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Franco visto por sus ministros.
Coord. Ángel Bayod
Página 206
Franco no gustaba de improvisaciones y desde que pensaba en una posible decisión hasta que la llevaba a efecto podían pasar meses y aun años,
como ocurrió en los casos de nombramiento de Sucesor y de Jefe de Gobierno.
Ingeniero. Ministro de Industria del 29 octubre 1969 al 29 diciembre 1973. Nació en Burgos el 26 de noviembre de 1922. Estudió en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid, obteniendo el grado en 1949. Dedicó su actividad profesional a la industria privada, interviniendo en la dirección y pro-moción de empresas en varios sectores así como en las relaciones con sociedades extranjeras y visitó los países europeos Estados Unidos y Japón. En 1966 entró a desempeñar el cargo de subcomisario el Plan de Desarrollo, encargándose de la programación del sector industrial. Fue xocal4:1e1 Consejo Superior de Transportes Terrestres, miembro del consejo de administración del INI y de su comité de gerencia, y del consejo asesor de Tecniberia. Perteneció a las legislaturas IX y X como procurador en Cortes. Al cesar como ministro se reintegró al ejercicio de sus labores profesionales en el mundo empresarial privado. Falleció el 3 de julio de 2018, en Madrid.
¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?
Cuando accedí al Ministerio de Industria, Franco estaba próximo a cumplir los 77 años de edad. La primera impresión que tuve de él fue la de un anciano afable del que emanaba una gran autoridad. Hablaba poco, pero cuando lo hacía se desprendía de sus palabras un gran sentido común, y si se trataba de conversaciones informales asomaba con frecuencia algún rasgo de humor. Se traslucía en sus apreciaciones una gran experiencia y demostraba estar bien informado sobre casi todos los temas. Solamente en materia económica era patente su falta de formación, pero —consciente de ella— su natural prudencia le permitía defenderse bien.
En los Consejos de Ministros, su atención era muy desigual. Los temas de ordinaria administración no parecían interesarle en absoluto y en general intervenía muy poco en las discusiones, que podían llegar a ser bastante vivas. Sin embargo, algunas materias despertaban visiblemente su interés y las seguía con atención. Se encontraban entre ellas la política exterior, las relaciones con la Iglesia, el orden público, los problemas que planteaban los medios de comunicación y los temas laborales, sin que el orden en que las enumero tenga ninguna significación. Por distintas razones, guardo un re-cuerdo muy vivo de dos Consejos de Ministros por su importancia política y por la especial actitud del ‘Jefe del Estado en ellos: el del 29 de diciembre de 1970 (indulto de las penas de muerte impuestas por el consejo de guerra de Burgos) y el celebrado en el Palacio de Ayete en Sah Sebastián en el verano de 1971 (indulto de los procesados en el «caso MATESA»).
El consejo de guerra de Burgos fue uno de los episodios más importan-tes durante mi permanencia en el Gobierno. Entre otros motivos, la intervención de la jurisdicción militar, la campaña de prensa que tenía lugar en el extranjero y las acusaciones al Gobierno .por su pretendida debilidad, habían creado un clima irrespirable. La llamada «clase política» (ministros incluidos) estaba dividida entre «halcones» y «palomas» y cada uno de nosotros trataba de ganar adeptos para su bando y procuraba influir con sus argumentos en los despachos que se tenían con Carrero y con Franco. Cuando conocimos. las sentencias que suponían la pena de muerte para seis de los encausados, los «palomas» quedamos abrumados y en un último intento coordinamos todos nuestros esfuerzos para conseguir el indulto, que en las circunstancias políticas de aquel momento nos parecía un objetivo esencial. Me correspondió a mí realizar una gestión con ABC para procurar que el mismo día en que estaba convocado el Consejo de Ministros para deliberar sobre el caso publicara un editorial a favor ‘del indulto, gestión que llevé a cabo cerca de Torcuato Luca de Tena, director del periódico, a quien visité en su despacho la noche anterior para exponerle el punto de vista y las razones políticas que nos movían a un grupo de ministros, a defender la necesidad del indulto. La cosa no fue fácil y abandoné ABC sin saber si había alcanzado mi propósito pues sólo conseguí que Torcuato me prometiera «pensar» en los argumentos que le había facilitado. El episodio fue después «novelado» por el propio Torcuato en su libro Señor ex ministro.
