Franco: Recuerdo, acicate y símbolo, por Blas Piñar

Blas Piñar López

“La Gran Peña”, 16 noviembre 2.000

 

 

Espero, Dios mediante, el próximo domingo 19 de noviembre, luego de concluir la concentración en la Plaza de Oriente -que es la Plaza de las lealtades- presentar en el Hotel Centro-Norte -donde nos reuniremos en un almuerzo de hermandad- un libro, que comencé a escribir hace cinco años, y que titulo “Escrito para la Historia”. El libro lleva al frente una entradilla que dice así: “A Francisco Franco, Caudillo de España, con mi jurada fidelidad, en el veinticinco aniversario de su muerte”.

Alfonso Guerra, vicepresidente que fue del Partido socialista y del Gobierno, -que tiene para mí, desde su postura ideológica, la virtud, nada corriente en los políticos, de ser sincero, y, por tanto, de decir lo que piensa- aseguró que puesta en práctica la política del Sistema, “a España no iba a reconocerla ni la madre que la parió”. La frase, ciertamente, no es grata para el oído, pero ha resultado cierta, y tiene la ventaja de adelantarnos lo que iba a suceder. El pronóstico de Alfonso Guerra, sin la menor duda, se ha cumplido.

Ahora bien, este pronóstico no fue el fruto del don de profecía, de una adivinación inspirada y sobrenatural del futuro, sino la manifestación pública del conocimiento exacto del plan que iba a ponerse en marcha por los coautores de la Transición: un plan elaborado meticulosamente y que tenía en cuenta para aplicarlo: la psicología humana y el talante específico y propio de los españoles; la experiencia histórica tanto lejana como próxima; la crisis de la Iglesia; el ordenamiento político y jurídico a implantar, y la tarea docente, no solo de la enseñanza a todos los niveles, sino de los “mass media”.

El plan requería, para que España y los españoles perdieran su identidad y fueran irreconocibles, arrinconar y eliminar cualquier escrúpulo que pudiera impedir su ejecución, y que no era otro que conseguir el desconocimiento de la verdad.

Este desconocimiento de la verdad no hace referencia tan solo al presente, sino también al pasado de nuestro pueblo que debe narramos la Historia. Decía el cardenal Goma que “un pueblo renuncia a ser si se niega a vivir de su pasado porque cuando cesa la continuidad cesa la unidad de espíritu”, que es la que personifica a la nación.

Alguien ha dicho que ello equivale, de ser así, a una domiciliación y empadronamiento en la ciudad de la nostalgia, a un anclaje inmovilista en el ayer. Pero quien esto dice se equivoca, porque confunde el ancla con la raíz, y entre el ancla y la raíz hay una diferencia notable. Nosotros no estamos anclados e inmóviles, sujetos por la nostalgia, sino enraizados en el “humus” fecundante de una tierra fértil, de la que el árbol, para dar frutos buenos y abundantes, toma la savia que los produce. Para construir bien en el futuro, hay que contar con la experiencia aleccionadora del pasado. El futuro, sin este aprendizaje, es pura incógnita, lanzamiento imprudente y temerario al vacío, que deja a merced del puro azar ese mismo futuro.

Hoy se habla mucho de los derechos del hombre, de la mujer, de los niños y hasta de los animales (que ciertamente no son sujetos de derecho) y no tardará mucho en promulgarse una ley que enumere los derechos fundamentales de los terroristas. Pero ¿quién habla de los derechos de la Historia? Absolutamente nadie, aunque la Historia exija, para no marginarla o invertirla de su misión, que la verdad no se oculte y que tampoco se tergiverse, manipule o falsifique.

Ni amnesia, que anula la memoria, potencia del alma, ni mentira, que suplante a la realidad histórica y conduzca a una inteligencia e interpretación errónea de los hechos. El silencio o la modelación arbitraria, teniendo en cuenta, como decía Gregorio Marañón, que “el coeficiente de credulidad colectiva es infinito”, debe estimular el propósito, como señalaba en cierta ocasión Francisco José Fernández de la Cigoña, “de transmitir a las generaciones que vienen, la verdad de una de las gestas más limpias y más hermosas de una Patria en la que los héroes y los santos nacieron con tanta abundancia como las flores en primavera”.

