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No sería justo desconocer que el régimen de Franco intentó la reconciliación nacional.
Abogado y notario. Ministro de Justicia del 4 marzo 1975 al 11 diciembre 1975. Nació en Zaragoza en 1922. Es doctor en Derecho, abogado y notario. Ingresó por oposición en la asesoría jurídica del Banco de Bilbao, del cual llegó a desempeñar el cargo de vicesecretario. Durante cinco años dirigió el Colegio Mayor «San Pablo» y en 1950 fundó la Mutualidad General de Previsión de la Abogacía, de la que desempeñó el cargo de director hasta 1974. Periodista por la Escuela Oficial, fue presidente del consejo de administración del diario Informaciones de Madrid. También ocupó el cargo de delegado del Gobierno en el Canal de Isabel II. Es autor de numerosos trabajos sobre temas jurídicos y sociales. En 1974 obtuvo el primer premio en el concurso internacional convocado en Argentina por su libro La Seguridad Social de la Abogacía. En noviembre de 1974 fue nombrado subsecretario de Información y Turismo. Está casado y tiene tres hijos. Fallecido el 22 de mayo de 2017, en Madrid.
¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?
Yo no tuve la fortuna de conocer al Generalísimo Franco en la plenitud de su personalidad. Había tenido con él un par de audiencias en los años 67 y 68 cuando yo desempeñaba, a las órdenes del ministro Silva Muñoz, la Delegación del Gobierno en el Canal de Isabel II. En aquellos protocolarios contactos me había impresionado su profundo conocimiento de temas tan específicos, y su memoria colosal sobre personas y cosas. Concretamente tuve ocasión de comprobar que la geografía de España la conocía al dedillo. Frecuenté su trato con mayor intensidad en los nueve meses que desempeñé la cartera de Justicia. Fueron los meses anteriores a su muerte. Era Franco entonces un anciano de 83 años, muy disminuido en sus facultades por su grave dolencia. Hablaba, ciertamente, poco y con esfuerzo. Pero se entregaba a su misión con generosidad ejemplar y con indudable eficacia. Escuchaba con gran atención y por sus cortos comentarios, o por sus preguntas intencionadas, se comprendía que, tras un rostro inexpresivo por la deficiente fisiología, se ocultaba una mente lúcida y una experiencia política inigualable. Creo sinceramente que la ecuanimidad de la gran Historia —con mayúscula, hará justicia a su persona y a su obra, y que el balance de sus aciertos y errores arrojará un saldo sobresalientemente positivo. Pienso también que fue un hombre fundamentalmente bueno, con un sacrificado sentido del deber, con una concepción exigente del servicio a la patria y con una inspiración profundamente cristiana de sus tareas de gobernante. Creo asimismo que pocos hombres de Estado —en cualquier lugar de la geografía y en cualquier meridiano de la historia— habrán tenido que enfrentarse con problemas de tan honda enjundia, de tan grave y trascendente responsabilidad como los que la Providencia deparó a Franco durante los largos años de su vida. Lógico, pues, y humano, e inevitable que cometiese errores, porque la infalibilidad no es patrimonio de ningún hombre. Pero durante los treinta y cuatro años de su magistratura, España se elevó desde los niveles más bajos de la economía y de la convivencia política a las cimas más altas que ha conocido su historia de los últimos siglos. Los españoles vivieron en paz, prosperaron en su bienestar económico y en sus apetencias culturales, y durante los «cuarenta años» se sentaron las bases para una convivencia social que lejos de poner límites a su perfeccionamiento, lo estimulaba. Las «visiones» que ciertos manipuladores de la libertad de expresión nos están proporcionando sobre el régimen de Franco, están viciadas, en su mayor parte, de sectarismo apasionado. No resisten un análisis objetivo.