Me desperté al día siguiente muy temprano y me abalancé sobre el ABC para leer de un tirón el editorial que con el título «La justicia y la clemencia» recogía la tesis que había expuesto a Torcuato la noche anterior y con el periódico bajo el brazo me presenté en El Pardo. Debo recordar que el Caudillo presidía los Consejos de Ministros indefectiblemente vestido de paisano, por lo que cuando entramos en el salón de Consejos para el saludo de ritual, quedamos impresionados al ver a Franco esperarnos —como siempre, de pie—con la sentencia bajo el brazo y vestido de uniforme de capitán general del Ejército. Temí, entonces, que la decisión estuviera ya tomada y que el uniforme representara su identificación con las sentencias del consejo de guerra. Afortunadamente, no fue así y sólo demostraba con ello su sentido del momento y la importancia que concedía al tema objeto de deliberación.
Franco pidió que cada uno de los ministros expusiera su opinión sobre el tema. Gregorio López Bravo fue el primero en exponerla y tras él lo hicieron todos los demás por riguroso turno. El resultado final arrojó una gran mayoría claramente a favor del indulto. Solamente dos o tres ministros se produjeron con alguna ambigüedad. Al finalizar las intervenciones, Franco nos dio las gracias y levantó la sesión sin darnos a conocer su decisión final. Pese a ello, salimos del Consejo con la impresión de que habría indulto como luego se confirmó.
El segundo Consejo que quiero recordar se celebró en el Palacio de Ayete. En la reunión previa al mismo que habitualmente celebrábamos con el vice-presidente, cambiamos impresiones entre nosotros sobre el posible indulto a los procesados en el «caso MATESA», estando las opiniones bastante divididas. Al iniciarse el Consejo, Franco tomó la palabra y en una contundente exposición defendió las razones que le habían llevado al convencimiento de que se debía aplicar el indulto, terminando así con un tema que había sido excesivamente politizado. En esta ocasión me llamó la atención la coherencia, la claridad y la agudeza política con que Franco justificó su decisión en el parlamento más largo que le recuerdo, sin consultar una sola nota.
Días más tarde y de vuelta a Madrid, Franco inauguró la central nuclear de Santa María de Garoña. Terminado el acto, le acompañé en el coche a Burgos donde se iba a celebrar un almuerzo oficial y aproveché la ocasión para comentar el Consejo de Ayete. Una vez más me demostró con sus observaciones el conocimiento que tenía de la «clase» política y no pude menos de pensar en lo que había tenido que ser, veinte años antes, en plenitud de facultades. Sin duda alguna, la edad de Franco, su estado de salud y la proximidad del momento en que —utilizando el eufemismo habitual— hubieran de cumplirse las previsiones sucesorias, constituían la máxima preocupación de nuestro Gobierno. Frente a la frase de Jesús Fueyo: «Después de Franco, las Instituciones», yo repetía siempre que las Instituciones, sin Franco, estaban por demostrar y que nuestra gran tarea era preparar el «después».
El estado físico de Franco declinaba a ojos vistas. Dedicaba muchas horas a su trabajo como Jefe de Gobierno pero, probablemente, con un rendimiento bastante bajo por los condicionamientos de edad y salud. Era un hombre muy ordenado y tenía su vida totalmente reglamentada, lo que sin duda le ayudaba mucho en el cumplimiento de sus responsabilidades. Rese-vaba regularmente las tardes de los miércoles y jueves a recibir a los ministros con los que mantenía «despachos» de treinta minutos de duración si no se advertía al ayudante de servicio, al hacer la petición de hora, que se necesitaba más tiempo. Puede afirmarse que, prácticamente, recibía todas las semanas a todos los ministros.
Franco hablaba poco en los despachos y se limitaba, en general, a formular preguntas concretas sobre el tema que se le exponía o a efectuar alguna observación sobre el mismo. En ocasiones, la importancia del asunto llegaba casi a provocar una conversación, pero ésta se producía raras veces. Cuando el asunto era importante y yo tenía interés en fijar mi posición, recurría a dejarle un informe o una nota escrita resumiendo lo tratado. Sin embargo, tengo la impresión de que esos escritos no llegaba a leerlos. Al menos, nunca me volvió a hablar de ninguno de ellos.
