España y sus territorios, por Antonio Lamela

(Artículo publicado en 2003)

Antonio Lamela

Razón Española nº 117

Administrativamente, en nuestra última reorganización interior nacional, los territorios de Canarias, Ceuta y Melilla —con sus correspondientes islas adyacentes— componen tres Comunidades Autónomas, integrantes de la totalidad de la soberanía española. El reciente conflicto de la Isla Perejil —afortunada y aparentemente superado-, ha reavivado, sin duda, alguno de los problemas de defensa de nuestra soberanía, que ya venía teniendo ciertas dificultades centradas en Ceuta y Melilla, con cierto olvido de algunas de nuestras islas del Norte de África.

La total problemática que se nos presenta es muy amplia y complicada, dando poca cabida al simplismo. En gran parte, es resultado de una relativa debilidad nuestra, que aún no hemos sido capaces de superar, y que sigue estando acompañada de añejos e injustificados “acomplejamientos mentales”, tanto humanos como políticos. El problema se agrava ante la nueva conciencia social y mundializada de la Humanidad, que, además, ha puesto de moda tantos y tantos movimientos reivindicativos de variada índole, no siempre aceptables ni oportunos, pero que llegan a influir mas de la cuenta —dentro y fuera de nuestras fronteras—, creando una enorme confusión. A veces, uno se asombra de oír tantas cosas como se oyen, aquí y allá. Es obvio que las soluciones deben ser preferentemente diplomáticas antes que militares, pero ¿estamos sabiendo plantear las cuestiones en sus justos términos? Hay demasiadas dudas, lo que nos invita a ejercitar profundos y juiciosos raciocinios que deben ser útiles y provechosos para todos.

Esta es una situación que me viene preocupando desde hace décadas y, para demostrarlo, hago referencia a algunas de mis anteriores aportaciones públicas que pretendían “la previsión de posibles acontecimientos“, hoy, desafortunadamente, ya con mayores posibilidades de realismo, después de nuestro 11 de julio, bastante próximo al pasado y famoso 11 de setiembre.

El 30 de noviembre de 1973, en un diario muy importante de Madrid, se me publicaba un articulo titulado “España, país tricontinental, que reproduzco en parte por mantener evidente actualidad, a pesar del tiempo y de los cambios producidos tanto en la Administración española como en la situación europea y mundial. Se decía:

“Nadie pone en duda que España es un país netamente europeo en todos y cada uno de los terrenos en que el tema se plantee. Sin embargo, incluso los propios españoles, nos olvidamos que también España es un país parcial, pero sustancialmente africano”. Se añadía: “Por eso España no sólo tiene el derecho, sino el deber de encabezar el grupo de naciones panafricanas, haciendo acto de presencia en cada momento, tomando parte de sus organismos políticos, participando de sus decisiones, para así desempeñar el alto papel que le corresponde”.

Aquella reflexión suscitó algún malestar en el Gobierno español de entonces, y motivó que uno de sus ministros me reprochara que aquel escrito iba contra la tradicional política española para la defensa de nuestras Islas Canarias —cuya españolidad se cuestionaba fuertemente por aquellas fechas en la contemporánea O.U.A.—, ya que España nunca podría admitir que el Archipiélago Canario fuera territorio africano. Aquella manifestación parecía insólita, puesto que defendía la “europeidad integral” del Archipiélago, negando su “africanidad geográfica”. Es decir, se pretendía defender lo indefendible.

