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José Miguel Pérez
Buena parte de la sociedad ha digerido que los derechos de la mujer son obra del régimen constitucional de 1978, y las feministas amaestradas creen que su “lucha por la igualdad” es una consecución de Carmen Alborch o de la cajera Irene Montero. Semejantes creencias son parte de la arrolladora propaganda impartida por el 95 por cien de medios de comunicación, de izquierdas y derechas, plegados a la corrección política o dictadura moral de izquierda.
Reducir la historia de los derechos políticos y laborales de la mujer a una larga noche de monarcas reaccionarios que finalizó con la progresista II República y que luego retornó con el régimen de Franco, es tan absurdo como iletrado. Precisamente, las consecuciones de los derechos políticos, laborales y sociales de las mujeres en la modernidad fueron obra de una Monarquía: la de Alfonso XIII; de un dictador militar: Miguel Primo de Rivera; y de un general invicto y vencedor del comunismo: Francisco Franco.
La primera legislación laboral protectora de la mujer en cuanto a accidentes de trabajo y descanso, así como durante la jornada laboral, no la otorgan los socialistas ni los comunistas: se produce en 1912. Se trató de la popularmente conocida como “ley de la Silla”, dada por el gobierno del liberal José Canalejas bajo la monarquía de Alfonso XIII.
Del mismo modo, pululan todavía hoy, en los ambientes de España, los tópicos de que la mujer “ se incorpora a la Universidad” en democracia y muy concretamente gracias al PSOE de Felipe González que “abre” la enseñanza superior a las mujeres. Falso. Y es que el 8 de marzo de 1919, una Real Orden dada por Alfonso XIII autorizó la matriculación de las mujeres en las Universidades de España.
El periodismo femenino tampoco es cosa de la “Transición” ni de Rosa María Mateo, musa del felipismo. La primera corresponsal de guerra española, hace más de un siglo, perteneció al ABC y fue Sofía Casanova.
Entrado en el año 1923 el periodo de dictadura del general Miguel Primo de Rivera, se produjeron varios hitos en los logros jurídicos para la mujer española, aplaudidos e impulsados por el gobierno del general, que además de preocuparse por aplacar la guerra de África, destruir al asesino terrorismo anarquista y desarrollar industrial y socialmente la economía, trazó claros compromisos con la mujer trabajadora, con la ama de casa y con la madre de familia. Primo de Rivera, un padre de familia ejemplar, era admirador de la mujer de España y mantuvo un compromiso claro con su desarrollo personal y político.
El gobierno de Primo de Rivera reconocería los primeros derechos políticos a las mujeres. José Calvo Sotelo –el que fuera posteriormente líder de la oposición derechista asesinado por los escoltas socialistas de Indalecio Prieto en julio de 1936- fue nombrado ministro en los gobiernos de Primo de Rivera, y además de efectuar una reforma de la Hacienda pública para eximir de cargas tributarias excesivas a los obreros y reforzar la tributación de las clases altas promulgó, en 1924, un “Estatuto municipal” que otorgaba el derecho de voto a las mujeres cabezas de familia. De los aproximadamente 6.800.000 electores, 1.700.000 eran mujeres. Las primeras alcaldesas municipales de España aparecieron gracias a la norma de Calvo Sotelo. Entre ellas: Concepción Pérez Iglesias, alcaldesa de Portas (Pontevedra); Candelas Herrero, alcaldesa de Castromocho (Palencia) o Matilde Pérez Mollá, alcaldesa de Cuatretonda (Alicante). Fueron varias más. Por primera vez en la historia de España la mujer era electora y elegible para cargos representativos.
En 1927 se produce la primera incorporación colectiva de mujeres a una Asamblea constituyente. Primo de Rivera nombró trece mujeres para ocupar asientos en la Asamblea Nacional Consultiva destinada a elaborar un proyecto de Constitución que surgió en 1929 y en la que se otorgaba el derecho a voto en régimen de igualdad a mujeres y hombres.
La llegada de la II República hizo que durante el proceso constituyente de 1931 la diputada Clara Campoamor impulsara el derecho al voto femenino. La oposición de Manuel Azaña, que hizo mofa del debate entre diputadas de la cámara, así como de Indalecio Prieto que consideró la propuesta de Campoamor como letal para la República, es de sobra conocida. Menos conocida es la posición de las diputadas izquierdistas, icónicas para el feminismo español, llamadas Victoria Kent- del Partido Radical Socialista- y Margarita Nelken- del PSOE-. Ambas concebían a la mujer española como ser inferior, alienada por los sacerdotes y su esposo y, por tanto, inhabilitada para votar de forma racional –esto es: a la izquierda-. Ambas se opusieron ferozmente a Campoamor y al derecho al voto femenino. La derecha en bloque votó a favor y el sufragio femenino salió adelante.