Desde los primeros contactos me llamó la atención la afabilidad, el respeto y la consideración que tenía para sus ministros. El protocolo que le rodeaba era sencillo y él lo impregnaba de dignidad, de tal modo que no cabía duda de que uno se encontraba frente a la primera jerarquía del Estado. Invariablemente se ponía en pie para recibirnos y sus frases de saludo y despedida eral siempre afectuosas. Yo procuraba ceñirme al tiempo concedido, pero aunque me excediera algo jamás demostró la menor impaciencia. Tenía la sensación de que le interesaban mis informes y, quizá por eso, los «despachos» se producían con gran fluidez y naturalidad. A veces, su interés era patente como en el caso del carbón asturiano —los problemas de Hunosa, en particular— o cuando se trataba del futuro de los fosfatos del Sahara. Estaba claro que permanecían en él muy vivos los recuerdos de la revolución de Asturias y de su campaña en África y reaccionaba de acuerdo con vivencias que tenía muy hondas.
Recibía por los más diversos conductos —y muchas veces a través de las audiencias generales— toda clase de informaciones que le servían, entre otras cosas, para dirigirnos las preguntas más imprevistas. Y si no se sabía la contestación era mejor confesarlo que intentar dar gato por liebre porque tenía una memoria prodigiosa y el tiro podía acabar saliendo por la culata. De vez en cuando me entregaba notas que le habían hecho llegar sobre las actividades políticas —naturalmente, contra el Régimen— de gentes relacionadas con el Ministerio, el INI o sus empresas, para que tomara alguna medida. Siempre se trataba de personas que cumplían correctamente en el plano profesional aunque profesaran otras ideas políticas. Le explicaba en todos los casos las razones por las que entendía no procedía tomar ninguna medida y siempre aceptó sin comentarios mi punto de vista. En otro orden de cosas, me llamó la atención el interés que se tomó en el pintoresco caso del inventor del «motor de agua», al que todos los periódicos entrevistaban y que llegó a invitarle a una «demostración». Me costó algún trabajo convencerle de que aquello era un simple experimento casero y que no estábamos ante el peligro de perder una patente vital para España. Pero él —que era por naturaleza terriblemente desconfiado— temía, sin duda, que nos encontrásemos ante un nuevo caso del genial español que tiene que acabar cediendo al extranjero la explotación de un invento, ante la desidia y la falta de interés de sus propios compatriotas.
En los últimos tiempos, las audiencias que concedía a las personalidades extranjeras que nos visitaban —y a las que yo tenía que acompañar— eran siempre motivo de preocupación, pues cada vez eran más frecuentes los días en que, por su estado de salud, se encontraba menos lúcido y más apa-gado y si la audiencia coincidía con uno de esos momento se pasaba muy mal rato porque había que hacer grandes esfuerzos para mantener la conversación al nivel que correspondía a la personalidad de los interlocutores.
Fuera del despacho oficial se producía con mucha más naturalidad y de modo más relajado. Especialmente en los viajes se presentaban ocasiones en las que la conversación surgía más espontánea. Recuerdo alguna sobremesa en la que nos relató su entrevista con Mussolini en plena guerra mundial. Su opinión sobre la personalidad del Duce y su juicio sobre la situación europea en aquellos cruciales momentos resultaban fascinantes.
En definitiva, el Jefe del Estado como todos los hombres de edad avanzada iba perdiendo reflejos, no gustaba de improvisaciones y desde que pensaba en una posible decisión hasta que la llevaba a efecto podían pasar meses y aun años, como ocurrió en los casos de nombramiento de Sucesor y de Jefe de Gobierno. Estaba claro que su estado de salud no le permitía dedicarse a este último cometido con la intensidad y el rendimiento que el cargo requería y de ahí la insistencia con que un grupo de ministros le instábamos a que desdoblara, cuanto antes, las funciones de Jefe de Estado y de Jefe de Gobierno, lo que se pudo conseguir después de más de dos años de martilleo incesante.
En resumen, Franco fue una personalidad excepcional, con el carisma del vencedor, una gran autoridad y un peculiar sentido político, y todo ello erosionado por los condicionantes de la edad que fue la causa principal de los errores cometidos en los últimos años, en que muy posiblemente hubiera debido retirarse como el general De Gaulle a su Colombey-les-deux-Eglises y, en todo caso, haber cedido antes las riendas del Gobierno.