Franco, militar (II), por Carlos Alvarado

General Carlos Alvarado

Boletín Informativo FNFF Nº 29

 

Educador

Lo primero que tiene que hater Franco con aquellos hombres es crear en ellos una moral. Una moral de victoria, para combatir, para sufrir y para morir. Pero…, ¿morir por quien…? y… ¿cómo crear esa moral…?

Hace años —1964— el director de Formación contestó a un juicio impertinente de Josefina Carabias, publicado en “Ya» el 1 de septiembre de aquel año, con un articulo editorial que no me resisto a transcribir. Se titulaba «Moral del Combatiente». Decía así:

«Copiamos de la crónica del 1 de septiembre de la corresponsal de YA en Paris, done Josefina Carabias:»

«… éstos —se refiere a los franceses—no tengan el menor deseo de batirse ni sentían hervir dentro de si ese odio, ese ansia de aplastamiento del vecino que, siendo sentimientos muy reprobables y absolutamente anticristianos, son necesarios para las aventuras de esa clase y reciben el honroso título de moral del combatiente».

«¿Está segura doña Josefina Carabias de que la moral del combatiente se edifica sobre el odio y el ansia de aplastamiento?».

No sabemos si la moral del combatiente francés se habrá alzado alguna vez sobre tan frágiles pilares, pero si le aseguramos que la del combatiente español jamás se ha inspirado en motivos tan ruines y deleznables.

¿Cree acaso que era odio lo que alentaba en los pechos de los que formaron el cuadro para morir ametrallados por los cañones del príncipe de Conde en Rocroy…? ¿Estima que fue ese el verdadero estimulo de los defensores de Gerona y Zaragoza…?

¿Considera que fue el odio quien inspire la resistencia inconcebible de los héroes de Baler y del Caney…? ¿El que empujó conscientemente al sacrificio a los marinos españoles en Trafalgar, Cavite y Santiago de Cuba…? ¿El que iluminó el acto heroico de Eloy Gonzalo —¡el de Cascorro!— y el sacrificio reflexivo y sublime del cabo Novel…?

¿Es posible que brotara del odio el fuego que encendió los pechos de los defensores del cuartel de Simancas, del Alcázar toledano, del Santuario de la Cabeza, de Oviedo y del seminario de Teruel…?
¿Se ha fijado, por Ventura, en nuestros himnos mas populares…? Repase estrofa por estrofa y palabra por palabra nuestro incomparable himno de Infantería; repase el de la Legión, la canción del legionario y cuantos himnos vibraron virilmente al brotar de las gargantas de los soldados españoles. En ellos encontrara encendidas alusiones al deber, a la patria, al honor, a la redención por el fuego, al abrazo con la muerte, al saber morir…, pero ninguna que hable de odio, desprecio ni menoscabo del enemigo.

Admita, cuando menos, que la moral del combatiente se apoya en unos valores humanos idealizados: Deber, patria, honor, dignidad, compañerismo, independencia, libertad…

Admítalo, pero sepa también que los militares españoles nunca nos hemos conformado con valores simplemente humanos, porque sabemos que son caducos —y hasta cierto punto, artificiosos— y se desmoronan fácilmente cuando las cosas vienen mal dadas. Por eso hemos buscado siempre un basamento inconmovible para nuestra moral y la de nuestros soldados; un basamento que es anterior a nuestra vida y que va más allá de nuestra muerte. Escuche. De él le va a hablar un malogrado filosofo militar del siglo XIX, nada sospechoso de parcialidad por cuanto fue admirador de Hegel y ferviente partidario de las corrientes liberales de su época (1833-1872). Oiga al Comandante D. Francisco Villamartín, en sus Nociones del Arte Mikan Leale sin esfuerzo, porque era también poseedor de un estilo Iliterario directo, penetrante, de un estilo que encendía lumbres:

«…es preciso dar a esos hombres, que viven en el sufrimiento y mueren en la flor de su edad…, la fuerza espiritual que solo se halla en las creencias Auras, en la fe religiosa, en el culto a Dios, único ser que sabe el nombre del infeliz héroe anónimo que muere en el hospital de sangre o en la brecha de asalto, ignorado de todos, hasta de su madre muchas veces»

«Es imposible que un ejercito irreligioso no degenere; sostendrá más o menos tiempo su vigor moral con una idea política; pero cuando el desengaño de esta idea llegue, y el desengaño siempre llegue para todos los principios sociales y para todas las aspiraciones humanas, ¿en nombre de quién se le va a decir al soldado: sufre y muere?».