No hace mucho tiempo, una pluma tan inteligente y precisa como la de Julián Marías, y tan poco sospechosa de afinidad franquista, reconocía gallardamente que en el régimen de Franco había poca libertad política, pero, en cambio, el español, cualquiera que fuese su ideología, «se sentía libre». Y en el mismo estudio,1 recordaba la conferencia que en el año 1946 pronunció Ortega y Gasset en el Ateneo de Madrid. Confirmando la tradicional «vitalidad de España» —tradicional y extraña, dados los trágicos avatares políticos que viene padeciendo en los dos últimos siglos de su historia—, constataba un fenómeno sorprendente y muy significativo: La salida de aquella gravísima crisis social que fue la guerra civil, no vino acompañada de una actitud social deprimida y triste. Había, junto a la dureza de las condiciones vitales del pueblo, un anhelo generalizado de superar el trauma, de «revivir» en paz y bienestar. «No era España —apunta Marías— un país de llorones ni plañideras como ahora se finge, sino de sorprendente, casi indecente salud», como afirmó Ortega en su citada conferencia, al regreso de su voluntario destierro.
Creo, pues, que no ayuda nada a la reconciliación que la Monarquía con tantos esfuerzos está propiciando, el revanchismo ideológico de distorsionar la Historia con afirmaciones falaces o gratuitas, o con exageraciones apasionadas de los errores y pecados. Ninguna sociedad es angélica, ningún régimen político es impecable. El ejercicio de la tolerancia —virtud social eminentemente democrática— obliga a la objetividad y a la prudencia de relegar los juicios históricos para épocas más alejadas de la ;inevitable pasión personal o partidista. La lejanía y la ecuanimidad de la Historia permitirán un juicio de valor con mayores probabilidades de acierto que las que puedan tener quienes, por ser testigos inmediatos, o incluso protagonistas de los aconteceres, se dejan arrastrar por reacciones viscerales muy difíciles de con-tener en los prudentes límites de la objetividad.
No sería justo desconocer que el régimen de Franco intentó la reconciliación nacional. Y que, salvo en lo que afecta al círculo reducido del ejercicio activo de la política —círculo que se limita a un porcentaje minúsculo de la población— la reconciliación se logró. El cuerpo social vivió en paz, en libertad vital y en bienestar progresivo. La misma indiferencia política —que hoy tanto y tan gratuitamente se censura— no deja de ser un signo inequívoco de salud social, de convivencia distendida y satisfecha. Cierto que las libertades políticas formales son evidentemente más limitadas en un régimen de democracia orgánica que en la democracia inorgánica que hoy día se ha consagrado como la más apropiada para el mundo de las comunidades nacionales al que España pertenece. Pero en el terreno pragmático de la vida social, aquellas limitaciones formales no fueron obstáculo para que se desarrollase una convivencia con grados muy estimables de libertad real, de seguridad ciudadana y de progreso económico y cultural. Desconocer esta realidad es, sencillamente, volver la espalda a la Historia.
Este clima de libertad vital tiene, entre otras manifestaciones, un «termómetro» muy significativo, utilizado como baremo por la Sociología de todos los países. Me refiero a la población penal. Fue éste un dato que me apresuré a constatar tan pronto como tomé posesión del Ministerio, en marzo de 1975. Y me encontré con unas estadísticas cuyo resumen es el siguiente:
En 1936, en vísperas de la guerra civil, la población española era alrededor de dos tercios de la censada en 1975. Con aquel censo, la población penal se acercaba a los 36 000 reclusos. En cambio, en el año 1975, con un tercio más de españoles que en 1936, el número de reclusos apenas superaba los 15 000. Menos de la mitad que en 1936.
