España le debe a Franco la neutralidad, por Luis Suárez Fernández

Luis Suárez Fernández

Catedrático de Historia

Miembro de la Real Academia de la Historia

 

Faltaban pocos días para que se produjera el encuentro personal y único entre los dos jefes de Estado que usaban el mismo calificativo de “caudillos”. Pétain habló con Lequerica, que iba a hacer un corto viaje de cuatro días a Madrid, y le pidió que asegurase a Franco que por su parte no se cederían bases a Alemania en Marruecos. Trajo a su regreso la respuesta: España no iba a entrar en guerra.

Los proyectos de Hitler al desplazarse hasta Hendaya parecían claros. Hitler sentía tanto aprecio a España que no había dudado en llegar al último confín de sus dominios para entrevistarse directamente con Franco. Confiaba en obtener dos cosas: uso del territorio español para llevar adelante la Operación Félix y acercamiento a Pétain prometiendo apoyo para que recobrara las colonias pasadas al gaullismo. Porque la segunda gran victoria debía consistir en el dominio de Mediterráneo desde sus dos extremos. Los franceses temían que Gibraltar fuera el comienzo de un salto hacia Marruecos. Y Franco también; por eso tenía un gran interés en mejorar sus relaciones con Pétain.

Hitler llegó el primero a la estación de Hendaya. Franco excusó su tardanza: había dormido mal la noche anterior y había tenido una pequeña siesta. Es posible que el retraso se debiera a razones técnicas, pero también cabe suponer cierta deliberación. Cuando bajó del tren le esperaban Hitler, Ribbentrop y Keitel. Hechas las presentaciones, se invitó al Generalísimo a subir al tren “Erika”.

En la conversación no estuvieron presentes los embajadores. Recordaba Espinosa de los Monteros que «terminó la entrevista sin que el embajador español en Berlín se enterase en absoluto de lo tratado». El Generalísimo rechazó a Antonio Tovar como intérprete designado por Serrano Suñer, y empleó al barón de las Torres, que tres días más tarde redactaría el resumen que ahora conocemos. Otro escribió el intérprete alemán Paul Schmidt. No se levantó acta oficial de la conversación.

Hitler tenía a Franco a su derecha y a Serrano a su izquierda. Al lado de este se hallaban Ribbentrop y Gross, y junto a Franco el barón de las Torres, Luis Álvarez de Estrada. Franco tomó la palabra para agradecer la ayuda prestada por Alemania durante la guerra. Inmediatamente el Führer se adueñó de la iniciativa a fin de exponer lo que calificaba de Nuevo Orden, causando temor a sus interlocutores. «Soy el dueño de Europa y como tengo doscientas divisiones a mi disposición, no hay más que obedecer». «España está llamada a desempeñar un papel muy importante», pero «si deja pasar esta oportunidad no se presentará otra nunca». Hizo una referencia directa a Gibraltar, «cuestión de honor para el pueblo español», y también a Marruecos y el Oranesado, prometiendo que «desde luego si España entraba en guerra al lado del Eje se le garantizaba el dominio de los territorios antes olvidados». Terminó refiriéndose a Canarias, que podía ser objeto de un golpe británico para causar daño a la guerra submarina. En 1965 Franco, en conversación con su primo Franco Salgado, insistió en que Hitler no había exigido la entrada en guerra; hablaba en cambio de una estrecha alianza entre España, Francia y Alemania.

El Generalísimo, que no reveló los informes pesimistas de su Estado Mayor, reconoció que «Gibraltar es un pedazo de tierra española en manos ajenas», pero «sería muy pequeña compensación para los estragos de una guerra (…). Por lo que se refiere a Marruecos debe tenerse en cuenta el esfuerzo que, para España, aún no rehecha de la Guerra Civil, supone el mantenimiento de los efectivos militares que tiene en aquella zona y que obliga a las tropas francesas a mantener unos efectivos importantes inactivos que no pueden acudir a otros sectores». Continúa el Caudillo diciendo que agradece mucho los ofrecimientos que, para después de la guerra, y en el caso de que entrara en guerra, se le hacen de la Zona Francesa y de Orán, que no se le había ocurrido pedir, pero que estima que para ofrecer las cosas es necesario tenerlas en la mano y que hasta ahora el Eje no disponía de ellas. Añade el Caudillo que este problema de Marruecos no lo ha considerado vital para España, y comprendía que no se le ha hecho justicia a nuestro país y que no se ha reconocido la situación que por derecho e historia le corresponde; pero que habiendo sido, como lo prueba la Conferencia de Algeciras —es posible que el Führer no advirtiera esta referencia a la perjudicial injerencia del káiser—, problema que siempre suscitó la intervención de todos los países, aun de aquellos que se encontraban más alejados de él, estima que no debe procederse a la ligera, sino al contrario, sin hacer dejación ninguna de los derechos que le asisten, examinar el problema con toda frialdad. Hay una coincidencia entre estas palabras y las que se estaban ofreciendo a Francia.