Todo menos que se consume la ingratitud de permanecer sin respuesta, con los brazos cruzados, ante la amnesia o el fraude que oficialmente se quiere y enseña. ¡Qué tristes los versos dedicados a los caídos del jesuita mejicano P. Cué!:

“Se ha volcado una palotada de estiércol en vuestra tumba                                        Dedicaremos en Toledo, para salón de baile, el patio imperial del Alcázar                                                   Arrancaremos todas las estrellas de los alféreces provisionales,                                                               al manto de la Virgen de las Angustias, en Granada.                                                                           Y volaremos con dinamita el Valle de los Caídos.                                                                                                ¿A qué el gesto gigantesco de una Cruz desorbitada?                                                              Contentaros vulgares muertos con una cruz de dos tablas”

Pero hay más, que en este XXV aniversario de la muerte de Franco conviene traer al campo de la reflexión, y que desde el punto de vista cristiano no podemos olvidar. Me refiero al versículo de la primera carta de San Pablo a Timoteo (2,4): “Dios quiere que todos los hombres lleguen al conocimiento de la Verdad” Pues bien, yo entiendo que no se trata tan solo de la Verdad de la Revelación divina sintetizada en el Símbolo de la Fe, sino, igualmente, de la verdad de tejas para abajo, de la verdad, sin encubrimientos, retorcimientos y mutilaciones del acontecer histórico que protagonizamos los hombres.

Por ello, investigar, descubrir, levantar y proclamar a gritos la verdad, no es solo una obligación de los historiadores auténticos, fieles a su quehacer, sino de todos aquellos que quieran cumplir con la voluntad de Dios, que San Pablo nos recuerda. Y nosotros, queremos cumplirla.

Somos pocos, puede argüirse, para una tarea tan difícil que, además, lucha contra corriente, Y es cierto; pero también es cierto, como me decía una vez el general de aviación Serrano de Pablo, que la lamparilla que arde temblorosa ante el Sagrario es muy pequeña y frágil, pero basta para anunciar que en ese Sagrario se halla el Verdadero, es decir el Verbo hecho carne, la Verdad encarnada.

De ahí, este ciclo de conferencias organizado por la Confederación de Combatientes, con ocasión del XXV aniversario de la muerte de Franco. Se ha hablado de él, y magistralmente. Yo quiero felicitar a los conferenciantes por lo mucho que han dicho y por lo bien que nos han expuesto, distintas e interesantes facetas del Caudillo. Mis palabras de hoy -con las que el ciclo se clausura- versarán sobre “Franco: recuerdo, acicate y símbolo”, porque estimo que recuerdo, acicate y símbolo se conjugan. Trataré de probarlo.

 

RECUERDO

La aproximación, que conlleva el recuerdo, a aquello que con la memoria recreamos, demanda una contemplación ceñida a lo que ontológicamente en sí mismo nos ofrece lo que tenemos a la vista, y otra contemplación comparativa con otras realidades. Es decir, que para lograr conclusiones decisorias del recuerdo son necesarias dos reflexiones, a saber: la ontológica y la de contraste. El color blanco nos manifiesta blancura; pero es evidente que al lado del color negro la blancura resalta.

Recordar a Franco, por otra parte, es tanto como recordar su obra, y no solo porque por las obras se conoce a los hombres, -por los frutos los conoceréis-, sino porque, así como una fe sin obras, como decía el apóstol Santiago, es, por ello mismo, inoperante, es decir es una fe muerta, así también una doctrina, incluso una doctrina política, poco importa si no incide y modela al hombre y a la sociedad para los cuales fue elaborada.

– Reflexión ontológica

Detengámonos ahora en la contemplación ontológica u objetiva de Franco a través de su obra. Ello supone que esta detención hay que hacerla ante Franco como general victorioso de una guerra y ante Franco, como artífice de un Estado nacional al servicio del bien común.

– Franco: general victorioso de una guerra

El tema de la guerra hay que enfocarlo con la máxima objetividad, trayendo a colación, por una parte, las razones que legitimaron el Alzamiento del 18 de julio, y por otra, lo que el “intus legere”, fortalecido por el don de entendimiento, dice sobre el significado de la contienda.

El Alzamiento del 18 de julio no lo fue contra la legalidad republicana de 14 de abril de 1.931, sino contra un Régimen que había perdido toda legitimidad de ejercicio, y que estaba llevando a España a la división de sus tierras, a la miseria económica y al más brutal de los enfrentamientos partidistas. Los que se alzaron en armas no pueden calificarse de sediciosos, porque el único sedicioso era el poder. Ante situaciones límite como la de aquel momento, que culminaron con la sangrienta revolución marxista de Asturias, unida al intento separador de Cataluña, en 1.934, y el asesinato de Calvo Sotelo por orden del propio Gobierno de la República, el 13 de julio de 1.936, la “Civitas”, la “Polis”, tenía no solo el derecho sino el deber, y en su legítima defensa, como decía el cardenal Belarmino, de apelar a las armas, y con tanta más razón si se tiene en cuenta que el Alzamiento reunía todas las condiciones que, conforme a lo que nos enseña Santo Tomas, son necesarias para un veredicto moral favorable. Francisco Cambó no tuvo reparo en escribir: la “insurrección armada contra el régimen no fue una necesidad sino un deber”.