La variedad de procedencias, de principios y de creencias de los hombres que Franco había de formar, no aconsejaban ciertamente ajustar estrictamente su formación moral a la del Evangelio, máxime cuando eso no se hada en el resto del Ejercito. Habría que aproximarse a ella todo lo posible, pero de una manera indirecta, dejando siempre alguna válvula de escape, pues no era posible ni prudente convertir el campamento de legionarios en un noviciado.

Había que acudir al artificio, abiertamente, con sinceridad. Pero… ¿Cuál había de ser?…; ¿en qué había de inspirarse?…; ¿En el deber?; ¿la Patria? ¿Qué Patria?…; ¿El honor?… La mayoría de ellos lo habían perdido y perdido no se recupera; se redime. Selo cabía una solución: Idealizar, elevar a lo sublime, la REDENCIÓN POR EL FUEGO, el HEROÍSMO, la MUERTE…; exaltar el valor, el compañerismo, la lealtad, el sufrimiento, pero no como fines en sí sino como medios para lograr la victoria. Y nada el Himno de la Legión; y nació, también, el Credo Legionario.

Se diré que muchos de los puntos de ese credo no están muy de acuerdo con la ortodoxia cristiana. Opino que según como se miren. Por de pronto, en ninguno de ellos se hace apología del matar, ni se desprecia al enemigo. En realidad solo se busca la exaltación hasta lo sublime de determinados valores humanos.

De cómo consiguió crear esa moral dan testimonio claro infinidad de anécdotas del «Diario de una Bandera». Me limitare a transcribir lo que nos dice del refuerzo y defensa del blocao de Dar Hamed («el Maio»), situado al pie de las laderas rocosas del Gurugti Ocurrió en la noche del 16 al 17 de septiembre de 1921:

«El 14 de septiembre fue relevado el blocao y guarnecido por un oficial con tropas del Disciplinario y en la noche del 15 al 16 es de nuevo atacado.

En la tarde de este día avisan al Atalayón que el blocao tiene herido al oficial y necesita auxilio. El teniente Águila, que manda las fuerzas de la Legión destacadas en este ultimo punto, quiere ir en su socorro; no se lo permiten; sus hombres son necesarios en la defensa de su position. Entonces refine a la tropa y pide voluntarios para ir con un cabo a reforzar el blocao durante la noche. Todos se pelean por ir; entre ellos escoge a un cabo y catorce legionarios que ve mas decididos: es el cabo Suceso Terrero, cuyo nombre ha de figurar con letras de oro en el Libro de la Legión. Saben que van a morir; antes de marchar, algunos soldados hacen sus últimas recomendaciones; uno de ellos, Lorenzo Camps, había cobrado días antes la cuota y no había tenido ocasión de gastarla; hace entrega de las 250 pesetas al oficial, diciéndole:

—Mi teniente, como vamos a una muerte segura, ¿quiere usted entregarle en mi nombre este dinero a la Cruz Roja? Anochece cuando llegan al blocao; el enemigo lo ataca furiosamente y dos soldados caen heridos antes de cruzar las alambradas, pero son recogidos; cuando entran en el blocao encuentran al oficial gravemente herido y otros soldados están ya muertos.

La noche ha cerrado y el enemigo ataca más vivamente; un enorme fogonazo ilumina la posición y un estampido hace caer a tierra a varios de sus defensores; los moros habían acercado sus cationes y bombardeaban el blocao furiosamente; en pocos momentos del Melo» había desaparecido, y sus defensores quedaban sepultados bajo los escombros… ¡Así se defiende una posición! ¡Así mueren los legionarios por España!».

Instructor

La labor del instructor en el Ejército no puede desligarse de la del educador. Se instruye y educa siempre; en todos los actos, aún en los más rutinarios: de día, de noche, a todas horas. Lo mismo puede decirse de la acción del jefe: se ejerce en todo momento.

Que Franco, Comandante, fue un gran instructor es indudable. Tenía vocación y preocupación; era un gran observador y tenia experiencia. Una gran experiencia, adquirida precisamente en la guerra.

Franco sabía cómo era el enemigo; cómo aprovechaba los accidentes del terreno; cómo cuidaba su arma y administraba sus municiones; cómo era maestro en la sorpresa y cómo multiplicaba sus efectos psicológicos con gritos y alaridos; y cómo, en fin, se acobardaba y huía ante el que se le enfrentaba y acometía con el cuchillo bayoneta.

Franco sabía, también, que el combatiente necesita elevada moral, fortaleza y resistencia física, y adiestramiento específico para el combate. De la primera ya hemos hablado. De Ia segunda sabemos que se adquiere por la vida ordenada, regulada, y por el ejercicio y el entrenamiento físico: gimnasia, deportes, manejo del arma, orden cerrado y sobre todo, tratándose del soldado de infantería, por las marchas. Puede asegurarse que el soldado que marcha bien combate bien; tiene un setenta y cinco por ciento a su favor.

