El silencio culpable, por José Utrera Molina

 
 
José Utrera Molina  
  
Reproducimos este artículo publicado en el diario ABC el 22 de junio de 1978, ya que se anticipa en el tiempo a la situación actual en España  
 
 
   Hay silencios limpios, serenos, honorables. Y hay, por el contrario, mutismos envilecedores, oscuros y serviles. Hay silencios claros, como el que Maragall ponía en el alma de los pastores. Silencios respetuosos, emocionados, pero hay también silencios sombríos y culpables, silencios del alma, silencios escandalosos, capaces de arruinar por sí solos el sentido de toda una vida y de desmentir la autenticidad de muchas de las lealtades que ayer se proclamaban estentóreamente, con risueña comodidad, sin la presencia de adversarios amenazantes.  
 
   Callar en esta hora significa no solamente desentenderse por completo de un pasado que, de alguna forma, honrosamente nos obliga, sino también una huida de las exigencias del presente y un volver la espalda al reto del futuro. Se atribuye al viejo filósofo Lao Tsé la propiedad de una sentencia tan significativa como sobrecogedora: “Los más graves padecimientos –escribía– que gravitan sobre el corazón del hombre, los constituyen el dolor de la indiferencia y el silencio de la cobardía”.  
 
   Creo que somos muchos los españoles que, sin tener el ánimo propicio a pronosticar catástrofe, coincidimos en considerar los momentos que vive hoy nuestra patria como graves y decisivos.  
 
   La Constitución española se está elaborando en estos días. En el seno de la Comisión Parlamentaria, constituida al efecto, han pasado por sus preceptos en medio de silencios estruendosos, hurtados, contra todo pronóstico y esperanza, al gran debate nacional. La consecuencia es que la Constitución no sólo no despierta ningún entusiasmo –lo que sería, acaso, bueno, superada felizmente la época romántica del constitucionalismo–, sino que está sumiendo a nuestro pueblo en la confusión y en la perplejidad al ofrecerle ambigüedades sospechosas que, a cambio de oportunistas consensos de hoy, anuncian larvados enfrentamientos de mañana.  
 
   Son muchas las cuestiones graves que han quedado así aplazadas a una interpretación más o menos audaz de los Gobiernos y los legisladores venideros. No voy a referirme a temas como el divorcio, la libertad de enseñanza, la estructura del poder judicial y otros que han sido enunciados. Hay uno, sin embargo, que es el que, en estos momentos, como español, más me duele y me preocupa, más me indigna y desasosiega: la sospecha de que esta Constitución pueda ser instrumento liquidador de algo tan sustantivo como nuestra propia identidad nacional. Atentar contra ella supone un crimen sin remisión posible y una traición a nuestra propia naturaleza histórica. Pienso, pues, que la esencialidad española debe quedar siempre al margen de cualquier alternativa y fuera, por tanto, de diferencias ideológicas.  
 
   Una Constitución sólo se justifica en el intento de articular la concordia de un pueblo y no propiciar antagonismos y enfrentamientos. Una Constitución ha de estar dotada de un verdadero sincronismo y no acierto a ver en su articulado actual una auténtica confluencia conciliadora; la normativa existente nada tiene que ver con el consenso, porque mientras aquélla se asienta en los principios –acaso pocos, pero imprescindibles– que deben configurar el ser nacional y la voluntad de un proyecto común de futuro, más allá de las opiniones de los partidos, éste se establece sobre la ambigüedad y el travestismo político de las palabra aptas para acoger, bajo su equívoco ropaje, los más escandalosos cambios de sexo. No se pretende la exaltación de la diversidad, sino el puzle. No se busca la necesaria descentralización, sino el mosaico gratuito. Estamos asistiendo a una malversación de fondos históricos. Tal es el caso del término nacionalidades, auténtica bomba de relojería, situada, consciente o inconscientemente, por los muñidores del consenso, bajo la línea de flotación de la unidad nacional.  
 