¿Pueden ser estos datos indicativos de una sociedad «oprimida», de un régimen «represivo»? ¿No son más bien confirmadores de una libertad práctica, real, que sólo se manifiesta en los escasos países que gozan de una auténtica salud política? En la estadística de los países más desarrollados, España ocupaba en 1975 uno de los puestos primeros entre los que gozaban de un menor porcentaje de población penal. Esta realidad, comprobada y comprobable, resulta tanto más significativa cuanto que corresponde a la etapa final de un régimen político; etapa en la que, por presumirse próxima la terminación biológica del régimen, los mecanismos de la subversión actuaban con mayor frecuencia e intensidad, previendo que las consecuencias de cualquier conducta delictiva encontrarían cercanos paliativos en inevitables indultos y aun en posibles amnistías.
Volviendo al tema de mi «visión personal» de Franco, no me resisto a relatar una escena concreta, de la que fui testigo, y que se me quedó grabada de forma indeleble. Es de todos conocido que Franco dispensó a la Iglesia Católica un trato de favor, con privilegios, deferencias y sumisiones que, incluso desde el punto de vista eclesial, han sido calificados «a posteriori» de excesivos e impropios de los actuales tiempos. No se armoniza fácilmente aquella situación con las recientes doctrinas sobre la independencia de las soberanías políticas y espirituales. Puedo asegurar que una de las decepciones más entristecedoras que hubo de sufrir el Generalísimo fue, sin duda, la que entrañaba la «desafección» del Régimen por parte de la Iglesia española, iniciada y desarrollada a partir del Concilio Vaticano II. Naturalmente que no todos los pastores de la Iglesia dieron a aquel movimiento los mismos matices de fondo y de forma. Hubo posturas de muy diversas gradaciones, pre-sentando un abanico que iba desde la abierta hostilidad hasta la independencia agradecida. Cuando Franco se despidió por última vez del pueblo madrileño en la magna manifestación que se celebró en la Plaza de Oriente el día 1 de Octubre, ya en vísperas de su última enfermedad, la emoción embargaba al pobre anciano cuando se retiró del balcón del Palacio Real, desde donde había recibido un impresionante homenaje de adhesión, que revestía todas las apariencias de una última despedida. Cuando el cardenal primado de Toledo, don Marcelo González, se acercó a felicitarle, Franco no pudo contener las lágrimas, y permaneció algunos minutos abrazado al Purpurado, mientras éste le dirigía palabras de consuelo espiritual. Aquella escena tuvo para mí un valor simbólico imborrable. Era su fe de cristiano la que, hecha lágrimas, afluía a los ojos de Franco. Presintiendo su próxima ausencia definitiva, no tuvo inconveniente en rendir públicamente su entereza de soldado ante la autoridad espiritual que simbolizaba el sacerdote. Ya sé que en la secularizada sociedad que hoy vivimos, estas interpretaciones suenan a anacrónicas. Pero hay realidades que, aunque estén pasadas «de moda», no dejan de ser auténticas y perdurables. Para el hombre de fe, aquella escena tiene el profundo significado que, sin duda alguna, le dio su principal protagonista.
Asentada también; en esta parcela de mi «visión personal» de Franco, recuerdo una anécdota que me parece interesante referir. En uno de los despachos que mantuve con el Generalísimo después de la audiencia privada que me concedió S. S. Pablo VI el 26 de mayo de 1975, sugerí a Franco la conveniencia de renunciar al privilegio —más protocolario que efectivo—de la presentación, por parte del Jefe del Estado Español, de candidatos en terna para el nombramiento de obispos. Franco me preguntó si Pablo VI lo habla solicitado. Le contesté que no, que era una iniciativa mía. Obedecía a mi deseo de limar asperezas con la Iglesia, ya que el famoso Privilegio —reliquia de un lejano pasado— después del Concilio Vaticano II resultaba sencillamente insostenible. Franco estuvo de acuerdo, pero me dijo que esa «baza» la jugaría mejor —y pronto— el futuro Rey. De los breves comentarios que hizo al tema, claramente se deducía que las «previsiones sucesorias», lejos de atenazar al futuro, trataban de garantizar la presumible «re-forma sin ruptura».
1. Cuenta y Razón, número 1, Invierno 1981. «España: una reconquista de la libertad.»