El Alzamiento no fue un “golpe militar-fascista”, como sentenció el Congreso de los Diputados, con el silencio abstencionista y neutro del Partido Popular. De ser así, de un golpe militar-fascista, traería causa la Corona, y como aquí los fascistas son los etarras, llegaríamos a la conclusión absurda de que de los etarras deviene su legitimidad.

El Alzamiento, no fue, acabamos de decirlo, un “golpe militar-fascista”, pero tampoco fue un pronunciamiento castrense y en solitario del poder militar contra el poder civil; ni el comienzo de una lucha cruenta entre patronos y obreros.

¿Qué fueron entonces el Alzamiento y la guerra a la que dio origen? Es aquí donde el “intus legere”, penetrando en la entraña misma de la contienda, nos dice varias cosas:

  1. a) Que la guerra de España, la guerra de los mil días, fue un capítulo de la guerra civil ideológica universal, en la que todavía estamos. Así lo pone de relieve que el mundo se embandera a favor o en contra de la España nacional o de la España roja; y que aquí vinieran a enfrentarse, a sangre y fuego, las Brigadas Internacionales, reclutadas por el partido comunista, y los voluntarios de Portugal, Irlanda, Rumania, Italia y Alemania, que, junto a las unidades de nuestro Ejército, las banderas de Falange y los Tercios de requetés, tuvieron a Francisco Franco como cabeza y capitán.

Quizá porque la guerra de liberación fue una contienda ideológica, se explica que haya concitado a nivel universal tanta bibliografía, y que nada menos que en un libro publicado en Moscú durante el régimen soviético se diga que nuestra guerra es el acontecimiento histórico más importante del siglo que ahora termina.

  1. b) La guerra de España fue una “cruzada patriótica”, como escribía Alejandro Lerroux, en una carta a Franco, el 18 de julio de 1.937. Así lo rubricaron con su sangre decenas de miles de españoles antes de su fusilamiento, como el teniente de navío Javier Quiroga y el maquinista naval Cándido Pérez, que en el Bilbao cautivo de los rojos y de los separatistas, exclamaron en el umbral de la muerte: “Nuestras vidas no importan; lo que importa es la vida de España”.
  2. c) La guerra de España fue, además, -y hay que subrayarlo- una Cruzada por la Fe, quizá la última Cruzada de la Historia, si advertimos que las Cruzadas tienen poca simpatía entre personalidades destacadas de la Iglesia oficial.

Sea ello lo que fuere, España, entonces, demostró que era a un tiempo el último baluarte de la Cristiandad y la reserva espiritual de Occidente. El Papa bendijo a los soldados de Franco que se habían “impuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión” y la “Carta colectiva del Episcopado español”, de 1.937, que luego de reconocer como Cruzada la guerra española, la definía como una “guerra de la civilización cristiana contra la barbarie”

¡Qué bien reflejó el sentido de la Cruzada José Ortega Morejón, en sus versos:

“La antigua saña despiadada quiere

hundir la fe con sangre en nuestro suelo,

pero el mártir perdona a quien le hiere

y dice al mundo y lo repite el cielo;

a mí me matarás, más Dios no muere”

¡Qué bien lo reflejó, igualmente, José María Pemán denunciando que “una mano secreta, desde la noche oscura, ha ordenado una siega satánica de cruces”!

Para combatir en la “más santas de las guerras”, como dice el escritor argentino Ignacio Anzoátegui, a la Cruzada por la Fe vinieron nuestros hermanos de más allá de las fronteras. Qué emocionante lo que Ion Mota, voluntario rumano, escribía a los suyos desde el frente de Majadahonda: “cuando una mente diabólica se levanta para arrojar a Cristo del mundo, los hombres de cualquier nación, tienen que alzarse en defensa de la Cruz. He comprendido el deber de mi vida. He amado a Cristo y he marchado feliz a la muerte por El”.