   No pretendo entrar en disquisiciones semánticas o históricas que, por otra parte, se han hecho ya y se harán –así lo espero– con mucha mayor autoridad. Como político o como simple español de a pie no puedo ver en este término otra cosa que la enquistada pretensión de una explotación futura amparada en su reconocimiento constitucional.  
 
   El que afirma que el problema de aceptar o no la voz nacionalidades se reduce a una cuestión terminológica, o no tiene sentido de la política, ni de la Historia, o no obra de buena fe. En política no hay palabras inocuas cuando se pretende con ellas movilizar sentimientos. El término nacionalidad remite a nación o Estado. Cuando alguien dice recientemente que Cataluña es la nación europea, sin Estado, que ha sabido mantener mejor su identidad, resulta muy difícil no ver, por no decir imposible, que se está denunciando una “privación del ser”, que tiende “a ser colmado para alcanzar su perfección”, y preparando una sutil concienciación para reclamar un día ese Estado independiente que la imparable dinámica del concepto de nacionalidad habrá de conducir hábilmente manejada. El propuesto cantonalismo generará la hostilidad entre vecinos, la rencilla aldeana y el despilfarro del común patrimonio. Se está haciendo la artificial desunión de España y, además, sin explicarle al pueblo lo que le van a costar las taifas. Se quiere parcelar lo que está agrupado, malbaratando siglos de Historia. Cuando otros se esfuerzan en aglutinar lo distinto, aquí se pretende desguazar lo aglutinado y cuando se sueña con una Europa unida aquí parece como si persiguiera el establecimiento de pasaportes interiores que habría que mostrar una vez que cruzáramos una región.  
 
   Frente a esta peligrosa ambigüedad hay que afirmar, una y mil veces, que la nación española es una y no admite, por tanto, subdividirse en nacionalidades. España creó hace siglos una nueva forma de comunidad humana, basada en una realidad geográfica, cultural e histórica. Fue un hallazgo moderno, con sentido de universalidad. Cambiar el curso de la Historia, incorporando a la nueva Constitución estímulos fragmentadores, es mucho más que un disparate colosal, es alentar hoy la traición de mañana, y me anticipo a negar mi acto de fe con una Constitución que se inicia con esta amenaza.  
 
   Creo que hay que robustecer el hecho regional, que hay que descentralizar a ultranza, que hay que armonizar la unidad y la diversidad, pero creo que nadie puede romper la unidad nacional porque eso representaría el secuestro de la libertad de España y la dolorosa hipoteca de su destino.  
 
   Pienso, finalmente, que hay quienes tienen derecho a su silencio; hay quienes no pueden, en modo alguno, ser ofendidos por su mutismo; hay quienes pueden callar con humildad y compostura, y hay, también, quienes ya tienen helados sus silencios porque la muerte les acogió sin que conocieran esta posible y próxima desventura; pero creo que los que ayer repitieron hasta la afonía, desde tribunas públicas notorias, la invocación de España una, los que hicieron la fácil retórica de la unidad, los que nos explicaron sus valentías a los que, por razón de edad, no conocimos contiendas ni trincheras, no tienen derecho al silencio. Podrán, tal vez, padecer el dolor de la indiferencia, en cuyo caso son dignos de compasión y de lástima, pero si se callan hoy por miedo o se esconden por utilidad y conveniencia, no encontrarán en los demás justificación posible y, por supuesto, ellos mismos no podrán redimirse del drama íntimo de su autodesprecio.  
 
   Callar cuando la unidad de España está en peligro es la peor de las cobardías. Yo, al menos, no quiero dejar de sumar mi voz a las que, con escándalo y alarma, se levantan frente al riesgo clarísimo de perderla. Quiero que se sepa que no todos los españoles estuvimos de acuerdo en quedarnos sin Patria.  
 
 
 
 
 
 

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