Franco visto por sus ministros: Licinio de la Fuente de la Fuente

Franco visto por sus ministros.

Coord. Ángel Bayod

Página 233

 

Lo deseable es que las circunstancias excepcionales,

que hicieron posible y hasta necesario el régimen de Franco,

no vuelvan a darse en España.

 

Abogado del Estado. Ministro de Trabajo del 29 octubre 1969 al 4 marzo 1975 (vicepresidente 3.° del Gobierno del 3 enero 1974 al 4 marzo 1975). Nació en Noez (Toledo) el 7 de agosto de 1923. Licenciado en Derecho por la Universidad de Madrid, ingresó en 1950 en el cuerpo de abogados del Estado. Fue gobernador civil de Cáceres (1956-1960), delegado del Instituto Nacional de Previsión (1960-1963), consejero nacional del Movimiento (1961-1970), jefe de la secretaría del Consejo Nacional y secretario primero del mismo (1964-1969). Director general del Servicio Nacional de Cereales (1965-1968) y presidente del FORPPA (1968-1969). Fue procurador en Cortes desde 1961, en representación familiar por la provincia de Toledo y designado por el Jefe del Estado. Durante su etapa ministerial se dictaron importantes disposiciones de orden social, entre ellas la Ley sobre Seguridad Social de los Trabajadores del mar, la Ley de Seguridad Social Agraria, 1ª Ley de Familias Numerosas y la Ley de Emigración. Tras su cese como ministro retornó al ejercicio profesional y a la participación en empresas privadas. Está casado y es padre de siete hijos. Falleció el 26 de febrero de 2015, en Madrid.

 

¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?

Tengo que empezar por confesar que mi juicio tal vez no sea objetivo aun-que sí será sincero. Le quería, le respetaba y le admiraba. Si quiero ser sincero conmigo mismo, tengo que ofrecer necesariamente una visión apasionada del anterior Jefe del Estado y de su obra.

Tenía yo 12 años cuando empezó la guerra y 15 cuando terminó. Me tocó vivir, como muchacho, la tragedia de los tiempos anteriores a la guerra y la guerra misma. Mis recuerdos no me hablaban de otra cosa que de luchas, tragedias y hambre. Mis compatriotas no se entendían, se peleaban. Incluso en los pueblos pequeños, los hombres y las familias se odiaban. (La guerra dejó en mi pueblo, de apenas 1 000 habitantes, el lastre doloroso de más de una docena de asesinatos, además de los que murieron en los frentes.) No había trabajo. Mucha gente pasaba hambre. Aquella España era una España de pesadilla.

Más tarde, mi adolescencia conoció los años de la escasez de la posguerra, el cerco internacional, la difícil cicatrización de tantas heridas abiertas… Había nuevamente hambre, restricciones, dificultades de todo tipo. Pero recuerdo de aquellos tiempos que, al menos, empezaba a haber una moral nacional de recuperación, un deseo de sacar el país adelante, una ilusión de vivir y trabajar. El artífice de este cambio que empezaba a producirse en España era Francisco Franco.

Luego, y durante muchos años, trabajamos duro. Siempre acosados por los problemas internos y las dificultades internacionales. Pero Franco se enfrentó con voluntad firme con unos y otros. España iba saliendo adelante. Mejoraba nuestro nivel de vida, había más trabajo, nos íbamos ganando el respeto del mundo, aunque muchos no dejaran de combatirnos. Muchos jóvenes de familias modestas, como yo, podíamos estudiar. Empezó a hacerse general y posible el afán de los trabajadores de dar estudios a sus hijos. Se iba haciendo realidad el anhelo de que los hijos vivieran mejor que los padres. La faz de España iba cambiando. Empezaba, por fin, la revolución industrial en la que los pueblos europeos iban tantos años por delante. Se formaba en España una amplia clase media. Los rencores entre los españoles se iban olvidando y aparecían cada día signos más claros de convivencia y entendimiento. En la calle se respiraba seguridad y alegría de vivir…

La España que yo tenía ante mis ojos cuando, ya hombre maduro, me hacía cargo del Ministerio de Trabajo, poco tenía que ver con la España de mi niñez y mi adolescencia. Ésta era mucho mejor, aunque algunos se empeñaban en decir lo contrario. Y hay que decir que no sólo había más paz y más seguridad y más trabajo, y más prosperidad y más oportunidades para todos… Había también más libertad efectiva. Desde luego había indudables limitaciones de las libertades públicas, pero el contenido efectivo de libertad para cada español era mucho mayor que el que yo había conocido de muchacho, con los españoles acorralados por el hambre y la falta de oportunidades, amedrentados por el temor y la inseguridad; de tal forma que sus libertades proclamadas podían ser muy amplias, pero sus libertades efectivas eran bien limitadas.