Añadió Franco dos cosas que provocaron la irritación del Führer. Era cierto que Canarias no gozaba de los necesarios medios de defensa, pero ello era debido a que Alemania no había proporcionado aquellos suministros que se le demandaron; y respecto al Mediterráneo, que no debía olvidar que su dominio corresponde a quien es dueño de Suez, y no a Gibraltar. Hitler, se puso en pie y dijo que iba a entrevistarse con Pétain y Laval al día siguiente y necesitaba saber si España iba a entrar en guerra o no. Momento decisivo en que el Caudillo se expresó con más claridad: España estaba prácticamente agotada y un país en estas condiciones «no puede ser llevado sin más ni más a una guerra cuyo alcance no se puede medir y en la cual no iba a sacar nada». En estos momentos Franco sabía que Alemania había perdido la batalla de Inglaterra.

La sesión se suspendió en aquellos momentos. Serrano Suñer acompañó a su cuñado hasta el tren español y regresó para entrevistarse con Ribbentrop, a quien le dijo: «en lo concerniente a las peticiones territoriales de España, las declaraciones de Hitler habían sido muy vagas y no constituían una garantía suficiente para nosotros». A las siete de la tarde se entregó a la prensa una nota en la que descubrimos que no se había llegado a nada. «El Führer ha mantenido hoy con el jefe del Estado español Generalísimo Franco una entrevista en la frontera hispano-francesa. La conferencia se ha celebrado en el ambiente de camaradería y cordialidad existente entre ambas naciones. Tomaron parte en la conversación los ministros de Asuntos Exteriores del Reich y de España, Von Ribbentrop y Serrano Suñer respectivamente».

Franco y Serrano Suñer tuvieron dos horas de descanso para fijar su posición antes de la cena a la que el Führer les había invitado. Probablemente fue entonces cuando los españoles formularon las observaciones que Hitler calificaría de desconcertantes. Era incompatible con el honor de España que una nueva potencia se hiciera dueña de Gibraltar. Más allá de Marruecos comenzaba el desierto, que era barrera de protección para el Imperio británico. Por otra parte, las noticias que llegaban de Inglaterra descubrían que no estaba vencida y contaba con el creciente apoyo de Estados Unidos. Es muy probable que los españoles estuviesen informados de que Ribbentrop tenía el borrador que España debía firmar comprometiéndose a entrar en guerra cuando el Führer lo ordenase; en él se incluía la promesa de proporcionar los suministros que España necesitase.

Volvemos al texto del barón de Las Torres, ya que en él se recogen con precisión las palabras que ambos interlocutores emplearon. «Se nota, desde el principio —se refiere a la entrevista final comenzada a las diez y media de la noche— el afán del Führer de hacer ver a Franco la conveniencia de entrar al lado de Alemania en la guerra, por estar esta, como quien dice, virtualmente ganada y asegurando que tendría España cuanta ayuda pudiera necesitar tanto en provisiones como en armamento». El Caudillo estuvo más negativo aún que en la primera conversación, aunque también más sereno: la neutralidad, dijo, favorecía a Alemania, que no necesitaba tropas en el Pirineo, congelaba en Marruecos los mayores contingentes franceses y había eliminado el peligro de que Tánger cayera en manos enemigas. Sabemos que en aquel momento Franco estaba sentado, mientras que Hitler paseaba con energía por el salón. En conclusión: España no iba a entrar en una guerra impopular «en que no se podía alegar que estaba implicado el prestigio y la conveniencia» de aquella.

Franco no estaba dispuesto a entrar en una guerra que sería mal y no bien para su país. «Pasadas las doce y media el Führer, que ha ido perdiendo cada vez más el control, se dirige en alemán a Ribbentrop y le dice: ya tengo bastante; como no hay más que hacer nos entenderemos en Montoire», y «dando muestras de su soberbia o de su mala educación, se levanta de la mesa y de forma completamente militar y agria, se despide de los presentes (…). Poco después, y ya de una manera oficial, tiene lugar en el andén la despedida en forma aparentemente cordial».

Entramos aquí en un tema que ha servido para debate entre historiadores, especialmente los que se muestran hostiles a Franco. Sabemos que Serrano Suñer rechazó el borrador que le presentaba Ribbentrop; lo afirma en sus memorias y lo corroboró personalmente muchos años después. Pero Ramón Garriga, germanófilo radical entonces, y convertido en enemigo de Franco en 1942, dijo que sí se firmó en secreto. El borrador se encuentra en el libro XIII de los documentos de la Wilhelmstrasse publicados por los aliados tras su victoria. Allí figura la firma de Ciano, pero no la de ninguno de los españoles. Max Gallo trata de obviar esta clara demostración diciendo que había otro ejemplar conservado en secreto. Se trata de algo que Ricardo de la Cierva ha aclarado sin la menor duda: el borrador quedó sin firma.