  1. d) Hay una Teología de la Historia a la que debemos acudir en el “intus legere” para entender y justificar la Cruzada y, por ello, para situarla en el duro combate apocalíptico entre el Bien y el Mal, entre el Señor de la vida y el señor de la muerte, entre San Miguel y el dragón. El que no lo entienda así se ve precisado a rebajar de cota la contienda y a reducirla a un episodio puramente humano y pasajero, sangriento y amargo, heroico incluso, pero a la larga intrascendente. Es posible que a ello se deban muchas de las deserciones eclesiales castrenses y políticas que lamentamos.

Desde esta perspectiva se comprende que la Victoria ganada, no por todos, fuera para todos. Los vencedores ganaron, pero la ofrecieron a los vencidos. Por eso, además de un Arco de Triunfo en la Ciudad Universitaria de Madrid, hay una Basílica, la del Valle de los Caídos, en Cuelgamuros, que cobija bajo una cruz de granito, los restos mortales de los vencedores y de los vencidos, para que la sangre derramada en la contienda no fuese inútil y para construir sobre ella una España unida y en orden, con trabajo y paz, como la querían los Reyes Católicos.

 Desde esta perspectiva se entiende también que Franco, el 2 de mayo de 1.939, ofreciese su espada al Dios de las Victorias, en la Iglesia de Santa Bárbara, -hoy en el tesoro de la catedral de Toledo- y que la ofreciese no solo para agradecer el término feliz de la contienda, sino para dar “testimonio fehaciente de la religiosidad de España”.

Desde esta perspectiva se entienden las razones por las cuales Pío XII concedió a Franco la “Orden Suprema de Cristo” y le llamó “hijo predilecto, y el más querido de la Iglesia entre los Jefes de Estado”

Desde esta perspectiva se entiende el testamento del Caudillo, pidiendo perdón y perdonando, honrándose en el nombre de Cristo, advirtiéndonos para estar alerta contra los enemigos de España y de la civilización cristiana, y uniendo, en Dios, a España y a todos los españoles en un abrazo y en un viva a la Patria. Se dice que cuando Pablo VI leyó el testamento político de Franco exclamó -aunque ya era tarde- “me he equivocado con respecto a este hombre”.

Desde esta perspectiva se entienden las inmensas colas de españoles que día y noche acudieron al Palacio real para rendir tributo de gratitud al Jefe del Estado que nos dejó el 20 de Noviembre de 1.975.

Desde esta perspectiva se entiende, que muchos no vacilen en proclamar las virtudes, que ellos estiman heroicas, del Caudillo, como el P. Faustino Moreno, en su libro “Franco, héroe cristiano en la guerra”, y el Monje benedictino Manuel Garrido Boñano, en el suyo, “Francisco Franco, cristiano ejemplar”

Franco: artífice de un Estado nacional al servicio del bien común.

Antes de nada, debemos señalar que la mística de la guerra-Cruzada, contagió íntegramente a los españoles. Fisiológicamente crecimos en estatura, y psíquicamente eliminamos nuestro complejo de inferioridad. Ya no eran los españoles los que no podían ser otra cosa, como dijera Cánovas del Castillo, sino que, como afirmara José Antonio, “español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo”.

Política interior

El Estado Nacional promulgó el “Fuero del Trabajo”; creó el Servicio Nacional del Trigo y “Auxilio Social”. Se hizo la concentración parcelaria. Se fijaron las unidades mínimas de cultivo. Venciendo el retraso de una época liberal -monárquica o republicana- conseguimos ser la novena potencia industrial del mundo. No obstante la eliminación de España del plan Marshall, se produjo el milagro económico y creció la renta “per cápita” hasta 2.620 dólares. La ciudad de Santander, destruida en gran parte por un incendio, se reconstruyó enseguida y es hoy una de nuestras capitales más bellas. Las inundaciones que provocó la gota fría en Valencia, dieron origen a una obra fantástica para evitarlas en lo sucesivo. El Plan Badajoz puso en regadío miles y miles de hectáreas de secano y el Trasvase Tajo-Segura llevó el agua fertilizante a la huerta de Murcia y a la comarca de Cartagena. Se contuvo el agua de la lluvia y de los ríos en centenares de presas, de las que nos acordamos en tiempo de sequía.

La consigna oficial fue la siguiente: “Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan”. Me permito añadir que no solo se quería eso, sino también: ni un español sin vivienda y sin trabajo. Y se consiguió, con esfuerzo, sacrificio y honestidad, la lumbre, el pan, la vivienda y el trabajo.

