos, por la derecha y por la izquierda, con un ataque fundamentalísimo. Lo primero que nos dijeron fue: «¡Ah!; ¡pero si este proyecto no es federal!; ¡pero estos hombres no han hecho una Constitución federal!; pero ¿es que la Constitución no va a ser federal?» Y por todas las columnas de los periódicos circulaba un hálito de indignación porque no habíamos hecho un proyecto de Constitución federal. Yo confieso que llegué a pasar unos momentos verdaderamente bochornosos, porque me parecía que cuando iba por la calle las gentes me señalaban con el dedo, diciendo: «Fíjate, ese hombre voluminoso no es federal.» (Grandes risas). Y ahora llega el dictamen de la Comisión, y todas las gentes que antes nos atacaban por poco federales atacan al dictamen y a la Comisión –no hay que decir que a los catalanes– por demasiado federales. Y gritan y se enojan diciendo: «¡Pero esto es una República federal! ¡No hemos votado la República federal!»
Dejemos un poco su holgar a los comentaristas y fijémonos en la verdad del caso. La verdad es que hemos hecho una Constitución que no es federal, que admite la posibilidad de un desarrollo autonómico a las regiones que muestren unidad de historia, de lengua, de costumbres, etc.; pero federal, no. Por consiguiente, si no se trata de una organización federal, vamos a quitar también de en medio todas esas apostillas del Pacto de Cataluña con España, de la relación de Estado a Estado y hasta, si alcanza el tiempo, la preocupación de nuestro excelente amigo el Sr. Maspóns, que sostiene en un libro reciente que la Constitución española no rige en Cataluña. Dejemos todo eso. Tenemos que vivir dentro de la Constitución con lo que hemos sido hasta ahora históricamente, con lo que la nueva Constitución históricamente nos permitirá ser, y apartemos también todos esos conceptos, un poco agrios, que suelen perturbar la discusión sin fruto ninguno. Estamos, pues, ante una simple limitación de actividades del Estado a favor de la región autónoma.
¿Qué es lo que Cataluña ha pedido esencial, fundamental y categóricamente? Dos cosas en las cuales se puede reputar envuelta su aspiración de estos últimos años: una, el respeto a su lengua; otra, que las facultades que se conceden a la región, pocas o muchas, lo sean de modo intensivo. El cuánto, habéis dicho, desde el Sr. Cambó hasta Acción Catalana, que no os interesa; lo que interesa es la substancia de la autonomía en la función que se nos encomienda, a tal punto que inventasteis, con fortuna, el símil de la autonomía vertical y dijisteis: «Nada nos interesan muchísimas facultades trazadas horizontalmente con el Poder del Estado intercalado a cada momento; preferimos pocas, trazadas en sentido vertical, donde nosotros tengamos la potestad desde la base hasta la cúspide.» Pues esto también facilita la inteligencia.
En cuanto a la lengua, desde luego, porque en eso tenéis tal suma de razón, tan desbordante cantidad de razón que no habrá nadie en la Cámara que trate de cohibir vuestra expansión, ni siquiera de repetir conceptos ofensivos que otras veces eran corrientes y comunes contra vuestro idioma. En este trato de la lengua catalana ha radicado el mayor veneno de todo el asunto. No olvidará nunca que Prat de la Riba hablaba un día conmigo y me decía: «Si no fuera la cuestión de la lengua, quizás el tratamiento de todo lo que nos separa fuera meramente administrativo». Aquellos testigos a quienes no entienden los Tribunales; aquellos otorgantes a quienes no comprenden los notarios; aquellos funcionarios que dicen al catalán: «¡Hable usted en cristiano!»; aquellos jueces y gobernadores que de tal modo atropellan una cosa que no se razona, porque es íntima, como nuestra sangre, como nuestra genealogía, como nuestro amor, como nuestro temperamento; todo ese desconocimiento de la lengua es la negación de una personalidad y frente a eso habéis protestado y os habéis indignado y os habéis sublevado. Y en este punto, toda la razón está de vuestra parte; pero, por fortuna, en estas Cortes republicanas, sobre eso, no hay cuestión: la lengua vuestra es tan sagrada para nosotros como la castellana. (Aplausos en la minoría catalana).
