Franco visto por sus ministros: Fermín Sanz-Orrio y Sanz

Franco visto por sus ministros.

Coord. Ángel Bayod

Página 95

El Movimiento Nacional tuvo en Franco su Alfa y su Omega. Y esta gigantesca figura, por tanto, no tiene recambio; ese movimiento ha cesado.

Abogado del Estado. Ministro de Trabajo del 25 febrero 1957 al 11 julio 1962. Nació en Pamplona el 14 de julio de 1901. Tras cursar la carrera de Derecho ingresó en el cuerpo de Abogados del Estado. Afiliado a FE, desempeñó los puestos de jefe local de Pamplona y subjefe provincial de Navarra, participando en la organización del Alzamiento. Fue delegado provincial de Sindicatos y Trabajo de Navarra, Barcelona y Madrid; vicesecretario general de Obras Sociales del Movimiento; presidente del Sindicato del Seguro; gobernador civil y jefe provincial de Baleares, Guipúzcoa y Cádiz. En 1942 fue nombrado delegado nacional de Sindicatos. En 1952 se le designó embajador de España en Pakistán y, posteriormente, desempeñó el mismo cometido en Filipinas y China nacionalista. En 1956 se le designó consejero nacional del Movimiento. Al cesar en su cargo de ministro pasó a presidir al Banco de Crédito Local. Ha sido también presidente del Consejo de Economía Nacional. Como procurador en Cortes, perteneció a todas las legislaturas por designación del Jefe del Estado. Miembro de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Casado y con dos hijas. Falleció en Madrid, el 29 de noviembre de 1998.

 

¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?

Recuerdo una mañana en el entonces clásico paseo de la Castellana a los comienzos de los felices veinte. Era yo un estudiantillo de Derecho, me sor-prendió el rumor que levantaba el paso de un militar joven de aspecto muy corriente; es Franco, es Franco, decían las gentes contemplando con curiosidad al viandante. Pregunté y me informaron. Era un Jefe de la Legión, ascendido por méritos de guerra y en posesión de la Laureada de San Fernando. Poco después era el general más joven de España. Su prestigio en el Ejército y en todo el país era casi mítico. Franco, joven extraordinario y militar de vocación intensa, seguramente no se interesó por la política hasta que los desaciertos de la II República le obligaron a pisar un campo en el que ganaría un puesto señero en la Historia. Era un militar nato, extraordinario; nadie le niega su inmensa valía castrense. Y era siempre y sobre todo un militar. En las innumerables conversaciones que por mis cargos mantuve con Franco, rara era la vez que no me hablaba de sus tiempos profesionales, que sin duda eran para él los preferidos. Siempre encontraba ocasión para volver en sus recuerdos a su vida militar. Y eso le hacía pensar como militar y sentir también como soldado. Como soldado español. Creo que esto expresa mucho de mi visión personal, si se tiene en cuenta que pertenezco por el lado paterno a una familia con muchos militares. Y de esa idiosincrasia tan militar de Franco, se obtiene una explicación del extraordinario prestigio y la adhesión a Franco de sus compañeros de armas. Creo que sin Franco a la cabeza, el Ejército no se hubiera movido contra el régimen establecido el 18 de Julio, como creo también que pese al heroísmo de falangistas, requetés y soldados, los nacionales hubiésemos perdido la guerra sin ese Capitán.

El Caudillo no era una personalidad corriente, más bien diría yo que era un original sin copia. Algún día habrá de hacerse un estudio profundo de esa personalidad. Lo que hasta aquí se ha escrito, es demasiado anecdótico y apasionado en ambos sentidos. Franco era hombre muy inteligente. Eso es obvio. Pero su característica, la nota que agranda e inmortaliza su figura, es la voluntad. Una voluntad serena pero inquebrantable. Una voluntad que exhalaba poderío. Plena de carismas. El Caudillo nunca necesitó recurrir a la violencia para imponerse. Lo hacía casi sin moverse, casi sin hablar. Gracias a esa extraordinaria potencia de su voluntad, podía permitirse el ser benigno y comprensivo, como lo era. He visto magníficos señores de la guerra, famosos y hasta temidos entre sus compañeros y subordinados, que momentos antes criticaban ásperamente a Franco, y que al presentarse él rendían su arrogancia en incondicional pleitesía sin que él hiciera un gesto ni alterase su voz suave hablándoles como a gratos compañeros. Y le he acompañado a los más diversos ambientes sociales, donde sin que él hiciera nada por atraerse a las gentes era aclamado con vehemencia. Yo pensaba: «Cualquiera de nosotros, aunque hiciésemos dobles saltos mortales no ganaríamos un aplauso aquí, y este hombre, pasando con aire distraído se los gana como si se tratase de unos de estos ídolos modernos de la juventud.» Y también miraba yo en los paseos triunfales acompañando a Franco, no a las primeras filas de incondicionales o papanatas, sino a las ventanas de casas humildes, donde ancianos y niños que nada tenían que agradecernos directamente, aplaudían con fuerza. Yo en verdad no soy llorón, pero en varias ocasiones se me han mojado los ojos contemplando la adhesión del pueblo al Caudillo; la última y más impresionante, a la muerte de Franco, cuando desfilaban los madrileños ante la figura del guerrero insigne, que salvó a España, precisamente porque era un gran guerrero, de la catástrofe de la segunda guerra mundial. En resumen, por encima de sus dotes de estadista, de político, yo veo a Franco como un hombre carismático.

En las reuniones que presidía, nunca anticipaba su opinión a la de los demás, a los que observaba en silencio, pero siempre tenía la oportunidad de hacer un gesto o pronunciar una palabra que denotase su voluntad. Y ésta se imponía fácilmente sin herir la sensibilidad de los discrepantes. Así era Franco. 


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