Hubo protección especial para las familias numerosas, salario familiar, becas innumerables, y economatos de empresa. Una red de hospitales y sanatorios fue creada por una Seguridad Social, que aun cuando se iniciara, como ahora dicen, hace un siglo, solo con Franco se desarrolló con generosidad, amplitud y eficacia. La paz de España, su clima, su historia y su arte, y un conjunto hotelero de primera, nos convirtieron en una potencia turística.

El Estado nacional, creado y dirigido por Franco, dio a los españoles paz y seguridad. Los Sindicatos verticales superaron la lucha de clases en un clima de colaboración de empresarios, técnicos y trabajadores. La delincuencia fue mínima, y así como no bastaban los colegios y las escuelas para recibir a los niños de tantas familias fecundas, sobraban las cárceles escasas de inquilinos.

El Estado nacional, con impuestos moderados, realizó una obra ingente, y España, como Waldo de Mier escribiera, cambió por completo de piel.

Incluso la zona roja, esquilmada económicamente, se rehízo con la ayuda generosa de la nacional; y con una rapidez increíble, envidiada, sin duda, por la Alemania excomunista, la del otro lado del telón de acero y del muro de Berlín, que después de muchos años sigue teniendo un nivel de vida notablemente inferior al del resto de Alemania.

Política exterior

Pero un Estado no es una isla, ni una torre aislada de marfil. Tiene relaciones con otros Estados y, además, con la Iglesia, es decir, una política internacional, de la que nos ha hablado Gonzalo Fernández de la Mora. Pues bien, de la política internacional de Franco quiero destacar:

Que cuando tantas naciones de Europa fueron ocupadas por las divisiones de Hitler, que apenas encontraron resistencia, Franco, solo con unas cuantas frases cargadas de habilidad gallega, no solo las detuvo en el Pirineo, sino que ahorró a España un nuevo y doloroso baño de sangre.

Que, a pesar de todo, cuando el conflicto se complicó al abrirse el frente oriental contra el comunismo, Franco, que había luchado y derrotado al comunismo en España, prolongó esta lucha en el Este -sin que Alemania se lo pidiera-, enviando la nunca olvidada y gloriosa División Azul.

Que la carta que recibió Franco de Roosevelt, y la que él hizo llegar a Churchill, demuestran la estricta neutralidad de España en el enfrentamiento de los Aliados occidentales con las potencias del Eje, y la clara visión del Caudillo sobre lo que iba a suceder en Europa al unirse la U.R.S.S. a los Aliados.

Que la retirada de los embajadores y el boicot económico a España, logró que los españoles se apiñaran en tomo a Franco, que permaneció tranquilo y sentado a la puerta de su casa hasta que los embajadores volvieron; y volvieron avergonzados y arrepentidos.

Que Franco firmó con la Iglesia un Concordato, y con los Estados Unidos un Tratado de cooperación. Vinieron a España el cardenal Ottaviani y Eisenhower. El primero dijo que el Concordato con España era el mejor de todos, y el segundo reconoció públicamente que, si había admirado a Franco como militar, ahora, y por añadidura, lo admiraba como estadista.

El presidente Nixon demostró una y otra vez su afecto hacia España y el presidente Reagan llegó a increpar a los miembros de la Brigada Lincoln, que combatió con los rojos, diciéndoles que se habían equivocado de trinchera.

Que, dejando aparte, en fin, lo que podamos pensar de la eficacia o utilidad de la ONU, lo cierto es que la ONU, que nos fue tan hostil, abrió de par en par sus puertas a España.

Reflexión comparativa

Examinemos también, como al principio proponíamos, a Franco y su obra, en la prueba de la comparación y del contraste. Se trata de poner al lado de la España del franquismo la España de la Transición; al lado de la España unida y en orden, con paz y trabajo, la España del separatismo que la trocea, del terrorismo que la baña de sangre, del miedo ante el futuro, de la corrupción, de la droga , del sexo, del sida, del índice más bajo de natalidad de Europa, de la inmigración ilegal masiva, del taller, en aguas del estrecho de Gibraltar, para reparaciones peligrosas de submarinos nucleares ingleses; de la torpeza inaudita de enemistarnos con Chile, cooperando de un modo activo a la detención y procesamiento del General Pinochet, que evitó que el comunismo se implantase de forma violenta en su país; del espíritu antidemócrata, puesto de relieve al condenar con saña a Heider, al Partido de la Libertad, de Austria, que ganó unas elecciones y que con el voto popular forma parte del gobierno austríaco. Se trata en suma de comparar la España transfigurada y en estado de gracia colectiva, de ayer, con la España desfigurada, y en estado colectivo de pecado, fruto de la Transición.