Y ahora vamos a las facultades y al verticalismo. Sobre este punto pienso que el dictamen de la Comisión ofrece campo suficiente para la concordia. Me ocuparé, rápidamente, de los temas de escisión; pero antes debo subrayar los numerosísimos asuntos en que el dictamen reconoce esa autonomía vertical. Sirva de ejemplo el régimen local.
Se atribuye todo, de arriba abajo, a Cataluña; sin intromisiones de poder ninguno y lo mismo que éste los otros muchos conceptos que tiene el artículo correspondiente, y que no necesito citar porque todos los conocéis.
Conste, pues, que hay numerosas y verticales autonomías y la discusión ha quedado ya reducida virtualmente a media docena de puntos. Sólo con esto ya estamos proclamando la excelencia de todos cuantos estamos aquí. Vamos a elogiarnos nosotros, ya que fuera nos regatean el aplauso. (Risas). Estamos proclamando la excelencia de cuantos estamos aquí: Gobierno, mayoría, minorías, diputados sueltos, todos; porque hemos conseguido una cosa que no tiene precedente en la historia política: vosotros, los que sois tan viejos como yo, por desgracia vuestra, habéis visto siempre tratar de las cuestiones catalanas en el Parlamento con párrafos inspiradísimos, con oleadas líricas, con acentos de indignación, con sublevaciones dramáticas, con apóstrofes violentos; pero con serenidad, con calma, con cordura, sin que se extralimite ningún orador, sin que haya una palabra disonante, manteniéndonos tardes y tardes en una atención que tiene algo de unción religiosa, como dándonos todos cuenta del concepto de nuestra responsabilidad y de la trascendencia de nuestra misión, no lo hemos visto hasta ahora. Los que son diputados noveles pueden tener el orgullo; nosotros tenemos, con el orgullo, la sorpresa. (Un señor diputado: Es la República). Pues ya es bueno que el señor diputado que me interrumpe lo crea así, porque si él atribuye –yo no se lo censuro– a la República esa virtud taumatúrgica, yo le suplicaré que siga poniendo en ella la misma confianza cuando se sienta tentado de discrepar. (Rumores y risas).
Y vamos a los contadísimos problemas que determinan contradicción en este debate. De ellos apartaré uno, el de la Hacienda, por dos motivos: primero, porque yo tengo una incapacidad nativa e incurable para entender de cuestiones financieras; la incompetencia mía en esto, más que una dolencia crónica, es algo así como una parálisis general progresiva. (Risas). Como no entiendo de Hacienda y no quiero decir bachillerías apuntadas, más vale que me calle. Pero, por otra parte, no me preocupa eso demasiado, porque estoy bien enterado de que todo lo que es cuestión de números y de intereses materiales se resuelve fácilmente: la tela se corta centímetro más arriba o más abajo y se llega a la solución; es en los sentimientos, en las viejas ideas, es en la raíz de los espíritus donde se presentan los graves problemas, en los que no se puede regatear con tanta sencillez.
Primera cuestión: revisión del Estatuto. El Estado dice: «No puedo conceder un Estatuto que sea ya irreformable y al cual me encuentre atado por los siglos de los siglos. ¿A qué quedaría reducida mi potestad si este Estatuto que hoy hagamos, nunca, por nada ni por nadie, se pudiese alterar?» Y tiene razón el Estado.
Pero vosotros decís: «¿Qué Estatuto sería éste, al amparo del cual yo voy a organizar mi economía, mi sistema político, mis autoridades, mi burocracia, si me lo pudierais echar por tierra en una votación ordinaria de cualquier ley en Cortes ordinarias?» Y también tenéis razón; pero la solución está bien clara y la han apuntado los Sres. Hurtado y Abadal: el Estatuto ha de tener la categoría de un concepto constitucional, nada menos, pero nada más: es una pieza de la Constitución. Al hacer toda España, hacemos Cataluña con arreglo a este molde: queda, por consiguiente, esto engranado en la Constitución. ¿Cómo se reformará? Por los medios de reformar la Constitución: pudiendo ser Cataluña la que excite a la reforma, para lo cual siempre tiene libertad utilizando el quórum de Ayuntamientos, la votación plebiscitaria, etcétera. Ese es su derecho de petición. Y los demás, votando la propuesta del Gobierno o la de la cuarta parte de los diputados, que uno y otra pueden proponer la reforma de la Constitución y por ende la del Estatuto. Parece que éste es un camino bastante llano y sobre el cual se ha de llegar a un acuerdo sin gran esfuerzo.
