Franco visto por sus ministros: León Herrera Esteban

Franco visto por sus ministros.

Coord. Ángel Bayod

Página 410

Franco, consciente de que tenía todo el poder, ejercitaba solamente aquella porción que consideraba estrictamente necesaria para obtener lo que en cada caso creía conveniente.

Abogado y militar. Ministro de Información y Turismo del 29 octubre 1974 al 11 diciembre 1975. Nació en Jaén el 4 de julio de 1922. Cursó la carrera de Derecho en la Universidad de Granada. Ingresó en el Cuerpo Jurídico del Aire. Fue director general de Empresas y Actividades Turísticas de 1962 a 1969; director general de Correos y Telecomunicaciones, desde 1969 hasta 1975, y miembro de la Comisión Permanente de las Cortes. Es miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, miembro titular de la sección de Derecho Aeronáutico y del Instituto «Francisco de Vitoria» del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Ha representado a España en diversos congresos relacionados con el Derecho Internacional y el Aeronáutico. Casado y con seis hijos. Fallece el 24 de septiembre de 2003, en Madrid.

¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?

Mi visión personal tengo que tomarla de dos canales de información y ponderar después los resultados.

De una parte, la experiencia derivada de las numerosas ocasiones en las que, desde 1962 hasta 1974, tuve la ocasión de acudir a audiencias normales —solo o acompañado— como director y subsecretario. Fueron «instantáneas» en las que, pese a los deseos del observador, podían sacarse pocas conclusiones salvo las ciertamente aparentes de que uno se encontraba ante un hombre con una gran personalidad que tenía un entrenamiento excepcional en «saber escuchar», quizá porque llevaba años y miles de personas recibidas; que no desaprovechaba ningún juicio u opinión interesante recibidos; que estaba, como decimos en mi tierra, harto de verlas venir, y que tenía una dosis más que normal de sentido común y de «instinto» de lo conveniente, incluso en temas que no tenia por qué dominar.

Ya, incluso en los años 60, hablaba poco, dejaba hablar bastante y sólo interrumpía cuando quería mayor información sobre algo concreto o cuando deseaba expresar algún punto de vista.

Insisto, desde mi óptica personal, llegué a la conclusión en esa etapa de que Franco, consciente de que tenía todo el poder ejercitaba solamente aquella porción que consideraba estrictamente necesaria para obtener lo que en cada caso creía conveniente; hasta el punto de que sus opiniones sobre te-mas concretos, en las contadas ocasiones en que las exponía, raramente lo hacía con tono o talante de imponerlas, sino por vía de sugerir que se reconsiderase la cuestión.

Pero el contacto con Franco, de ministro, en despacho personal vis a vis, separados por una mesa de unos 60 centímetros de ancho que se colocaba en posición perpendicular a la de su despacho, y sin más luz sobre el «grupo» que la de un Plexo, era algo completamente distinto. Franco era un buen lector de prensa, un decidido radioescucha y, sobre todo, un empedernido televidente. La política del «ten» con «ten» que, en esos medios, creía mi deber llevar, sin «cerrar» nada que estuviera abierto, ni «frenar» nada que estuviera en marcha, esforzándome en practicar un necesario «tira» y «afloja» en el que tuviera cauce razonable y por supuesto creciente una libertad de prensa que, desde la Ley Fraga de 1966 no había dejado de ganar cotas, pero que quizá en algunos casos pugnaba por correr más aprisa de lo entonces posible, hacía que mis despachos con el Jefe del Estado tuvieran una preparación difícil, un desarrollo que siempre encontré más fácil de lo que había previsto, y un epílogo, para mí, invariablemente reconfortante. Ni una sola vez salí del despacho de Franco sin el convencimiento de que comprendía y valoraba mis problemas; y que sabía que no me era posible hacer milagros.

Hablaba poco, miraba fijamente y sin pestañear —a diferencia de lo que le ocurría en las audiencias normales— y generalmente, salvo rarísimas excepciones, no aceptaba comprometerse en la toma de decisiones, incluso al más alto nivel, quizá porque entendía que aunque se tratara de optar entre alternativas importantes correspondía al ministro la responsabilidad de hacerlo. Sólo interrumpía para retener algún dato que le interesara, solicitar cualquier precisión y, más raramente, para emitir algún juicio breve sobre situaciones o personas, casi siempre acertado y en alguna ocasión lapidario.

Resulta obvio destacar que mi visión como ministro ha de referirse al Jefe del Estado como yo le conocí, con 81 años, y que puede ser muy distinta de la que, correspondiente a etapas anteriores, puedan tener otros ministros de sus varios Gobiernos. En mi tiempo Franco demostraba especial interés, y me refiero a los grandes temas de política general, por algunos en particular: las relaciones con la Iglesia, la renovación de los acuerdos con los Estados Unidos, las negociaciones con la CEE y, muy al final, los problemas planteados por la descolonización del Sahara y, de modo especial, por la famosa Marcha Verde. Sobre aspectos más directamente relacionados con la política de mi Departamento me referiré en otra ocasión.