Ante el acuerdo de la O.U.A. sobre Canarias, en febrero de 1978, y coincidiendo con una enérgica nota de protesta del Gobierno español ante dicho organismo, “Hoja del Lunes” de Madrid, el día 27 me publicaba en primera plana otro articulo referido al mismo tema, y del que entresaco lo siguiente, por su vigencia:

“La O.U.A. pretende ser una organización panafricana para refrendar su unidad continental. Por tanto, es y será deficiente e incompleta mientras no incluya en su seno a todos y cada uno de los países africanos… España es un país “euroafricano” por razones étnicas, políticas y geográficas, sin ninguna posibilidad de discusión objetiva y desde los tiempos fundacionales del Estado Español, obra de los Reyes Católicos en el siglo XV. España completa, a la vez, Europa y África, hasta el punto que ninguno de los dos continentes aparece entero sin ella: en ninguno es excluyente. España es un puente nato entre ambos continentes, al igual que le ocurre a Turquía con respecto de Europa y Asia. Así, si la O.U.A. quiere ser completamente representativa, sin fallos, respetando los Derechos Humanos de todas las gentes, pueblos o naciones que integran África, no puede permitirse exclusiones. Es decir, tiene la obligación de incluir, necesariamente, a España. Y España no sólo tiene el legítimo e inalineable derecho de estar dentro de dicha organización sino también el deber, para así tomar parte en el análisis, discusión y acuerdos referentes a los problemas internos del continente África. España no tiene por qué discutir con la O.U.A. desde fuera, sino desde dentro. Mientras no sea así, el diálogo no puede ser aceptable… España tiene la obligación de interpretar este papel con la misma ilusión y esperanza que debe desenvolver su papel europeo. Ambas situaciones no sólo no son incompatibles, sino que son fundamentalmente complementarias y autopotenciables… África no encontrará más auténtico y mejor valedor ante Europa, y viceversa, que la propia España, como integrante de ambos continentes. Además, éstas son las razones que de forma natural hacen que España sea el camino por el que debe producirse la integración euroafricana, tras esa meta que conduce a la Humanidad a su autointegración, como concepción geoística, en magnitud mundial y ecuménica. Es penoso no hayamos sabido ver esto con claridad y a tiempo”.

Desde entonces, España ha cambiado poco de actitud, y sigue sin llegar al fondo de la cuestión. Pero, por contra, se han ido acrecentando, desde fuera, ciertas improcedentes reivindicaciones ajenas sobre Ceuta y Melillla, con la inaceptable comprensión de algunos pocos españoles, sin que tampoco falten temerarios extraños que —incluso en condición de invitados e investidos de la máxima representatividad—, también lo manifiesten en nuestro propio suelo. En tales circunstancias, nos limitamos a decir, simplemente, que ambas plazas son tan españolas como Lugo o Tarragona. Al parecer, nos avergonzamos de admitir, tajantemente, lo que puede ser nuestra más eficaz defensa: el propio y contundente reconocimiento de nuestro real asentamiento, a caballo de los dos continentes, desde el nacimiento de nuestra nación, originado muchísimo antes que los de nuestros vecinos, que no estaban constituidos como naciones. Nos sigue acomplejando la despectiva frase “África empieza en los Pirineos”, aunque la misma tuviera otras motivaciones y surgiera en muy distintas circunstancias.

Ningún pueblo debe renunciar a sus raíces ni a su historia. España es un conjunto humano de rico y diverso contenido —reconocido en nuestra Constitución actual—, que se asienta en Europa y África de manera insoslayable e indiscutible, y para bien. De ello tenemos que valemos, y no olvidarlo, por ser la auténtica realidad. Canarias, Ceuta, Melilla y sus islas adyacentes son geográficamente africanas, aunque política, administrativa y culturalmente son absolutamente españolas y europeas, piezas componentes esenciales de una nación euroafricana, desde el punto de vista humano y científico. Y, por el hecho de estar parcialmente en África, no tenemos por qué dejar de ser y sentimos orgullosa y auténticamente españoles y europeos. Tenemos que saber distinguir lo uno de lo otro. Debemos defender esta posición, en todos los niveles y ámbitos, como una de las grandes y valiosas aportaciones que nuestra nación hace al mundo entero y, más especialmente, a la joven Unión Europea que, en consecuencia, también estará asentada en los dos continentes y será euroafricana, adquiriendo cuantos derechos ya tiene establecidos nuestra nación al cabo de siglos. Ahora sólo queda que la UE sepa defenderlos bien, conjuntamente con nosotros, y por encima de otros intereses de orden inferior, que deben estar supeditados a los más generales.


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