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Pedro Carlos González Cuevas
En la lucha por las ideas no sólo el lenguaje se utiliza como arma política; también los ritos y los símbolos juegan un papel crucial. De particular relevancia para una causa política resulta contar con mitos, con iconos venerables encarnados en personajes célebres que el relato histórico suele encumbrar muy por encima de su historia real.
Un ejemplo claro de lo que digo ha sido y es, en España, la figura de Manuel Azaña Díaz. Y es que no hace mucho ‘El País’, intelectual orgánico colectivo del progresismo español, daba la noticia de que el Gobierno socialista había recuperado en Francia el escritorio en que el último presidente de la II República firmó su renuncia a la Jefatura de Estado en febrero de 1939.
“Recuperar este objeto tan simbólico es, en cierta forma, una manera de recuperar a Azaña”, señalaba la secretaria de Estado para la España Global, Irene Lozano, antigua militante de Ciudadanos y hoy militante del PSOE. Meses antes, en febrero, Pedro Sánchez visitó las tumbas de Antonio Machado y Manuel Azaña, en Collioure y Montauban respectivamente. En ambos lugares de la memoria, pidió, teatralmente, perdón a los exiliados, algo que, según él, el Estado español debería haber hecho “mucho antes”.
Típico hollow men, hombre hueco, tal como describía T.S. Eliot al hombre-masa contemporáneo, Sánchez contempla la Historia contemporánea española no ya desde una perspectiva abiertamente superficial y maniquea, sino groseramente pragmática, como un arma política contra la derecha. Frente a un PP incapaz de ofrecer una visión coherente de su propia trayectoria política y de su genealogía doctrinal, la izquierda disfruta de una hegemonía total; dispone de todo un arsenal: Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca o Manuel Azaña. Por supuesto, la narración en que se fundamenta es falsa, pero políticamente efectiva. El PP, en cambio, ni tan siquiera ha conseguido dedicar una calle a su fundador, Manuel Fraga, o poner una placa en la casa en la que vivió y murió.
En su profunda ignorancia y sectarismo, Sánchez cree que tanto Machado como Azaña fueron marginados durante el franquismo. Si es así, se equivoca. En realidad, Machado siguió siendo en esa época un poeta de referencia para los vates de la situación, como Dionisio Ridruejo, Luis Rosales o Leopoldo Panero. Figuró en el canon literario y su obra aparecía en los libros de texto, siendo objeto de numerosos homenajes oficiales, alguno de ellos presidido por Adolfo Muñoz Alonso, uno de los intelectuales de la dictadura. Si hubo alguien marginado fue su pobre hermano, Manuel, que optó por los sublevados durante la Guerra Civil.
Centremos, sin embargo, nuestro interés en Azaña. Pese a las apariencias o los prejuicios muy arraigados, ha existido siempre en la derecha española un sector que, no sé muy bien las razones, se ha sentido tentado por la figura del alcalaíno. De 1932 data la obra de Ernesto Giménez Caballero, ‘Manuel Azaña’ (Profecías españolas), donde el vanguardista y fascista español interpretaba su figura como la de un “rey natural”, una especie de caudillo laico y modernizador. Sin duda, durante y tras el final de la guerra civil, Azaña se convirtió en la bête noire de los rebeldes; y su figura hubo de pasar a lo largo de bastantes años en las ergástulas y zahúrdas de la Historia. Lo cual comenzó a cambiar en el tardofranquismo. Sus Obras Completas fueron publicadas en México y, aunque prohibida su venta en España, podían comprarse en las librerías con relativa facilidad. La censura permitió la publicación del libro de Juan Marichal, ‘La vocación de Manuel Azaña’, que era básicamente una la introducción a las Obras Completas. En su obra ‘Historia de la guerra civil española’, Ricardo de la Cierva, biógrafo de Franco e historiador oficial de la dictadura en aquel nuevo contexto, interpretaba a Manuel Azaña como un “personaje interesantísimo y fuera de serie de la Historia contemporánea española”.
El libro comenzaba significativamente con una cita del discurso de Azaña en Barcelona, en julio de 1938, con el estribillo de “Paz, Piedad y Perdón”. Posteriormente, De la Cierva dio una interpretación liberal-conservadora del proyecto azañista. Muy favorable fue igualmente la obra de Emiliano Aguado –antiguo fundador de las JONS-, ‘Don Manuel Azaña Díaz’. Ya en democracia, intelectuales afines a la derecha como José María Marco volvieron a realizar una interpretación positiva del alcalaíno, representante de un supuesto patriotismo liberal y reformista. Tanto De la Cierva como luego Marco se dieron cuenta con posterioridad de lo desacertado de su perspectiva. El ex comunista Jorge Semprún lo vio meridianamente claro: esta valoración positiva del legado azañista demostraba que “los valores de los vencidos en la guerra civil son los que fundamentan la ley moral”.