De la tercera, Franco conocía la importancia de la precisión en el tiro contra un enemigo que solo se dejaba ver fugazmente, como el relámpago. Conocía igualmente el valor que tenía la buena utilización del terreno, el adaptarse a el y confundirse con el. Precisamente el enemigo vigilaba muy bien y tiraba muy bien.

Sabía también que ahí radicaba el fallo de las Unidades que llegaban de la Península, aparte de que su moral distaba mucho de ser la de los Tercios de Flandes: les faltaba instrucción.

El fallo obedecía fundamentalmente a que la preparación del hombre para el combate no es nada fácil. Exige vocación y tesón en el oficial; preparación cuidadosa de los ejercicios y, en consecuencia, una entrega total del instructor a su tarea. Al no hacerse así, la instrucción degenera hacia lo cómodo, lo esquemático y lo rutinario. Franco lo sabía, y de ahí la importancia que siempre dio a la vida de campamento.

 

El Jefe

La misión del Jefe es mandar, pero mandar bien. Y para mandar bien no basta con dar órdenes; hay que saber lo que se ordena. O sea, hay que poseer una preparación adecuada y, además, saber hacerlo: guardar las formas.

En definitiva, hay que tener prestigio. Este, puede tenerse ya adquirido en un momento dado. De no ser así hay que conquistarlo con el ejercicio diario.

Cuando Franco se hace cargo de la primera Bandera de la Legión tiene ya un prestigio acreditado que conoce toda España. Lo había adquirido en los empleos de Teniente y Capitán, y muy especialmente en las acciones de Haddut-Alial-U-Kaddur, Izarduy y El Biutz. En ellas había acreditado pericia y valor.

La pericia la tenía en gran parte por su intuición —ve siempre el momento oportuno— y, en parte, por su preparación, observación, meditación y estudio.

El valor que, según nos dicen, poseía Francisco Franco es el que Villamartín define como:

… «valor frío, severo, del que se presenta en medio del peligro como extraño; parece que la muerte no figura en sus cálculos como dato».

Por mi parte lo expresaría de esta otra forma:

«actitud serena y resuelta, responsable y dinámica, ante una situación grave o de peligro, con riesgo probable o evidente de la propia vida».

En el Oficial de Infantería el valor tiene que ser siempre o casi siempre temerario, acometedor, arrollador —nuestro soldado es muy exigente— sin dejar por eso de ser sereno y responsable. En otros casos tendrá que ser estoico, impertérrito, inmutable: es el que conviene a los mandos elevados.

Francisco Franco demostró que poseía el primero en la acción de El Biutz. Volvió a demostrarlo en la de Taxuda, el 10 de Octubre de 1921. Del segundo dio prueba mil veces en nuestra guerra de liberación, entre ellas en la dirección – del paso del Estrecho por el «Convoy de la Victoria».

Ese prestigio que Franco tenía ya conquistado debió despertar en los nuevos legionarios curiosidad, admiración y res-peto.

Pero eso no basaba. Si quería la colaboración y entrega de sus hombres, tenía no solo que mantener ese prestigio sino que debía acrecentarlo.

¿Cómo? Siendo firme en el mando, pero guardando las formas.

Que Franco era firme en el mando nos lo dicen muchas anécdotas del «Diario de una Bandera», del que entresacamos la que mejor refleja esa firmeza:

«La noche no es para todos de reposo (…) y la compañía nombrada de servicio reparte sus puestos avanzados y las patrullas recorren el campamento, don-de de tarde se escucha el ¡alto! de los centinelas. El servicio de noche se hace a punta de lanza; nadie duerme, y un oficial, constantemente levantado y fuera de su alojamiento, recorre los puestos y cumple su servicio. Esta es la vida virtuosa y activa de los oficiales de la Legión.»

Franco era muy exigente para toda clase de servicios. Estoy, incluso, seguro de que muchas veces empleó o acompañó la voz de mando con interjecciones fuertes —que en determina-dos casos son muy estimulantes—, pero nunca utilizó expresiones ofensivas, y mucho menos humillantes y denigrantes: guardaba las formas.

De ahí que no solamente fuera admirado y respetado; fue también querido por sus legionarios y oficiales.

A ello contribuyó decisivamente el ejemplo, porque, se tratara de lo que se tratara, estuvo siempre —lo diremos en frase gráfica muy utilizado por él— «al pie del cañón»: de día, de noche, con lluvia, con frío, con sol abrasador.