Segundo tema, que no sé si ha sido apuntado antes de ahora, pero que a mí me preocupa: órgano de relación entre la región autónoma, si queréis el Estado-miembro, como en los regímenes federales, y la autoridad del Estado mayor o unitario. En el proyecto y en el dictamen no hay órgano alguno de relación; España desaparece. Si prevaleciese todo lo que pretendéis, desaparecería el Gobierno, la Audiencia, la Delegación de Hacienda, la Universidad, todo; sólo quedaría una cosa, aceptada en el propio Estatuto: el general de división. ¿Os habéis dado cuenta del alcance que tendría, más contra vosotros que contra el Estado mismo, que en las constantes ocasiones en que tendréis necesidad de hablar, durante muchos años, yo creo que durante siempre, con el Estado español, no tuvieseis más órgano de comunicación que un general divisionario?
Ya sé que vosotros estáis en la idea de que el órgano de relación es el presidente de la Generalidad: más el concepto está un tanto necesitado de revisión; el presidente de la Generalidad, al fin y al cabo, brota como encarnación de uno de los dos, no digamos antagonistas, digamos dialogantes, y, por tanto, es parte en el pleito, ¡y él será el órgano de relación! Vosotros decís –alguno particularmente me lo ha dicho–: «Pues ocurrirá como con los alcaldes: los alcaldes también son del Ayuntamiento y, sin embargo, son el órgano de relación con el Poder central». Sí, pero los que me hacéis esta observación tenéis que olvidar una cosa: que el Gobierno puede destituir a los alcaldes. ¿Es que aceptaríais un presidente de la Generalidad a quien el Gobierno pudiera destituir? Si yo fuera catalán, no lo aceptaría. Pero ¿es que vosotros vais a quedaros sin comunicación alguna con el Estado español, salvo la del general? No; hace falta un órgano. Como vosotros, los catalanes, sois mucho más propensos al humorismo de lo que la gente cree y sólo os emulan los asturianos, decís cuando se os habla de esto: «¡Ah! ¡El virrey, el pretor!» No, ni el virrey ni el pretor: el órgano de comunicación, con el nombre que se le quiera dar: gobernador, delegado, lo que se quiera.
Cuando hicisteis todos los diputados catalanes el proyecto de Estatuto para Cataluña del año 1919, encarnaba en él todas las funciones de un verdadero Poder moderador el gobernador general; debo reconocer que ese Estatuto no dice quién le nombra, pero de este propio silencio y de todos los antecedentes que se recuerdan de aquella época, puede inferirse sin temeridad que aquel gobernador general que aceptabais el año 1919 era un gobernador propuesto por el Estado español, con el cual se relacionaba el Parlamento catalán y que ejercía las facultades de Poder armónico, nombrando y separando a los ministros; no me atrevería a proponer en el día de hoy autoridad de competencia tan extendida, pero sí me permitiría preguntaros: ¿tantas cosas han pasado desde 1919 a hoy, que ya, desde aquel gobernador general que aceptabais todos, todos, incluso D. Francisco Macià, se ha de llegar a la supresión absoluta de todo órgano de relación? Pues no me lo explico.
Vamos a la Justicia. ¿De quién ha de ser la Justicia? Por mi gusto, por mi criterio, del Estado central. Yo además tengo un deber de consecuencia porque ésa es la propuesta del anteproyecto de Constitución, y debo ser consecuente conmigo mismo; pero después de ser consecuente, soy lo bastante comprensivo para hacerme cargo de los motivos que tenéis vosotros para repugnar esta institución. Vosotros decís, es frase que tomo de uno de vuestros libros: «el que hace el Derecho, necesita tener el Poder para garantizarlo», y es una verdad; mas también es verdad esto otro, que en libros centralistas se lee: «una legislación uniforme debe recibir siempre una interpretación uniforme», y a mí me parece que por estos dos caminos se abre el cauce de la solución. Vosotros vais a tener una legislación peculiar, particularísima y exclusiva vuestra y otra legislación en la que no sois solos vosotros los árbitros; va a ser vuestro el Derecho civil de vuestra región, el que tradicionalmente ha iluminado vuestras familias y vuestras costumbres, y vais a tener un Derecho administrativo para todas aquellas funciones que van a quedar plenamente vuestras: pues bien, en eso que es totalmente vuestro, vuestro Derecho civil y vuestro Derecho administrativo, es congruente, es legítimo que tengáis los Tribunales de Justicia y que no entren los Tribunales del Estado a alterar para nada vuestra jurisprudencia. Es perfectamente lógico que en aquello sobre lo cual legisláis sin intervención del Estado, también juzguéis; pero aparte de eso, queda aquella amplia zona en que tenéis que estar en una convivencia con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido con España; es todo el Derecho civil de obligaciones, recogido en Suiza y en otras parte en Códigos especiales que escapan a las particularidades de los Estados miembros; está el Derecho mercantil tendente, no a una unificación nacional, sino a una universalización de movimientos científicos y jurisprudenciales de más alto interés a cada instante para el Estado; está el Derecho penal, en el cual poderosas razones de humanidad aconsejan la unificación de sistemas y ordenamientos. Pues bien, en todo esto que no es lo peculiar de Cataluña, sino lo general de España, es legítimo que haya Tribunales de España, jurisprudencia española.