A España no se le podía perdonar su desplante y su gallardía, por su valor ejemplar y por la proyección de ese ejemplo a otras naciones. Era necesario invertir el resultado de la guerra-Cruzada y, por tanto, la Victoria Nacional. Se dijo que a la imagen de la Victoria le faltan los brazos porque no supo dominar el vicio de comerse las uñas. Pero con nuestra Victoria ha ocurrido algo peor, porque se le arrancaron sus alas, impidiéndola batirlas, para subir, iluminamos y conducirnos desde el cielo.

La pregunta que estaba en el ambiente de la época “Después de Franco ¿qué?” tuvo tres respuestas. Una de ellas, apostaba por la continuidad perfectiva del Régimen. Otra, quería una rectificación de lo accesorio que respetase lo necesario: -Reforma- y otra, finalmente, que proponía la sustitución del Régimen del 18 de Julio, por otro liberal-marxista y republicano: Ruptura.

“Después de Franco, las Instituciones”, fue la respuesta, que nosotros compartimos.

La segunda y la tercera respuestas -reforma o ruptura-, se decantaron por ésta. Los reformistas, que se habían adueñado del poder en las postrimerías del franquismo, se supeditaron, y con facilidad, ante los partidarios de la ruptura. Los reformistas solo consiguieron dos cosas: salvar la Corona, aunque no la monarquía, en una república coronada, como dijo Fraga Iribarne, y que la ruptura se disfrazase de legalidad, aunque tuvieran que recurrir a un fraude de la propia ley. El Régimen nacido de la guerra-Cruzada, comenzó por ello a tambalearse. Solo Franco, con su carisma personal, y con el apoyo expreso o tácito del pueblo sencillo, pudo mantenerlo hasta su muerte. Pero Franco, ya enfermo, en su breve alocución desde el Palacio Real en la Plaza de Oriente, el 1 de octubre de 1.975, nos dio a conocer lo que estaba ocurriendo y lo que podía ocurrir cuando nos dejara: destrucción de la unidad de España, sustitución de los Principios por las opiniones, e inmoralidad tanto pública como privada. Y así sucedió, porque la muerte del Caudillo fue para los conjurados de la Transición, el instante adecuado para iniciar un proceso involutivo que nos ha hecho retroceder al esquema liberal-marxista de 1.936.

Recuerdo, que terminada la Misa de “Corpore insepulto” que ofreció por Franco, en la Plaza de Oriente, el cardenal arzobispo de Toledo, Don Marcelo González, le comenté: “Ahora van a enterrar a Franco. Mañana darán comienzo a la tarea de enterrar su obra.”

El perjurio institucional fue tan numeroso, como llamativo e irritante, porque, para mayor escarnio, ese entierro de la obra de Franco se hizo por aquellos a los que el Caudillo habla entregado las herramientas que debían utilizarse para la continuidad perfectiva del Régimen.

De este modo, lo que nunca pudo conseguir el huracán, lo consiguieron las termitas; lo que no consiguió la metralla, lo consiguieron la deserción, el resentimiento o las ambiciones.

Andrés Cano Sanz, en unos versos preciosos, lo denunciaba:

“¿Qué ha ocurrido, Señor? La indignidad

de unos hombres de mente corrompida

casi ha dejado tu obra destruida;

ya no hay orden, ni paz, ni autoridad.

¿Y sabes quiénes son tus detractores?

Los que antes mendigaban tus favores,

aquellos que sin tasa te adularon,

los que siempre a tus plantas hemos visto.

Son los mismos que un día a Jesucristo

le vendieron y aún más crucificaron”

Franco, el 26 de febrero de 1.959, dijo a los Alféreces Provisionales “(Debemos ser) los guardianes de la Victoria (ya que) si logramos que España despertase fue para que marche por el camino de su grandeza, y esto se logra si conservamos nuestros ideales”.

Pero los ideales no se conservaron, y el Consejo Nacional del Movimiento y las Cortes franquistas -con excepciones minoritarias- renunciaron a los mismos. Los custodios del ideal votaron la Reforma-Ruptura, respaldaron más tarde la Constitución y contribuyeron a consolidar un Sistema político radicalmente contrario al que sirvieron.

El Cardenal Gomá, en “La Cuaresma de España”, nos aleccionaba así el 30 de enero de 1.937: “Las civilizaciones no se defienden solas. La civilización es un estado heroico (por lo que hay) que permanecer en constante y avezada centinela ante el enemigo. La guerra actual señala un momento de esta lucha; cuando acabe deberemos aguardar, arma al brazo, para la construcción y defensa de la España nuestra. Una guerra santa pide, a lo menos, un santo esfuerzo para que no sea estéril la sangre en ella derramada”.