En ese aspecto, las izquierdas no tuvieron problemas a la hora de “inventar” y “fabricar” un Azaña a gusto de sus consumidores y clientela política. El encargado de ello fue Santos Juliá Díaz, historiador de cámara del PSOE, autor de un par de libros sobre el alcalaíno, ‘Manuel Azaña, biografía política y Vida y tiempo de Manuel Azaña, en las que ofrece una interpretación mirífica y acrítica del personaje. No existe la menor duda de la identificación personal y política del biógrafo con el biografiado, al que presenta como un estadista incomprendido, que, en el fondo, se adelantó a su tiempo. Un personaje que “no estaba enterrado del todo” y que “tendría su lugar en la historia”.
Posteriormente, Juliá Díaz fue el editor de una nueva edición de la Obras Completas de Azaña, publicadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y Taurus. Esta edición fue presentada por el propio Juliá y por el entonces presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, quien afirmó que “la España que soñó Azaña es la que más se aproxima a nuestra España actual”. “Soñó progreso y hoy somos la octava potencia económica del mundo; soñó educación y hoy tenemos una enseñanza obligatoria y gratuita; soñó equilibro regional y hoy es el momento de nuestra historia de menor desequilibrio territorial”.
De todas estas interpretaciones extraemos una conclusión: la hegemonía absoluta que ejercen las izquierdas en el imaginario social español.
Pero, ¿quién fue realmente Manuel Azaña? No, desde luego, un gran escritor. Como literato, fue claramente un autor menor, al que se exalta por motivos políticos, no estéticos. No entraremos, sin embargo, en esta faceta, porque doctores tiene la crítica literaria y yo no figuro entre ellos. No obstante, diré que, por ejemplo, El jardín de los frailes, me parece una obra aburrida, carente de tensión narrativa e ingenua desde el punto de vista ideológico. Por otra parte, en sus célebres Diarios, Azaña se autodestruye, porque muestra su auténtica faz tan sectaria como sarcástica. Nadie, sobre todo sus más directos colaboradores, salen bien parados de sus testimonios. En realidad, su importancia no es ideológica, sino política.
Cualquiera que profundice en su obra ha de llegar a la conclusión de que fue un hombre cuya cultura política estaba ya desfasada desde hacía tiempo. Su formación intelectual fue muy somera, y nunca pudo ser un hombre de ciencia. Su marco de referencia político no fue el mundo posterior a la Gran Guerra, sino el de la III República francesa. Como hubieran dicho Hayek y Oakeshott fue, ideológicamente, el típico “constructivista” y “racionalista político”, un arrogante que pretendía imponer sus criterios y prejuicios a la realidad del país. No existe en su obra la menor huella de Marx, Weber, Schmitt, Heller o Keynes.
El pensamiento económico la fue completamente ajeno. En su obra no aparece la menor reflexión sobre la revolución rusa, el marxismo, el fascismo, el nacional-socialismo el New Deal. La crisis del capitalismo liberal o del parlamentarismo clásico no pareció conmoverle en exceso; quizá porque ni tan siquiera fue consciente de su existencia. Con todo, Azaña no fue un mero reformista liberal, sino, como ya hemos señalado, un “constructivista”; su liberalismo es revolucionario, porque aspiraba a una construir una nueva nación, como él mismo señaló, “emancipándose de la Historia”. Nada menos.
Su actitud ante la Iglesia católica careció de inteligencia; la desafió directamente y, naturalmente, perdió la batalla. No menos irresponsable fue su planteamiento del tema catalán, incluso en algún momento llegó a reconocer la hipótesis de una secesión o el reconocimiento del derecho de autodeterminación. Dada nuestra perspectiva actual, hoy sabemos que, frente a la posición ingenua y negligente de Azaña, la razón histórica estuvo de parte de Ortega y Gasset en las discusiones parlamentarias sobre el Estatuto de Cataluña. Su modelo de república supuso un claro intento de marginación del conjunto de las derechas, a las que no otorgaba papel alguno en el nuevo régimen. De ahí su irresponsable posición ante el triunfo de los conservadores en las elecciones de 1933.
No participó en la insurrección de octubre de 1934, pero consideró ilegítima la participación de la CEDA en los gobiernos republicanos. Como jefe de Gobierno y luego presidente de la República, la lucidez y la eficacia políticas brillaron por su ausencia. A lo largo de la guerra civil, no fue más que una marioneta. Por ello, su discurso pronunciado en Barcelona en julio de 1938 –el de “Paz, Piedad y Perdón”- carece de grandeza, ya que está escrito y pronunciado bajo el anuncio de una derrota total. Además, su contenido fue censurado por las autoridades republicanas, al considerarlo derrotista. El epitafio de su trayectoria política fue La velada en Benicarló, donde, al menos en parte, reconoce sus errores.
Escritor mediocre, pensador inexistente, político de triste destino, ese fue Manuel Azaña. En ese sentido, cualquier intento de convertirlo en icono venerable tan sólo puede ser concebido como fruto de una mente superficial o suicida.