Los artífices del cambio (un verdadero cambio de la piel de España) habían sido el pueblo español y Francisco Franco. Sentí siempre por ello, hacia él, una gran admiración, aunque muchas veces, como tantos españoles, censurara ciertas decisiones o me impacientara con el ritmo lento de sus decisiones y de la evolución política, que a mí, como a muchos otros, me hubiera gustado más viva. Se diga lo que se quiera, fue un gran gobernante, un hombre entregado al servicio de España, cuyos aciertos fueron sin duda mucho mayores que sus errores, que sería inútil desconocer; y el balance de su gestión fue netamente positivo para nuestro pueblo.

Por supuesto que el Gobierno de Franco tuvo unas características singulares, difícilmente homologables desde un sistema democrático liberal. Juzgándole desde principios demócrata-liberales se llegará siempre a juicios adversos y en gran medida equivocados. No se tiene en cuenta que fueron excepcionales las circunstancias en que tuvo que hacerse cargo del poder y las responsabilidades de Jefe del Estado. Y las circunstancias en que tuvo que ejercerlas. Su Régimen, por otra parte, fue evolucionando con el tiempo y cuando yo me hacía cargo de la Cartera de Trabajo, distaba mucho de ser una dictadura, tal como ésta se entiende. Era un Régimen de autoridad, sí, pero con un intento de interpretación democrática singular (la democracia orgánica) y con crecientes libertades y participación pública de los españoles, aunque no fuera por el camino de la democracia liberal; y aunque a veces muchos nos impacientáramos por no ir más de prisa a la consecución de ese objetivo de mayor apertura, pluralismo, y participación política. No había ni pluralidad de partidos ni pluralidad sindical, pero nadie puede negar que se abrían vías cada vez más anchas de participación a los españoles en la gestión pública (con un incipiente pluralismo asociativo), y que los trabajadores tuvieron en el vilipendiado «sindicalismo vertical» un canal de participación, e incluso de presión, que les permitió alcanzar reivindicaciones, que muchas veces estuvieron por encima de las alcanzadas por los sindicatos de clase.

Al hacer este juicio de valor de la obra de Franco, juicio respaldado por el impresionante espectáculo de la reacción del pueblo español cuando murió, no se está pretendiendo sino un juicio de lo que Franco y su Régimen fueron y significaron para España, y no un deseo o una previsión de lo que deba ser el futuro. Lo deseable es que las circunstancias excepcionales, que hicieron posible, y hasta necesario, el Régimen de Franco, no vuelvan a darse en España. Lo deseable es que la democracia recientemente instaurada se consolide y nos dé tantos años de paz, por lo menos, como el Régimen que la precedió, y tantos o más avances materiales y morales para los españoles. Porque es cierto que, idealmente, la democracia es un régimen político y de convivencia superior y más deseable, pero debe ser eficaz y congruente con sus principios y proporcionar de hecho al pueblo libertad, justicia y prosperidad.

Sobre la valoración genera; de Franco y de su obra, a la que he querido referirme en los comentarios anteriores, como español de mi tiempo, ¿qué puedo añadir como fruto de mi experiencia personal de colaborador directo de Franco? Pues, yo diría que mi relación personal con él no ha hecho sino fortalecer ese concepto general, y llenarlo de matices humanos. Mi relación personal con Franco reforzó la admiración que ya le profesaba como español de mi generación, la enriqueció con nuevas facetas, borró no pocos prejuicios y tabúes como circulaban acerca de su forma de ser y gobernar, y añadió un gran afecto personal a la admiración y al respeto.

En los despachos privados y en los Consejos de Ministros, vi siempre a Franco como un gobernante de gran talla, por encima de las pequeñas batallitas, para pensar en los grandes objetivos y, por encima de todo, en el servicio de España; dotado de una voluntad y un temple de hierro; y, aunque no se crea, de una gran tolerancia y comprensión. Y de un extraordinario sentido común. Quizá sea esta última faceta la que más me impresionó en los años en que compartí con él la tarea de gobierno. No tuvo nunca pretensiones de brillantez. Sus razonamientos eran simples y llanos, pero tenían la gran virtud de conectar siempre con las circunstancias, con la realidad. Sus ideas no eran deslumbradoras, pero eran difícilmente rebatibles. Y muchas veces tuvieron la virtud de bajar al nivel del suelo acaloradas discusiones teóricas o ideológicas del Gabinete.

Tal vez estuviera en esa virtud y en su reconocido patriotismo, la razón de su impresionante, e incomprensible a veces, popularidad. Sin tener ge-tos, actitudes, facha o garra de líder político, fue uno de los gobernantes que ha tenido más pueblo con él y detrás de él. Hasta su muerte. Acompañarle en sus viajes era impresionante. La gente del pueblo (y no precisamente la clase alta o acomodada, como se dice ahora) le acogía con verdadero fervor. Le sentía y le tenía como algo suyo. Por eso, su fuerza estuvo en el pueblo. Ahora quiere montarse la leyenda de que fue un hombre al servicio de la clase alta, sostenido por no sé qué oligarquías. No es verdad. La clase alta, la mayor parte de la llamada «oligarquía», no le quiso mucho y le discutió siempre. Con Franco estuvo la clase media y el pueblo. Puedo decirlo con el testimonio de quien tuvo que hablar y discutir con unos y otros.