Orden público. Es esta cuestión acaso más ardua que las anteriores. Si hay en Cataluña una autonomía verdadera, con un delegado español que gobierne la Policía y la Guardia civil, las situaciones que se van a producir serán enormemente tirantes, enormemente trágicas; la posición de este funcionario español será muy para considerada. Ello parece que aconseja abrir la mano en este punto, como la abría el Sr. Ortega y Gasset; mas también tiene mucho peso la observación del Sr. Maura: «¿Es que en estos momentos de congoja por que atraviesa la sociedad española se puede desconectar la herramienta de la seguridad pública en Cataluña de la que actúa en otras partes? También esto es peligroso. Mirad los momentos que estamos atravesando, y que entre la montaña de Figols y los llanos de Sevilla hay alguna compenetración, no siendo cómodo para los Gobiernos velar por la seguridad de toda España si tienen que detener su iniciativa ante una región que dispone de organismos propios de seguridad. Y todavía, antes de examinar el caso, habrá que pararse en otro episodio: ¿Quién va a encarnar la región autónoma? Porque si la encarna en moldes y manifestaciones de Gobierno, toda Cataluña, en íntima, cordial y sincera compenetración, la confianza de parte de todos los demás puede ser mucho más grande; pero si el Poder encarnase en sector o partido que tuviera determinados compromisos, obligaciones o simples contactos en contra de otros sectores de Cataluña, habríais traído el reflejo de vuestros antagonismos a la defensa de la seguridad de toda España.»
Bastan estos apuntes para dejar sentado que el tema, sin ser, ni mucho menos, insoluble –ninguno lo es–, merece una serena revisión.
Y vamos a lo de la enseñanza. En lo de la enseñanza me puedo equivocar, como en todo; pero yo lo veo con perfecta claridad. Yo estoy a vuestro lado en todo, y vosotros, si procedéis con la nobleza que os atribuyo y es merecida, vais a estar a mi lado en un punto: decís que queréis defender la cultura catalana; no me meto en ese distingo, propio de los profesores, de si existe o no una cultura catalana; a mí me basta con que creáis que la tenéis para que me parezca absolutamente respetable. Defensa de la cultura catalana: muy bien. Universidad catalana: perfecto; profesores: los vuestros; idioma: el catalán; sistemas de enseñanza: los que queráis. Así toda la organización universitaria, ajustada a vuestro antojo, a vuestro albedrío.
Pero no queráis que nos vayamos, porque ése es el punto en que nunca, nunca, un alma madrileña, un alma de cualquier región de España, os podrá entender. La autonomía quiere decir respeto a vuestra libertad, consideración y homenaje a vuestra lengua, a vuestra ciencia, a vuestras artes, a vuestros propósitos, a vuestra administración, a vuestros anhelos educativos, a todo; pero no quiere decir dimisión de nuestro deber ni escapada, como fugitivos, de un sitio en donde hemos actuado, quizá no con fortuna, pero ciertamente sin desdoro. (Muy bien, muy bien). Eso es lo que hará que no nos entendamos, y en ese detalle podemos trazar una discusión; puede que no sienta la necesidad de tener Universidad alguna, que eso depende de vosotros; pero también puede que sienta esa necesidad. Un Estado maniatado ante vosotros, que se comprometa a dimitir de su función universitaria, eso no puede ser.