¡Tremenda responsabilidad la de los eclesiásticos, militares y políticos, que, a pesar de tan diáfanas advertencias, han tejido la corona de espinas que cubre la cabeza de España, y le han clavado en el corazón el puñal que le arranca la vida!

Fue el obispo de Cuenca, don José Guerra Campos, el que en la Basílica del Valle de los Caídos enumeró con claridad y valentía a los coautores del perjurio y la deslealtad a Franco: “Los que con él metían la mano en su plato, aprovechándose del Régimen; los escala torres, que le besaban, adulándole; los miedosos que le negaron en la hora difícil; los que hicieron alarde de indiferencia política y asepsia tecnócrata y los maestros de espíritu, escribas y fariseos, apóstoles de la denuncia profética, que colaban, llenos de ira, los mosquitos, y ahora se tragan sin escrúpulos los camellos”.

Si la mayor parte del equipo dirigente del franquismo votó la Reforma-Ruptura, su mal ejemplo cundió. ¿Por qué escandalizarse de que en un referéndum la apoyaran también los españoles honestos? Fue una ceguera colectiva, en la que unos ciegos -los reformistas- conducían a los que ellos mismos cegaron con sus palabras y su comportamiento.

Solo quedaba a los franquistas pasados a la Reforma-Ruptura y a sus socios acallar las voces de quienes nos oponíamos a ella. Como el ladrón precavido y atento convence a los guardianes de la casa para que pongan un bozal a los mastines a fin de que no puedan con sus ladridos evitar la fechoría, así los gobernantes de la Transición no tuvieron inconveniente, y hasta se esforzaron, a petición de sus enemigos oficiales de ayer, de eliminar los focos de resistencia, de reducirnos al silencio, de dejarnos sin medios de comunicación y sin recursos, de difamamos sin misericordia. Con lo cual se quedaron sin los centinelas vigilantes, que de algún modo les defendían. Ahora, ellos mismos, y centenares de españoles sin filiación política, son asesinados en plena calle por los terroristas de la ETA, ayer héroes de la libertad, que aparecían constantemente en la televisión, y ahora, por un travestismo estúpido, son calificados nada menos que de nazis y fascistas, aunque sigan asomándose a la pequeña pantalla, alzando el puño con odio y cantando la Internacional.

 

ACICATE

 

El recuerdo de Franco y de su obra, capitán victorioso de una Cruzada y artífice de un Estado nacional al servicio del bien común, y las pruebas, ontológica y comparativa, que hemos aportado, no pueden conducimos a una postura resignada y estoica.

Me gustaría deciros, con una visión providencial del acontecer histórico, que la Victoria nacional no ha sido derrotada. Fueron derrotados y vencidos solamente quienes habiéndola ganado o quienes, habiendo disfrutado de ella, perdieron la fe en su dimensión transcendente para España y para los españoles. Ellos ya habían entregado la Victoria en su interior, antes de pactar con sus adversarios y repartirse con ellos las vestiduras. Pero -hay que proclamarlo con énfasis- si los hombres pierden la fe, las ideas no se pierden en el vacío.

Franco, que a pesar del acoso envolvente a que estuvo sujeto, jamás perdió la fe en las ideas, murió hace veinticinco años. Ha sido “la hora del sacrificio de la tarde” que recuerda el profeta Daniel. Han sido veinticinco años de invierno helador, pero los inviernos pasan, y si el invierno esconde semillas en la tierra, las semillas espigarán cuando el sol las acaricie. Ricardo Gil lo expresó poéticamente de otra manera:

“No porque arranque mano despiadada

la rosa perfumada

dejará de dar flores el rosal”

SÍMBOLO

Hemos hablado de Franco y de su obra, en el Recuerdo, y de Franco como Acicate que espolea. Conviene, para concluir, que hagamos referencia a Franco como Símbolo, porque, a mi modo de ver, aunque Franco como hombre haya muerto, Franco como símbolo vive en la conciencia de cientos de miles de españoles a los que se ha engañado o se ha privado de voz, y que forman el franquismo anónimo, que pone su esperanza en la minoría inasequible al desaliento de que hablara José Antonio, y que sigue enarbolando una bandera que no se ha arriado jamás.