Como ministro, tuvo siempre conmigo toda clase de consideraciones y me concedió, como concedía a todos, un margen de confianza amplísimo. Era un Jefe de Gobierno comprensivo, tolerante y firme. Imponía a la vez respeto y confianza. Y tenía la máxima delicadeza en el trato con sus colaboradores. En cinco años y medio como ministro, despachando con él cada semana, o cada dos a lo más, jamás dejó de señalarme despacho cuando se lo pedía, normalmente el mismo día o lo más al día siguiente. Nunca me hizo esperar más de cinco minutos sobre la hora señalada. Nunca me impuso una decisión. Nunca me pidió que hiciera nada en favor de nadie o en contra de nadie. Me exponía su opinión en relación con mis propuestas o mis consultas, con tal delicadeza que jamás me sentí molesto, incluso aunque discrepara de mis planteamientos.

Era mucho más tolerante con sus adversarios que la mayor parte de sus colaboradores. Y a éstos los defendía siempre. Y siempre los trataba con respeto, incluso aunque se hubieran alejado de él. Si alguien, en el Consejo trataba de hablar mal de algún colaborador antiguo y finalmente opositor, como era el caso, por ejemplo, de Ruiz-Giménez o de Areilza, él procuraba cortar la discusión con palabras que daban claramente a entender que no le agradaba que se hablara mal de sus antiguos colaboradores, cualquiera que fuera su actitud posterior.

Por más que busco en mi memoria, no encuentro el recuerdo de ataques de Franco a personas, ni siquiera de rechazo de propuestas personales por mi parte, se refirieran a quien se refirieran, ya fueran colaboradores, Medallas del Trabajo, designaciones, etc. únicamente recuerdo, y por excepcional puedo citarlo, que con ocasión de la conmemoración del 50.0 aniversario del Ministerio de Trabajo, al consultarle si consideraba oportuno que hiciera un elogio de la gestión de Largo Caballero como ministro del ramo (a cuya época se deben importantes avances laborales), me dijo que no lo consideraba conveniente porque muchos no lo entenderían y crearía problemas. Pero recuerdo que sus palabras estuvieron desprovistas de la menor acritud e incluso fueron más unas consideraciones que una decisión tajante por su parte. Y hay que reconocer que se trataba de un acto nacional, que él iba a presidir y que iba a ser transmitido por la Televisión a toda España. Cuento esta anécdota porque puede ser expresiva de su manera de ser y porque fue la única vez en cinco años y medio de despacho en que me hizo unas objeciones en relación con un hombre que yo pensaba mencionar con un cierto elogio a su gestión. Pero ese hombre era nada más y nada menos que Largo Caballero.

No, en mis relaciones personales con Franco, no le vi nunca como el hombre frío, autoritario e incluso despótico que algunos han pintado. Yo le vi siempre como un hombre sereno, con gran dominio de sí mismo, con una gran delicadeza de trato, con un impresionante patriotismo, que ponía siempre el deber y el servicio por encima de todo y que tuvo siempre la justicia social entre sus objetivos políticos. Fue mi gran apoyo y mi gran ayuda en mis naturales discusiones con otros miembros del Gabinete, cuando planteaba avances o mejoras sociales. Y en los conflictos laborales, jamás recibí indicaciones para ningún tipo de reacción autoritaria o violenta. Por el contrario, muchas veces me decía ante un tema conflictivo: procuren ustedes que el asunto se resuelva de manera que los trabajadores no resulten derrotados en lo que sea justo.

Otro dato que podría recordar, para comprender sus valores humanos, fue su actitud en relación con los condenados en el famoso consejo de guerra de Burgos. Dentro de la máxima tensión interna e internacional, el Consejo de Ministros se convocó en la tarde del 27 de diciembre de 1973, para informar al Jefe del Estado sobre la conveniencia de otorgar o denegar el indulto a los siete condenados a muerte. Yo recuerdo que la noche anterior apenas si pude dormir. Había siete vidas en juego y una situación política enrarecida como pocas veces. Sentados a la mesa de Consejo, Franco, con una serenidad y conocimiento del proceso impresionantes, hizo leer diversos particulares de la causa, citando aspectos y hasta folios concretos, y luego pidió la opinión de sus ministros. Uno a uno fuimos dándola. Cuando terminamos de hablar y como la opinión fuera unánime en favor del indulto, recuerdo que dijo con gran alivio y con evidente emoción: «Muchas gracias, me han quitado ustedes un gran peso de encima.» Y concedió el indulto. Estoy casi seguro de que si nuestro consejo hubiera sido el contrario, el indulto no se hubiera dado porque, seguramente, él hubiera considerado que era su deber. Pero en el fondo de su corazón lo deseaba y por ello respiró aliviado cuando se lo aconsejamos. Es de tener en cuenta que pidió a todos que habláramos en conciencia; y con un gran respeto —y para que habláramos más libremente— él no dijo nada que prejuzgara su intención o su criterio. Franco habló el último, después de oírnos a todos, con las palabras que ya he comentado. 

 


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