Pienso, finalmente, en mi deseo de sintetizar cómo he visto yo la figura del Generalísimo, que entre las virtudes que sin duda poseía se encontraban entre otras las siguientes: Su patriotismo, porque tengo la seguridad absoluta que sentía un enorme amor por España y que ésa fue la más importante «motivación» de toda su vida desde que salió de la Academia de Toledo; tenía un gran sentido del deber, y de lo que en su concepto le exigía; una gran austeridad pública y privada; una profunda religiosidad; independencia a la hora de tomar decisiones importantes, y firmeza para hacer lo que entendía era necesario por mucho que le costara; una enorme experiencia en la que se sumaban, a los caracteres singulares que le conformaban como gallego «ejerciente», la información de todo cuanto había visto a lo largo de 36 años desde su observatorio privilegiado; sabía escuchar y, sin ninguna duda, tenía un auténtico carisma popular.

También, lógicamente, había sombras en esa figura que, desde mi modestísimo punto de vista personal al respecto y circunscrita en el ámbito de mi relación con el Generalísimo yo podría, asimismo, sintetizar del modo siguiente. Me parece que daba una sobrevaloración excesiva a las lealtades personales, que no siempre iban acompañadas de una actuación irreprochable en otras «áreas» por parte de los titulares de aquéllas; en mi relación como ministro pienso que era especialmente sensible a todo tipo de informaciones —creo que en su mayor parte bienintencionadas— sobre el supuesto «des-madre» que se toleraba en materia de Prensa, Radio, Cine, Teatro y en todo lo que, en opinión de sus informantes, era gravemente atentatorio a la moral pública; creo, también, que daba muy poca importancia a lo que fuera de España se pensara de su persona y del Régimen, hasta el punto de que nada o muy poco se hizo por intentar que la imagen exterior de ambos fuera la que realmente se merecieron; mi experiencia derivada de muchos viajes al extranjero como director de Turismo o de Correos es que el «espejo» era bastante peor que la realidad; por último me parece que practicaba, por con-vencimiento de que era necesario o por inercia, el mantenerse excesivamente distante de la clase política, lo que inevitablemente conducía a una relación un tanto «reverencial» en la que no resultaba fácil desenvolverse con naturalidad.

Esto incluso explica el que habiendo disminuido notablemente en los últimos años de su vida el ámbito de sus decisiones personales, hubiera par-celas del «poder» que ya no ejercitaba, pero que por haber sido «suyas» hacía que resultara difícil entrar en ellas.

Como resumen pienso que la figura de Franco entró, a partir del 20 de noviembre de 1975, en el ciclo que normalmente recorren los personajes históricos, que consta de varias etapas, casi siempre bien diferenciadas. La primera se caracteriza porque se produce una gran conmoción nacional, y es obvio que esta calificación —que no pretende ser total, sino global— no se opone a que hubiera muchas excepciones a la regla de ese «dolor nacional», ni que hubiera gente que —allá cada cual con sus «razones»— brindara con champagne al conocer la noticia de su muerte. Tengo por cierto que en una inmensa mayoría interclasista, el pueblo español se condolió con la muerte de Franco. Recuerdo a este respecto —y es un simple botón de muestra—que a las seis de la mañana de ese 20 de noviembre cuando, de regreso de La Paz al Ministerio, pasé por mi despacho antes de bajar al estudio de RTVE para dar al país la noticia, se encontraba en la Secretaría una limpiadora, ya de cierta edad, terminando su faena. Al verme llegar me preguntó: «Señor ministro, ¿es verdad que Franco ha muerto?» Le contesté que sí. Se echó a llorar, me abrazó y así pasaron unos segundos hasta que, disculpándose y sin dejar de sollozar, desapareció de mi vista. Cualquiera que, sin prejuicios ni rencor, haya podido contemplar las más de 40 horas de capilla ardiente grabadas por TVE, o las colas que se formaban para llegar a ella, tendrá que admitir que todas las clases y todas las edades de españoles de uno y otro sexo estuvieron allí representadas. La segunda etapa de ese proceso al que me estoy refiriendo, es aquella en la que se empieza a «discutir» la labor realizada; diríamos que se ponen de manifiesto, aun cuando todavía en términos respetuosos, las «sombras» que evidentemente se dan en toda actuación humana. En la tercera, que pasa por distintos «tonos», se alza con fuerza la voz, hasta entonces callada, de quienes le atacan, en un tono creciente que puede llegar a ser feroz, y que, al final, empieza a remitir. Por último, en la cuarta, para la que faltan años, perspectiva y desapasionamiento, la Historia le aplicará su juicio inapelable como consecuencia del balance estricto de sus aciertos y errores que, en mi opinión personal, dará un resultado muy positivo, para la figura y, sobre todo, para la obra de Franco.

Español de 16 años al término de nuestra guerra civil, abogado y jurídico del Aire, con vocación política nunca negada, que no ha pertenecido a ningún partido ni Organización Política, que sólo intentó servir a España a la que, como tantísimos, adoro, y que no entiende la política si no es como servicio a ella, fue un honor hacerlo como ministro, dentro de la legalidad vi-gente, a las órdenes de Franco, del Príncipe en funciones de Jefe del Estado, y del Rey.


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