Franco en la historia, por Ultano Kindelán

Ultano Kindelán Everett

Ingeniero aeronáutico

Escritor 

 

La historia de Europa de la primera mitad del siglo XX, es un inmenso escenario en el que se desarrollan dos tragedias centrales; la primera y la segunda guerra mundiales, que configuraron el mundo en que vivimos hoy. Un mundo en el que los estados totalitarios han prácticamente desparecido, y los que quedan, como Cuba, Venezuela, y Corea del Norte son comunistas, y sobreviven malamente, a costa de expropiar, encarcelar, torturar y en muchos casos asesinar, a sus ciudadanos.

La primera guerra mundial seguramente nunca hubiese tenido lugar si el Káiser Guillermo II de Alemania, nieto de la reina Victoria de Inglaterra, no hubiese padecido al nacer la lesión del brazo de derecho que nunca se consiguió curar, a pesar de los dolorosísimos tratamientos a los que le hizo someter su madre, empeñada en corregir una tara que consideraba indigna para un rey. El niño creció odiando a su madre y a todo lo inglés, y como emperador de Alemania se dio el gusto de vengarse llevando a su país a una guerra que costó más de 20 millones de muertos y abrió la puerta a los totalitarismos Soviético, Fascista, y Nazi que dominaron el escenario político europeo durante los veinte años siguientes al fin de esa guerra.

Durante esos años Stalin, (otro producto del odio, en este caso juvenil, provocado por el asesinato de su adorado hermano a manos del zar), implantó el comunismo en Rusia a sangre y fuego, arrancando a campesinos de sus tierras y provocando unas espantosas hambrunas, hambrunas que causaron millones de muertos (entre 10 y 15 millones).

Reprimió las protestas a tiros, instalando un estado policial, fusilando a miles de oficiales, y llenando los campos de concentración de Siberia con todo lo que oliera a disidencia. No contento con instalar el terror en su país, Stalin organizó una campaña de prestigio internacional enrolando a intelectuales en diversos países a los que deslumbraba con los milagrosos resultados de su” gestión”, como fue el caso de los integrantes del llamado grupo Bloomsbury de Oxford.

Stalin no solo invirtió grandes sumas en propaganda triunfalista, sino que promocionó el comunismo en toda Europa concentrando sus esfuerzos en Alemania, donde la población, que sufría las penurias surgidas de las reparaciones que les cobraron los vencedores de la reciente guerra, estaba sumida en un hervor pre‐revolucionario. El partido comunista aprovechó ese hervor para captar adeptos, y comenzar a hostigar al gobierno vía huelgas y manifestaciones violentas, cada vez más multitudinarias.

Posiblemente, si la utopía comunista hubiese nacido en Alemania, no hubiese aparecido el nacionalsocialismo, o nazismo, pero para muchos alemanes resentidos por las humillaciones y dolidos por las tremendas reparaciones, el comunismo, al venir de Rusia, era anatema. Así Hitler, otro producto del odio, consiguió reclutar y formar miles de adeptos en toda Alemania, cuya principal actividad se centró inicialmente en combatir a los comunistas en batallas campales de las que en poco más de un año resultaron vencedores absolutos. En 1933, el partido Nazi, de ideología marxista‐nacionalista‐racista, ganó las elecciones generales, Hitler fue nombrado canciller, y Alemania se convirtió en un estado totalitario dirigido por un psicópata.

Esos vientos calientes y huracanados agitaron a la república española, que estrenada en 1931, cayó en manos de presidentes que pronto se mostraron incapaces de mantener la moderación en la vida política, y la paz y concordia en la vida social. Los desmanes de la extrema izquierda (al mes de instalada la República, ya se habían quemado más de cien iglesias en toda España), y la pasividad del gobierno ante sus agresiones, facilitaron el triunfo de las derechas en las elecciones de 1933, para enorme sorpresa e irritación de la izquierda, totalmente decidida a que la República fuera un coto cerrado de su exclusivo dominio.

Para entonces el líder socialista, Largo Caballero, había perdido la moderación de la que hizo gala en sus años de director de la UGT, y se negó a reconocer la legitimidad de la victoria de la derecha, renunciando también a participar en una “Republica Burguesa” y proclamando a voces, repetidamente (véanse las hemerotecas), que la única alternativa legitima a esa república, “mancillada” por su giro a la derecha, era la dictadura del proletariado. La desafección a esa “Republica Burguesa” por el partido mayoritario de la izquierda, el PSOE, demostró el talante “democrático” del mismo, talante que lo llevó, un año más tarde, a promover el sangriento golpe de estado de 1934, a duras penas sofocado por el gobierno centrista de Lerroux.

Las detenciones y condenas resultantes, aunque moderadas, radicalizaron aún más a las izquierdas, imbuidas ahora de forma fanática con el objetivo de imponer como fuera, esa utópica “dictadura del proletariado”, en un entorno de impunidad y de creciente violencia. Esta deriva sembró las calles de Madrid de cadáveres, y culminó con el asesinato del político monárquico, Leopoldo Calvo Sotelo, a manos de los sicarios del líder del PSOE, Indalecio Prieto, lo que terminó de provocar el alzamiento militar que llevó a la guerra civil.

Cuento todo esto para situar la figura de Franco en el espacio que le corresponde. Franco fue un militar de prestigio, leal servidor de la monarquía y de la república. No tenía ni los odios, ni las pasiones políticas, que consumieron a Stalin, Hitler, y Mussolini, y ni quería, ni tramaba hacerse con el poder. Era un hombre más de derechas, lamentando, como todos, la deriva y hundimiento de la República. Ni siquiera fue el promotor del alzamiento militar, y su adhesión al mismo vino por el convencimiento doloroso de que era la única manera de salvar a España de caer en manos del comunismo.

Franco no titubeó, y desde el primer momento se movió con asombrosa rapidez. Nunca dejó de tomar la iniciativa, en un conflicto que pronto se internacionalizó, consiguiendo Stalin el dominio total sobre el lado republicano a partir de Mayo de 1937. Desde entonces la guerra dejó de ser civil, y pudo ser llamada, y con razón, de “liberación nacional”.

Franco no buscó la guerra civil, ni tampoco impuso su liderazgo en la misma. Fue elegido para liderarla por sus pares, y lo hizo brillantemente. Esa guerra convirtió a un gran militar, en un habilísimo político, firme en su propósito de asegurar una paz duradera para su nación, meta a la que dedicó su vida. Empezó su jefatura del estado con el respaldo de la mayoría de los españoles, (un estado autoritario sí, pero no totalitario), procurando, en el interior, contener la inevitable represión al máximo, como acreditan las amnistías decretadas en 1941 y 1943, que vaciaron las cárceles y acabaron con los fusilamientos; y en el exterior, evitando que sus compromisos con la Alemania nazi, que apoyó su campaña, forzaran la entrada de España en la guerra mundial. Una verdadera proeza, dadas las presiones que sabía, y podía, ejercer entonces Hitler.

Franco cumplió. Ganó la guerra y dedicó su vida a mantener España en paz, preparando su sucesión con una visión y prudencia admirables. Mientras España prosperaba y los españoles recuperaban la concordia, en Alemania del Este, hombres mujeres y niños, eran asesinados a tiros, (¡Hasta 1989!), al tratar de escapar del paraíso comunista. Un destino al que los españoles estaban abocados sin duda alguna, si Franco hubiese perdido la guerra. Hoy, es hora que todos reconozcamos que su autoritarismo fue beneficial para el país, y dejemos de proyectar absurdamente su mandato como una cruel dictadura.

Gracias Francisco Franco… Nos dejaste una España libre, próspera y en paz. Reivindico tu memoria, y me enorgullezco de ello.


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