Fue la primera decepción de Clara Campoamor con los republicanos de izquierda. La siguiente se daría entre febrero y septiembre de 1936, periodo en que se basó para retratar los horrores del Madrid frentepopulista de las Checas, los “paseos” y los asesinatos “revolucionarios” en su obra: “La revolución española vista por una republicana”, de 1937.
El régimen de Franco mantuvo y defendió el derecho al voto de la mujer en los refrendos y en las elecciones municipales convocados.
La protección del régimen de Franco a las amas de casas y trabajadoras del hogar fue plasmada, entre otras, en la institución del “Montepío del Servicio doméstico” creado en 1959. Era una cobertura para millones de mujeres trabajadoras de España.
Un año antes, en 1958, y por impulso de la abogada falangista Mercedes Formica, férrea defensora del derecho de la mujer frente a los abusos de toda índole, se logró la reforma de 66 artículos del Código Civil español para defender a la mujer en las situaciones de separación matrimonial, pues hasta entonces ésta perdía todo derecho sobre el domicilio conyugal y la custodia de sus hijos. Gracias a la “reFORMICA”, como se la llamó coloquialmente, las mujeres de España dejaron de ser el eslabón débil: a partir de entonces obtenían reconocimiento del derecho de propiedad sobre bienes particulares aportados al matrimonio; el hombre también podría ser acusado por adulterio; y la mujer gozaría de pleno amparo legal en caso de separación justificada así como del derecho a disfrutar y educar a sus hijos.
La revolución sobre los derechos de la mujer no cesaría: en 1961 se creó la ley 54/1961 de 22 de julio de derechos políticos, profesionales y de Trabajo de la mujer, impulsada por las procuradoras de las Cortes franquistas encabezadas por la falangista Pilar Primo de Rivera (las mujeres, con Franco, podían ser parlamentarias). En virtud de esta norma la mujer accedía a los puestos de la Administración pública en igualdad respecto al varón y con los mismos derechos retributivos. Con el paso de los años, accedería igualmente a la carrera judicial y fiscal. Del mismo modo, la empresa privada garantizaba a la mujer un trato digno que permitía conciliar su vida familiar y laboral, mediante un salario digno y con pleno reconocimiento en las coberturas protectoras de la Seguridad Social y el sistema de pensiones.
Los años 60 vieron una cada vez mayor incorporación femenina al mundo laboral y universitario. Las becas para estudios medios y superiores, basadas en la excelencia académica, y lanzadas por el Ministerio de Educación para los españoles humildes pero sobresalientes en su intelectualidad, no distinguían entre hombres y mujeres de todos los pueblos de España.
En 1970, un Decreto del Ministerio de Trabajo entonces dirigido por Licinio de la Fuente establecía, para todo el territorio nacional, y por imperativo legal, la igualdad salarial entre hombres y mujeres a igual puesto de trabajo. Lo que hasta ahora había estado sujeto a Convenios provinciales y sectoriales, adquiría rango obligatorio para todos los sectores laborales y para toda España.
En 1972, se abolió la autorización familiar para dejar la casa paterna, y en 1975, meses antes de morir Franco, se eliminó del Código civil la llamada “licencia marital” -figura generalizada en los ordenamientos de los países europeos-. De este modo la mujer se convertía en plenamente autónoma jurídica y civilmente.
Mención honrosa merecen las ayudas a la natalidad, los “puntos” retributivos complementarios a los salarios de hombres y mujeres por cargas de familia, y los premios a la natalidad que el régimen concedía como impulsa a la maternidad y que sin duda contribuyeron a que España, en 1975, tuviera uno de los mayores índices de fecundidad del mundo (de casi 3 hijos/mujer) que ya nunca hemos recuperado.
Lejos de ser un periodo opresivo para la mujer, el franquismo fue una época de grandes logros donde la mujer se incorporó al mercado laboral, a la igualdad jurídica y al reconocimiento social como ama de casa y esposa.
Así pues, desoigan los cuentos sobre la discriminación machista y opresora hasta la llegada del régimen constitucional de 1978 porque son falsos. España hizo un camino histórico a lo largo de todo el siglo XX, donde la mujer, especialmente en el régimen de Franco, alcanzó a través de pioneras reformas legales la igualdad de derechos sociales, laborales y familiares.