Franco no hizo referencia alguna a aquellas horas que debieron resultar para él agobiantes. Pero si volvemos al testimonio del barón de Las Torres, único testigo presencial, hallamos lo siguiente: «Mi impresión, como español, no puede ser mejor, pues conozco a los alemanes y sus procedimientos y teniendo en cuenta la fuerza que hoy tienen, dominando Europa entera, la actitud del Caudillo no ha podido ser más viril ni más patriótica ni más realista, pues se ha mantenido firme ante las presiones justificadas o no del Führer y ha pasado por alto, con la mayor dignidad, los malos modos al no ver satisfechos los deseos del Führer Canciller». Estas palabras fueron escritas el 27 de octubre.

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Desde el punto de vista alemán Hendaya se cerraba en un fracaso: no era posible lograr que España se incorporara a la guerra; el único recurso para Félix era invadirla. Ribbentrop no ocultó su indignación ante el propio Espinosa de los Monteros. Según Paul Schmidt, «maldecía al jesuita Serrano y al ingrato cobarde Franco, que nos lo debe todo y ahora no se unirá a nosotros». Según el conde Ciano, Hitler explicaría la situación a Mussolini diciendo «que no se pudo llegar más que a un proyecto de tratado después de nueve horas de conversación»; y diría a Ciano que «antes de volver a entrevistarme con él preferiría arrancarme tres o cuatro muelas».

Esto es muy distinto de lo que quince años después el propio Generalísimo explicaría a su primo: «Comprendí muy claramente que el Führer no quedó muy satisfecho de la entrevista; como afirmó la prensa y se dijo después en varias biografías y memorias de altos personajes, se marchó de muy mal humor. Conmigo siempre estuvo correcto y no exteriorizó ni un momento el mal carácter y genio que dicen que tenía». Es preciso tener en cuenta el carácter, siempre frío, de Franco hacia sus interlocutores.

Aunque siempre es posible que aparezcan nuevos documentos, nos hallamos en condiciones de conocer lo que significó Hendaya. Franco había conseguido esquivar la guerra dejando clara su postura. Hitler y Ribbentrop no disimularon su disgusto tachando de «engreídos y vanidosos» a sus interlocutores. Entre los que rodeaban al Generalísimo iba aumentando el número de los que desconfiaban del poderío alemán.

Para Franco era uno de los misteriosos designios de la Providencia. Hitler comenzó censurando la actitud de Italia, que se involucraba en una guerra con Grecia cuando sus fuerzas estaban detenidas en la frontera de Egipto. Él contaba con 186 divisiones que debían ser empleadas. Ribbentrop explicaría más tarde a Espinosa que Serrano había corroborado la postura del Führer aportando sus noticias: los bombardeos sobre Londres habían cesado y la moral británica iba creciendo. Hitler murmuró entre dientes que «el mal tiempo, es el mal tiempo», pero el ministro español añadió que los Estados Unidos estaban proporcionando a los ingleses todo el material y ayuda que estos necesitaban. Insistió en el argumento manejado por Carrero Blanco: todo dependía de Suez y no de Gibraltar.

Hitler encomendó a Ribbentrop la tarea de conseguir que los españoles obedecieran el ultimátum, cuyos términos coincidían con los que se presentaran a Rumania, Hungría y Yugoslavia; admitir la presencia de tropas alemanas sin declarar la guerra.

En Hendaya el Führer se sintió defraudado; Franco eludía los compromisos. Y en Bertchesgaden (22 y 23 de noviembre) cuando la orden de invasión estaba firmada, Serrano pudo ganar la partida dejándose caer en la butaca y diciendo que “esto no se hace a un amigo”. Franco entendió que había logrado su objetivo de ganar tiempo en la neutralidad. La extensión de la guerra a los Balcanes y Grecia, así como a la URSS, obligó a la Wehrmacht a suspender la operación Félix. España estableció reparadoras relaciones económicas con Inglaterra y Estados Unidos.

En varias ocasiones el Generalísimo manifestó sus recelos: los aliados apoyaban a los republicanos en el exilio y los alemanes mostraban su desconfianza. Franco en varias ocasiones manifestó que a él convenía una paz negociada. Tanto si vencían los alemanes como si lo hacían los aliados, la independencia de España se hallaba en peligro.

(Artículo basado en la obra “Franco y el III Reich. Las relaciones de España con la Alemania de Hitler”)

 


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