Se ha hablado muchas veces de la frialdad de Francisco Franco, probable-mente por su impasibilidad aparente y por su parquedad en los elogios, en los parabienes; en una palabra, porque no prodigaba las «palmaditas en el hombro». Estimo que esa es una gran virtud en un Jefe. El que se excede en los elogios, el que no los administra bien, termina por desprestigiarse. El subordinado, que no es tonto, se da cuenta muy pronto de que lo que el Jefe busca es el aplauso, la pleitesía, llenar su vanidad.

Aparte de lo dicho, puede afirmarse que detrás de una frialdad aparente se escondían una gran sensibilidad y una gran modestia. Mil ejemplos podrían extraerse del« «Diario de una Bandera». Me voy a limitar a dos: el primero tuvo lugar el día 29 de Junio de 1921 en la operación de Muñoz Crespo (Territorio de Tetuán); el segundo, el 10 de Octubre del mismo año (ocupación de Gurugú) en Taxuda. Veamos el primero:

«Es ya de noche cuando nos retiramos. A nuestro paso tropezamos varias camillas; una de ellas descansa en tierra, y en ella vemos al joven teniente García y García de la Torre, del grupo de Regulares. Este pobre chico, herido en el vientre, se ha caído dos veces de la artola, matándose el mulo que lo conducía, y le llevan ahora en la camilla dos moros pequeños y poco resistentes que se cansan de su pesada carga. Nos paramos a su lado; el teniente coronel González Tablas, allí presente, le dirige palabras de consuelo:

— No es nada, adelante; dentro de un mes está usted paseando con el guayabo.

— Yo no veré más al “guayabo”; el mulo me ha tirado dos veces; mi herida es mortal, pero no importa —dice el mu-chacho con su sonrisa triste—. Le anímanos un poco y encargamos de su conducción a cuatro legionarios fuertes; un sargento con otros ocho escoltan al herido, y en las sombras de la noche vemos perderse la camilla con la preciosa carga.

Hacia el fondo del valle las hogueras de los poblados en llamas alumbran nuestro camino y bajando la interminable cuesta, al recordar al héroe que marcha en la camilla, pensamos en el dolor del “guayabo que le espera…».

En cuanto al segundo, esta es la versión del Comandante Francisco Franco:

«Unos harqueños que se han corrido por la izquierda disparan varios tiros desde retaguardia; dos soldados son heridos en los sostenes; esto produce cierta confusión entre las reservas, y al mismo tiempo el enemigo, concentrado en las barrancadas del frente, efectúa enérgica reacción sobre nuestras líneas.

Las compañías de la izquierda ven aparecer de pronto a pocos metros las cabezas enemigas; el enemigo, con gran arrojo, ataca por todos lados; el coeficiente moral de las tropas peninsulares es sobrepasado y el frente de la izquierda vacila en algunos puntos.

Los momentos son de gran emoción, y en el sector amenazado volcamos nuestros hombres y nuestro espíritu; los sostenes de las unidades de legionarios acuden al lugar en peligro y acometen al enemigo; los acemileros de nuestras compañías de ametralladoras y tren de combate, abandonando sus mulos, se suman a la reacción, y el ataque es rechazado en todo el frente.»

Veamos ahora lo que decía el corresponsal de Manuel Aznar en «El Sol», sobre la misma acción:

«El peligro era de una intensidad tal, que no se me alcanza el modo de expresarlo. Sanjurjo y Castro Girona, que comprendieron lo que ocurría, seguidos de todos los oficiales del Cuartel General, se echaron al encuentro de nuestros soldados, y en unos segundos de energía conseguían hacer reaccionar a nuestras fuerzas.»

«¡A la bayoneta! ¡Arriba mis valientes! ¡Viva España! El Comandante Franco enronquecía a la cabeza de sus bravos. La lucha fue cuerpo a cuerpo. La cresta, ocupada por el enemigo, era tomada otra vez, y de pie en ella Franco y sus tropas se coronaban de gloria.»

Aquella noche —añade Manuel Aznar—recibí del aludido corresponsal una nota en que me explicaba:

«Lo de Franco en Taxuda ha sido maravilloso. El ha salvado la situación. Cuan-do pasó el peligro sonreía nuevamente entre sus legionarios; pero con una sonrisa que casi me daba miedo, por-que expresaba una serenidad imperturbable, pero, al propio tiempo, una cólera fría. Era una mezcla de tranquila seguridad en sí mismo y de la más violenta voluntad de vencer. No sé sí acierto a explicarme bien».

De dicho corresponsal puntualizaba Manuel Aznar líneas más arriba: «Hallábase éste sistemáticamente sometido a las destructoras campañas en que se agitaban incansablemente la cobardía y la traición» (Prólogo a la edición Doncel de 1976. Pág. 16).

 


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