Franco en las Hurdes, por Juan Hernández Petit

Juan Hernández Petit

Boletín Informativo FNFF

 

Muchas veces se ha dicho, con razón, que a Franco será la Historia quien le juzgue. Pero pienso, y no quiero silenciarlo que, por haber sido testigo presencial, como enviado especial de la agencia Cifra durante diecinueve años, de los cuarenta y siete que llevo ejerciendo la profesión de periodista, puedo aportar anécdotas – rasgos breves, dice el diccionario- de su vida ejemplar. ¿Tengo que añadir que nada le debo? Nada, si por dar se entiende cargos, enchufes, prebendas: dinero. Me dio paz, que ya es dar. La paz, volatilizada, que en gran mayoría los españoles ansiamos recuperar y por la que sigo estándole agradecido.

Espero escribir anécdotas de muchos españoles con ingenio y hoy, más larga, la que profundamente me conmovió.

Fue en Las Hurdes, horas antes de que inaugurase el pantano que tiene por nombre el del maestro-poeta Gabriel y Galán, y al día siguiente de que la Universidad de Salamanca, mundialmente famosa y también la Pontificia -mañana y tarde— «se honrasen», tal cual escuchamos, invistiéndole como doctor «honoris causa».

Desde Ciudad Rodrigo, la antigua Miróbriga, la carretera que nos llevó a Las Hurdes era estrecha, descarnada y tan peligrosa que parecía invitarnos, entre burlas y veras, a hundirnos en el Infierno. Aunque Franco, con su mujer, viajó en coche herméticamente cerrado, cuando llegó a la estación preventorial del Frente de Juventudes, donde esperábamos, una espesa envoltura de polvo cubría su uniforme, desfigurándole. Igual nos sucedió a todos los demás.

Al fondo, entre dos laderas formando ángulo, estaba el pueblo, si lo defino dejándome llevar por la fantasía. Eran tabucos moldeados con adobe y cubiertos por pizarras, de las que por allí hay canteras para tomar y dar. Por entre ellas se escapaba el humo. En promiscuidad demoníaca, dentro, en las «casas», malvivían los padres, hijos, hermanos y animales. Se nos explicó que aquélla era la causa de que los hurdanos tuvieran bocio, los cuellos abultados, deformes.

Para informarse, hasta allí llegó Franco. Para los periodistas la subida resultó penosa. Cuatro periodistas tuvimos que rematar la escalada a pie. Éramos españoles. Los extranjeros prefirieron pasar de largo. Y gracias a eso, fuimos testigos de lo que aconteció, entre docena y media de autoridades, o jerarquías, como entonces se llamaban.

En lo alto de la ladera opuesta estaban los hurdanos. Nos veían, pero nosotros a ellos no. Cuando Franco llegó, acostumbrados a los gritos y ovaciones clamorosas que siempre le vitoreaban, nos impresionó el coro, lejano y trágico, que, espaciadamente, como aullidos de agonía, repetían las dos mismas sílabas. ¡ Fraaanco! ¡ Fraaanco!

El jefe del Estado interrogó al jefe de la Casa Civil.

-¿Qué pasa? ¿Por qué están tan lejos?

-Excelencia. Es que… son verdadero detritus de la Humanidad.

¡Con más razón! (Fue la única vez que le noté colérico) ¿Cuántas parejas de la Guardia Civil a caballo se pueden enviar? Que suban sin que se aperciban. Y que sin acosarles, por persuasión, que sepan quiero estar con ellos.

El silencio se nos hizo eternidad. Quietud. En el azul de lo alto, ni una leve gasa blanca. Vimos ponerse en movimiento la masa humana. Bajaron y treparon. Se inmovilizaron. Quien más cerca de Franco estuvo fue una mujer sin edad, de mirada mortecina. Acunaba una niña, casi recién nacida, que causaba horror. Su cara era toda una llaga, con sangre y pus hasta en los ojos y los oídos.

Franco pidió.

Mujer. Sólo un momento, ¿quiere dejarme la niña?

De abajo arriba, ella extendió los sarmientos de sus brazos. Fue una ofrenda. Abrazándola, Franco aproximó sus labios y en la impura llaga depositó un beso.

Y la chispa prendió el fuego. De repente, enloqueció la jauría humana. El grito de Franco nunca como entonces, nadie, jamás lo ha oído. Fue el frenesí desbocado. Se atropellaban para acercarse. Uno intentó arrancar la borla del fajín. Otro un bolsillo de su guerrera. Del séquito, se intentó protegerle a empujones. Franco gritó.

-¡Quietos!

Comprendió que querían guardar reliquias.

Solos, antes de reemprender la marcha, Franco, sentado sobre un pedrusco, lloró. Largamente.

Premeditadamente, he quitado más que puesto. Si entonces no lo telefoneé para la que fue mi crónica, se debió a que se me pidió que no lo hiciera. «Creerán que escribes un melodrama publicitario al dictado.» Me sentí contrariado, porque el periodista debe relatar la verdad presenciada, en servicio de sus posibles lectores.

Importante fue que, días después, a Las Hurdes empezaron a llegar médicos, enfermeras, albañiles, ladrillos, azadones, palas, cubos… 


Publicado

en

por

Etiquetas: