Franco visto por sus ministros: Alejandro Fernández Sordo

Franco visto por sus ministros.

Coord. Ángel Bayod

Página 372

En mi opinión se termina por desenfocar la figura de Francisco Franco si se parte de concebirla como compleja y llena de cálculos maquiavélicos. Juzgo, por el contrario, que es -sencilla, ejemplarmente sencilla.

Abogado. Ministro de Relaciones Sindicales del 3 enero 1974 al 11 diciembre 1975. Nació en Oviedo el 4 de setiembre de 1921. Obtuvo la licenciatura en Derecho con premio extraordinario y el título de graduado social. Fue profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Oviedo y de Derecho Sindical en la Escuela Social de la misma ciudad. Como profesor de la Escuela Sindical de Asturias, durante ocho años estuvo encargado de cursos de capacitación de jurados y enlaces sindicales. Fue inspector, consejero y secretario del consejo provincial del Movimiento en Asturias y concejal del Ayuntamiento de Oviedo. Al crearse el Sindicato Nacional de Prensa, Radio, Televisión y Publicidad se le designó presidente nacional. Posteriormente fue delegado nacional de Prensa y Radio del Movimiento y director general de Prensa. Perteneció a las Cortes como procurador de representación sindical y fue consejero nacional del Movimiento por designación directa del Jefe del Estado. Nombrado secretario general de la Organización Sindical fue elegido consejero del Reino por el grupo de procuradores en Cortes de representación sindical. Casado y tiene cinco hijos. Falleció el 6 de mayo de 2009, en Madrid.

¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?

Parece que ésta es la pregunta clave que usted presenta en la encuesta y por ello me permitirá una mayor extensión de la respuesta.

Probablemente mi planteamiento no va a ser muy común y por ello debo comenzar por subrayar dos géneros de circunstancias: la primera, que mi paso por el Gobierno lo fue en la etapa final —los dos últimos años— del Generalísimo Franco, pese a lo cual creo que los ejes de su conducta no eran distintos de sus años de plenitud física. La segunda, que la atípica y hasta intrínsecamente contradictoria figura de un ministro de Relaciones Sindica-les —y esto lo dije y lo escribí con palabras aún más rotundas cuando lo era— hacía que mis despachos con el Jefe del Estado, que lo fueron —y ello no era entonces habitual salvo para los vicepresidentes— con una periodicidad prácticamente mensual, no pudieran tener por objeto temas concretos, ya que éstos correspondían a la competencia de los vicepresidentes u otros ministros —Trabajo, Agricultura, Industria, etc.—. De ahí la contradicción a que antes me refería sobre la extraña configuración de un ministro de Relaciones Sindicales que, por ejemplo, tenía la responsabilidad de los acuerdos para la firma de los convenios colectivos que, sin embargo, llegaban al Consejo de Ministros, por imperativo de la legislación entonces vigente por el cauce, jurídicamente indiscutible, del Ministerio de Trabajo por cuanto a él estaba atribuida entonces su homologación. Cuento todo esto solamente para explicar los motivos por los que mis conversaciones con el Generalísimo Franco habían de tener un contenido general, normalmente extra sindical, si quería, y siempre lo quise, no incidir en aprovecharlas para memorial de reproches contra otros compañeros de Gobierno —que tengo la impresión fue el contenido habitual de los despachos ministeriales con el Jefe del Estado— con los que yo discutía cuanto fuera necesario al trasladarles los informes de las representaciones de empresarios y trabajadores pero siempre cara a cara. Insisto en todo ello para aclarar, como digo, los motivos por los que mis despachos podían comenzar, y pongo un ejemplo auténtico, por mi pregunta sobre si tenía descartada la posibilidad histórica y, naturalmente, futura de una nueva guerra civil en España, a lo que me contestó, y ello estoy seguro que a nadie le extrañará, que ya que por mi parte me lo había planteado, le interesaba mi opinión. Todo lo cual dio lugar a una bastante extensa entrevista que recuerdo con especial interés.

En definitiva, pues, no por influencia, ni menos autoridad personal, sino por la delimitación de campos a que me llevaba mi indefinible función tuve oportunidad y aun necesidad de hablar siempre con el Generalísimo Franco sobre planteamientos globales en lo histórico, político, social, etc.

Desde ello, con lo que supone para el acierto o para el error, he obtenido esta visión personal por la que se me pregunta y a la que con sinceridad y con imposibilidad de extenderme en matizaciones, respondo.

En mi opinión, se termina por desenfocar la figura de Francisco Franco si se parte de concebirla como compleja y llena de cálculos maquiavélicos. Juzgo, por el contrario, que es sencilla, ejemplarmente sencilla. Cuando a cierto director de periódico le dice «haga como yo, no se meta en política», está hablando con toda sinceridad, sin el menor asomo de ironía. Para él su función es de servicio, en la sencillez y en la ejemplaridad de una visión castrense del servicio a España. Con la concepción de centinela, que es una función de la mayor responsabilidad pero, a la vez, de claro sentido instrumental pragmático. De ahí una serie de consecuencias que, repito, no es posible desarrollar aquí: la plenitud del margen de concesión para las actuaciones de sus ministros, la influenciabilidad por quienes en cada momento acierten a descubrirle o convencerle de la posición de mejor servicio a España, favorecida por una heterogeneidad ideológica constante de sus equipos en cuarenta años. Y, sobre todo, el error de configurar como dictador a quien en vez de imponer criterios los recogía para intentar descubrir en cada momento su más eficaz lugar, insisto, de servicio. Por eso el franquismo es ajeno a Franco y fue construido por los que se fueron sucediendo, antes y hasta, incomprensiblemente, ahora, como franquistas en un aprovechamiento instrumental que descalifica tantos arrepentimientos cuando menos tardíos, que para los que teníamos catorce años en 1936, no encajan, por ejemplo, con el discurso sobre la disciplina en Zaragoza —tan incomprensiblemente no recordado estos días—; las vicisitudes conspiratorias del 18 de Julio; las reuniones de la finca de San Fernando; la Salamanca de 1937 y, así, hasta el mensaje póstumo al pueblo español.


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