El Coronel del que nunca se olvidó Franco, por Francisco Bendala

Francisco Bendala

 

La Granja está, como cada año, de fiesta, pero este si cabe aún más. Su palacio viste sus mejores galas y no es para menos porque de nuevo va a celebrarse por todo lo alto, como corresponde, el 18 de Julio, sólo que, en esta ocasión, además, que España lleva veinticinco años de paz, de concordia, de hermandad, de perdón y, mejor aún, de olvido.

Poco a poco van llegando los invitados que forman un heterogéneo, vistoso y rimbombante elenco de personalidades de toda clase y condición. Hay diplomáticos de todos los países, prelados y purpurados, civiles, militares y caídes moros.

Saludos exagerados, palmadas en los hombros, sentidos abrazos, risas. Los chaqués se mezclan con uniformes de todo tipo y… condecoraciones, muchas, todo lo cual pone color y brillo a lo que sin duda va a ser, como cada año, una gran fiesta, sólo que este mucho más.

Y es que no es para menos, porque además de los años de paz, España bate cada día nuevos records de desarrollo y bienestar, y es la niña bonita y mimada de todos los países libres del mundo… y la envidia, aunque sorda, de los que disfrutan del “paraíso socialista” del que ella escapó por arte de Franco y de todos aquellos que dieron su vida y hacienda por esta España que ahora da sus frutos en todos los aspectos.

Entre tanta felicidad, al buen observador no se le pasa por alto la presencia de un Coronel que se muestra huidizo, nervioso, poco expresivo en sus saludos, que parece querer pasar desapercibido. Entre tanto bullicio permanece silencioso, se diría que incluso apesadumbrado.

De pronto, el anuncio de que el Generalísimo está al llegar, por lo que todos deben colocarse de forma que, como de costumbre, puedan saludarle y, al tiempo, ser saludado por él.

El llamamiento provoca que los corrillos se dispersen, las conversaciones se interrumpan y, en una especie de “sálvese quien pueda”, cada cual busque tomar, casi por asalto, el mejor lugar donde poder cumplimentar al indiscutible protagonista de tan magno evento. Bueno, todos no, porque hay un Coronel que no lucha por un puesto de primera fila.

Por fin aparece Franco. Silencio. Himno nacional. Emoción a flor de piel. Rostros curtidos que casi se deshacen. Recuerdos imborrables embotan la cabezas y algún ojo se humedece, mientras todos miran, de soslayo, al Caudillo.

Llega el momento. Cada cual adopta la postura más digna y estirada que puede para esperar a que el Jefe del Estado se pare ante él unos segundos y le salude.

Poco a poco la ceremonia transcurre con naturalidad, sin alharacas, sencilla, llena de normalidad y cercanía, porque eso es lo que trasmite siempre Franco. A cada cual dedica unos segundos, pues son muchos y hay que abreviar. Apenas un estrechar la mano tras oír su nombre, la mayoría de los cuales conoce de sobra, y siempre una sonrisa elegante, amable, confiada, bajo una mirada que lo dice todo.

Y le toca el turno al Coronel. Se estira en demasía, mira a Franco, quien, en contra de lo que viene haciendo, se detiene ante él, se recrea, contempla como su interlocutor se sonroja, embaraza y, finalmente, agacha la vista resignado. Franco, entonces, ensancha la sonrisa, su rostro adquiere una expresión entre paternal y de niño malo y, mientras le estrecha la mano con las dos suyas, más cariñoso que a nadie, le dice socarrón con su peculiar voz: “Vaya ojo clínico que tuvo usted, doctor, vaya ojo clínico”. Los más cercanos no pueden, aunque lo intentan, aguantar la carcajada; y es que el ritual se ha cumplido, y, no por esperado, pues se viene repitiendo cada año desde hace más de una década, no deja de causar alborozo.

Termina la ceremonia, se disuelve la formación, los corrillos entran en ebullición cual volcán reprimido durante siglos; todo es alegría, satisfacción y felicidad.

El Coronel, por su parte, se ve golpeado por una avalancha de manos que le palmean los hombros, y alguna el pescuezo. Sonrisas por doquier más que expresivas y muecas maliciosas y condescendientes a las que el Coronel contesta o mejor se defiende repitiendo resignado: “Siempre igual. No me lo perdonará nunca. Todos los años lo mismo. Nunca me lo perdonará”.

Post escriptum.- Coronel médico D. Enrique Blasco Salas (15.07.1889). En 1916, siendo Capitán, fue quien atendió a Franco en El Biutz cuando el Caudillo resultó gravemente herido, dándole por desahuciado. Principal impulsor de que la Virgen del Perpetuo Socorro fuera declarada patrona de la Sanidad Militar en 1926. En 1936 era uno de los cuatro médicos militares destinados en el Ministerio de la Guerra. Logró pasarse al bando nacional donde sirvió toda la guerra. En 1964 era Coronel. In memoriam.

 

 


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