Una seña del Sr. Hurtado me tranquiliza porque demuestra que, por lo visto, su pensamiento no anda muy distante del mío; como yo tengo por el Sr. Hurtado una añeja estimación, me ha bastado ver que hace así (Signos afirmativos), con el puño y con la cabeza para quedar completamente tranquilo y pasar a otro punto. (Rumores). Pues todo esto, con ser tan importante, me parece que tiene un interés muy subalterno, porque, en definitiva, los pueblos no los hace la Gaceta; lo que importa más, porque en todo llegaremos a una coincidencia –¡no hemos de llegar!, ¡no faltaba más!, no pueden ocurrir las cosas de otra manera–, lo que importa más es el estado de espíritu, es que acometamos el nuevo sistema, unos y otros, con el alma limpia y la intención elevada. Si nos vamos a mirar siempre como adversarios, pensando en que nos va a engañar el otro, pensando cuándo el otro nos perturbará o nos sorprenderá, es inútil que discurramos el Estatuto literalmente más perfecto; no servirá de nada: es el estado de conciencia, es la limpieza del alma lo que tenemos que cuidar aquí unos y otros. Por eso creo yo que nuestro interés como parlamentarios consiste en que no fracasen los catalanes, ni los de la izquierda ni los de la derecha, todos me merecéis igual respeto y además estáis unidos en este problema; nuestro interés, señores diputados, es que estos hombres no vuelvan fracasados a Cataluña, que lleguemos a un acuerdo con ellos, prudente, justiciero y aceptado libremente por todos, porque si fracasasen ellos, detrás de ellos vendría una crítica que daría el mando, ya que no la razón, a los extremistas disolventes, y la autoridad moral de estos parlamentarios catalanes es un activo de España que el Parlamento no puede tratar con desdén.
En alguna ocasión se ha estado a punto de coincidencias, y malhadadas circunstancias las han hecho fracasar. Quizá pudo haber una coincidencia en el año 1907; testigo yo de mayor excepción de lo que era el movimiento de solidaridad de Cataluña en relación con el régimen local de D. Antonio Maura, he guardado siempre en mi ánimo la convicción de que si entonces se hubieran llevado las cosas por el buen camino, muchas de las que hemos visto después no las habríamos presenciado, porque era leal la actitud del Sr. Maura, y era leal, absolutamente leal, la actitud cooperadora de la gran mayoría de los políticos de Cataluña.
Y ya que he nombrado al Sr. Maura, me perdonará el señor Hurtado una leve rectificación a su discurso del otro día: quiere D. Miguel Maura que se la deje a él, pero no renuncio a hacerla. El otro día, en una efervescencia retórica, aludía el Sr. Hurtado a aquellos debates, y decía: «Ya veis: ¿qué queda del señor Maura? Nada. Y nosotros estamos aquí». Señor Hurtado, sus señorías están ahí, con honor y satisfacción de todos; pero no es justo S.S. al decir que de Maura no queda nada: de Maura quedan las ideas, lo más grande que los hombres pueden dejar, y todos los hombres conservadores que queremos tener un sentido humano, racional y comprensivo del conservadurismo, de las ideas del Sr. Maura seguiremos nutriéndonos durante muchos años. Yo sé, Sr. Hurtado, que en lo íntimo del alma de S.S. hay una reverencia para el Sr. Maura, aunque el otro día no alcanzó una feliz forma de expresión: ahora la tiene sólo con ese sentimiento.
El otro momento en que pudo llegarse a la compenetración fue el de la Mancomunidad. Si la Mancomunidad hubiera sido cariñosamente tratada y aceptada por todos en lugar de ser degollada con la máxima inoportunidad, ¿no es posible que la Mancomunidad hubiera sido el cauce para desarrollar todas estas cosas con una facilidad que ahora, a veces, escasea? Pero, en fin, perdidas aquellas ocasiones, cojamos ésta. Y después de llegados al acuerdo, ¿cuál será el porvenir? ¿Es que ya nunca volveremos a oír ninguna estridencia de Cataluña? Quiero sumarme en este punto –¡ojalá tuviera nivel para sumarme en todo!– al concepto del Sr. Ortega y Gasset: no engañemos a la gente diciendo: «Esto es la terminación del problema. No. A mí pocas cosas me han hecho reír tanto en la vida como esos títulos y subtítulos ingenuos de ciertos libros que dicen: «Solución del problema social». No. El problema social es una cosa en un devenir constante; es tan viejo como la Humanidad; tendrá sus cristalizaciones, sus encarnaciones diversas cada día, pero no hay nadie que lo resuelva con una ley ni con producto alguna de ninguna farmacopea.
Pues algo de esto pasa con problemas como los regionalistas, que están incrustados en la entraña del pueblo. Que nadie se llame a engaño si después de votar un Estatuto nos encontramos con unas palabras violentas del grupo: «Nosaltres sols» o del «Tot o res», o quien sea. Eso es inevitable; lo que importa es que no prenda en el ánimo de la generalidad de los catalanes; que sea la excepción; que sea el desconcierto; que sea el enojo contra ellos mismos. Pero que tendrá que haber siempre algo de esto, sería inocente desconocerlo.
Y entonces, ¿no habrá nunca tranquilidad? ¿No viviremos acordes? Nuevamente quiero ponerme aquí al lado del Sr. Ortega y Gasset: el Sr. Ortega y Gasset dijo un verbo que a mí me parece atinadísimo, el verbo «conllevar», que no todos recibisteis en su simpática y espiritual acepción, porque muchos han creído que quería decir «soportar». Yo creo que interpreto mejor a mi ilustre amigo el Sr. Ortega y Gasset, si pienso que conllevar quiere decir hacer juntos un camino teniendo que entenderse y ceder y transigir recíprocamente los que lo hacen, como pasa entre los seres que se estiman más: se tienen que conllevar el marido y la mujer, el padre y el hijo, los hermanos entre sí. Tendremos que seguir tramitando indefinidamente esta cuestión, que por su propia naturaleza no puede resolverse de un plumazo, y el que crea otra cosa se engaña y corre el peligro de engañar a los demás. Entonces argüirá algún pesimista, ¿siempre en detrimento de España? ¡Ca! La vida es más compleja de lo que creen algunos glosadores. En 1714 Cataluña yacía bajo la garra incomprensiva de Felipe V, que la imponía la ley del vencedor, y quedaba en su ánimo reconcentrado un enrome acervo de protesta y de indignación. Pues no había pasado un siglo, y en 1793 Cataluña era la vanguardia de la defensa de España frente a la Revolución francesa, y se hizo entonces lo que por antonomasia se llamó la guerra grande (bien ajenos aquellos abuelos nuestros de lo que habían de ser guerras grandes andando el tiempo), en que Cataluña, con sus modos y maneras peculiares, defendió la unidad de España. ¿Por qué? Porque había brotado para todos los españoles un sentimiento de alarma ante el criterio revolucionario, una identificación, muy poco merecida, en el respeto a Carlos IV y a su familia, y una sublevación ante la decapitación de los reyes de Francia. Y aquella guerra fue un gran servicio de Cataluña a España.
Si me perdonáis una digresión, que durará sólo un minuto, os diré un episodio característico de esa campaña. Se batían entonces en el Pirineo catalán los somatenes, como ellos son, como los hemos conocido antes de que los falsificase la Dictadura (Risas): los hombres del campo, que defienden la libertad y la seguridad de su patria, y el general francés envió un recado al general español, diciéndole: «No estoy dispuesto a tolerar que bandas de paisanos desarrapados ataquen a mis soldados; por consiguiente, no guardaré la ley de la guerra sino al ejército regular. En cuanto mis tropas cojan a un paisano con armas, lo fusilarán sin formación de causa». Y el general español, hombre bondadoso (creo que era el conde de la Unión; ya debía haber muerto el general Ricardos), dijo esto a los catalanes y les invitó a ponerse una insignia, una simple insignia, que le permitiera a él decir que eran tropas regulares. Los catalanes dijeron que no querían, que ellos no se sometían a una uniformidad y que ellos no eran tropa regular; que ellos eran ciudadanos en armas y preferían perder la vida fusilados a cobrar garantías formando parte de un ejército regular, al que no querían pertenecer. Fueron con sus modos a la defensa de España. Y muy pocos años después llegó la guerra de la Independencia y brotó otro sentimiento común en Cataluña y en España entera, y tan altos como Gerona quedaron otros pueblos, pero más altos, no. Y poco más tarde surge la brutalidad, la enorme brutalidad, la deshonrosa e infamante brutalidad de las guerras civiles, y los catalanes participan en ella tan ciegos y obcecados como cualquier otro español, y de Cataluña salen figuras como la de Cabrera y movimientos políticos como el de los Apostólicos; y cuando en época de bonanza queréis hacer una muestra esplen