Pero esa minoría, que permanece, y ese franquismo anónimo,            que espera y aguarda con lógica impaciencia, necesita de capitanes que la dirijan. “¡Buenos quedarían los soldados sin ellos!”, decía Santa Teresa de Jesús. Con la ayuda de Dios los encontraremos, sin que importe demasiado su edad, porque como aseguraba el general MacArthur, “la juventud no es un periodo de la vida sino un estado del alma”, y porque como en idéntica línea de pensamiento, escribió el teniente coronel argentino Juan Francisco Guevara: “no hay que dividir en generaciones sino en conductas”.

A esos capitanes y a la cabeza de las minorías inasequibles al desaliento, incumbe y corresponde la difícil pero apasionante misión de lograr que España, saliendo de esta noche oscura de letargo, de sombra y de luto, recupere con su paz interna su identidad metafísica.

Si la bandera sigue enarbolada, no la vemos; y no la vemos porque el enemigo puso esmero y cuidado en trasladarla a la oscuridad. A nosotros nos conciernen dos grandes obligaciones: la de romper esa oscuridad encendiendo antorchas, y la de avivar con su llama el fuego mortecino que aun arde en los pábilos mustios del buen pueblo de España.

Franco es un símbolo doble: bandera y antorcha. Nosotros no le hemos olvidado y no le hemos olvidado porque en el Valle de los Caídos, en silencio, a la vera de la tumba en que reposan sus restos mortales, hasta que recobren la vida en la jornada de la resurrección, nos preguntaremos con el poeta pasado mañana:

“¿Tan solo muerte guarda la montaña?”,

y con el mismo poeta nos contestaremos:

“Guarda cenizas que se harán hoguera,

se harán antorcha y sol de amanecida

para abrasar el corazón de España”.

Franco, bandera y antorcha, es el símbolo de la España del futuro, como lo es para todos los pueblos que en cualquier latitud del mundo quieran ser protagonistas de la Historia. Y tan es así, que, en Dinamarca, el pasado 18 de julio, más de diez mil jóvenes se concentraron para aclamarle. En Venezuela, Germán Borregales ha escrito que “al conjuro de la palabra Franco surgirán legiones de combatientes dispuestos a restaurar el Estado surgido por obra y gracia del 18 de julio”. En Argentina, el obispo de Rosario, Guillermo Bolatti, dirigiéndose a sus feligreses, dijo: “se seguirá recordando a Franco con el testimonio mudo, pero imperecedero, de su presencia en los campanarios y en los altares” y el arzobispo de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu, llamó a Franco “magnífico ejemplo de estadista enfrascado durante cerca de cuarenta años en la búsqueda del bien de su pueblo”. En Chile, Manuel José Ligarte proclamó a Franco no solo Caudillo de España, sino Caudillo de la Hispanidad.

Franco, “encarnación de la Patria”, en frase del cardenal don Marcelo González,; la “espada más limpia de Europa, en frase del mariscal Pétain; el “centinela de Occidente”, como tituló su biografía, Luis de Galinsoga; “sereno en la guerra y fórmula suprema del valor” como en “homenaje a la verdad” dijo Indalecio Prieto; el “hombre fiel a su Dios y a su Patria”, como quiso llamarle el cardenal Spellman; “el servidor excepcional de la Iglesia de España”, como le definiera monseñor Guerra Campos; un “ejemplo para toda España por el honrado cumplimiento del deber (concebido) como un deber religioso”, como propusiera Don Ángel Herrera Oria; “instrumento de la Providencia para devolvernos nuestros templos y nuestros hogares y, con ellos, el ejercicio de nuestros derechos de cristianos y de españoles”, como de definió el abad benedictino de Monserrat Antonio María Marcet; el jefe de Estado que “se entregó a trabajar por España con obsesión (para) el engrandecimiento espiritual y material de nuestro país, con olvido de su propia vida”, como tuvo que reconocer, nada menos, que el cardenal Tarancón; el “caballero de la milicia de Cristo”, como le proclamó Pío XII.

¡Franco!: tu supiste conjugar la Tradición y la Revolución, la Libertad y la Autoridad, la Iglesia y el Estado, el Ejército y el Pueblo, la Patria unida y la multiplicidad de sus regiones, el desarrollo interno y la política exterior.

¡Franco!: eres para nosotros, recuerdo, acicate, y símbolo. A los veinticinco años de tu ausencia, seguimos fieles a lo que tú representabas, y queremos decirte con versos del himno militar que tu cantaste en tantas ocasiones:

“Aún te queda la fiel infantería,

Que por saber morir sabrá vencer”.


Publicado

en

por

Etiquetas: