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Franco visto por sus ministros.
Coord. Ángel Bayod
Página 378
Franco supo cumplir con exigente conciencia el supremo compromiso ético del político: servir con eficacia las demandas de la generación que la Historia puso en sus manos.
Abogado fiscal. Ministro de la Vivienda del 3 enero 1974 al 11 diciembre 1975. Nació en Zamora el 3 de julio de 1910. Cursó Derecho en las Universidades de Barcelona y Madrid y es diplomado en Psicología Penal. Ingresó en la carrera fiscal en 1935 siendo destinado a las audiencias de Zamora y Salamanca. Fue nombrado gobernador civil de Baleares (1941), y de Guipúzcoa (1942-1943) ; director general de Correos y Telecomunicación (1944-1956). En 1955 fue elegido presidente del consejo de administración de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, con sede en Ginebra. En 1956 fue nombrado subsecretario de la Gobernación, que desempeñó hasta 1969. En junio de 1973 nuevamente fue designado para la misma Subsecretaría. Fue elegido en 1960 presidente del congreso de la Unión Postal de las Américas y España. Ha pertenecido a cinco legislaturas de las Cortes en su condición de consejero nacional del Movimiento. Casado y padre de siete hijos. Falleció en Zamora, el 19 de abril de 1982.
La convocatoria para la composición de esta obra bien merecía la solícita respuesta de quien, como yo, fue ministro de Franco, honrándose con su amistad y confianza, profesándole merecidos respeto, admiración y afecto. Si bien acudo a esta grata apelación en las más adversas circunstancias, tras 3 intervenciones en los 6 últimos meses y al cumplirse el segundo de continuo internamiento en una clínica madrileña, lo que no permitió para esta colaboración la deseable consulta a mis archivos.
A decir verdad, es difícil discernir en qué etapa o situación, de las que se sucedieron a lo largo de muchos lustros en el desempeño de cargos políticos, fue más frecuente nuestra relación; tuve más oportunidades de informe, des-pacho y conocimiento; aprecié mejor sus criterios o quedé más profundamente impresionado por sus dotes de mesura, cautela y sentido de responsabilidad.
Quiso el destino que mis posibilidades de observador fuesen realmente privilegiadas, porque se espaciaron desde el mes de mayo de 1941 hasta el 17 de octubre de 1975, fechas que tienen el contenido y significación que luego diré:
En aquel remoto tiempo se inscribe mi primera conversación en audiencia personal con Franco, en ocasión de mi nombramiento como gobernador civil de Baleares, inolvidables y entrañables islas cuyos afanes e inquietudes compartí a lo largo de 9 meses.
Me sorprendió su sencillez y llaneza durante la media hora de nuestra conversación, en la que pronto se alivió la lógica inicial tensión que yo había de sentir, cual jovenzuelo abogado fiscal, que se veía abrumado por el honor y la responsabilidad de aquella designación.
Empecé entonces a familiarizarme con los matices de su voz y a sostener su penetrante mirada, como había de repetirse durante tantas oportunidades, sin que correspondieran a tal ocasión, ni a mi inexperiencia y modesta representatividad, los planteamientos de complejas cuestiones con aristas políticas, ni los graves juicios, diáfanos criterios o expresivos silencios sobre problemas de alta administración y gobierno.
Fue aquel encuentro con un Francisco Franco coloquial, receptivo y asequible que expresa sus añoranzas insulares, a quien va a ejercer un mando donde él lo tuviera años atrás; y más sugerente que dogmático me diseñó la problemática económica y telúrica de aquellas hermosas tierras y buenas gentes.
Al cabo de 2 años, fue en la residencia de Ayete donde empecé a percibir toda la amplia y profunda humanidad de aquel protagonista de nuestra reciente historia. Sus despachos con quien era, como yo en 1942 y 1943, gobernador civil de la provincia de Guipúzcoa, habían de dar ocasión para que Franco aconsejase o aprobase cuanto convenía a nuestra actitud ante la presencia de los alemanes en la frontera de Hendaya; al asilo de los refugiados evadidos del nazismo; a la escasez de materias primas y carburantes para la renaciente industria; a un severo racionamiento que, si no permitía la satisfacción de la abundancia, debía por lo menos evitar la irritación en el desigual disfrute de los escasos bienes de consumo disponibles.
Fue también entonces, concretamente el 9 de septiembre de 1943, cuando fui testigo de un episodio que me dejó perplejo al momento y que más tarde comprendí como una de las claves para descifrar la característica peculiar de Francisco Franco: la serenidad en la reacción al recibir cualquier noticia por trascendente que fuera.
Estaba iniciándose al atardecer el pintoresco desfile de fusileros que forman el «Alarde de Fuenterrabía», habiendo accedido a presidirlo desde un pódium simbólico, con afable sonrisa y comprensiva indulgencia para tan aparatoso belicismo. Era ministro de Jornada el de Asuntos Exteriores, bondadoso y sagaz general Jordana. Estábamos al pie de aquella tribuna y observé que un ayudante le entregaba un plegado telegrama de breve texto, a juzgar por lo rápido de su lectura. Volviéndose hacia mí susurró al oído: «Voy a decir al Generalísimo algo importante.» Vi que éste escuchaba sin alterarse lo más mínimo su expresión sonriente y mi perplejidad se produjo cuando, seguidamente, me dijo el ministro: «La noticia es trascendente, Mussolini ha sido despuesto, espero que al final del desfile me diga si hay Consejillo.»
Y desde aquel instante el preocupado y celoso ministro estuvo pendiente de ser requerido para un mínimo cambio de impresiones.
Pero terminó el festejo del «Alarde», dejándose Franco retener por el alcalde y sus ediles; luego siguió a lo largo del recinto amurallado, hasta el Centro docente de la Diputación, donde se sirvió una merienda, amenizada por Coros y Danzas.
«Este hombre parece que no tiene nada que decirme», me dijo en otro aparte el general Jordana. Pero siguió pendiente de ser requerido por el Caudillo, y así fue cayendo la noche hasta que a la puerta del coche, en el que con su señora regresaba al Palacio de Ayete, le dijo al ministro de Asuntos Exteriores: «Mañana hablaremos de ese asunto.» Mi asombro subió de grado y comentando la escena con el general Jordana, llegamos a la conclusión de que ese gran secreto de la conducta de Franco para recibir con serenidad lo que a otros podía perturbarles, estaba en su capacidad de previsión. Él había dado por supuesto que aquella destitución había de producirse, como una de las alternativas de las difíciles circunstancias por las que atravesaba Italia y ya se había marcado la norma de conducta, cuando su leal ministro le daba la noticia que consideraba novedad trascendental.
Discurría la mañana del 6 de diciembre de 1946. Yo había asistido como director general de Correos y Telecomunicación al III Congreso de la Unión Postal de las Américas y España, en Río de Janeiro, representando a nuestro país. Traía para el Generalísimo sendos mensajes que, con habitual campechanía me habían transmitido los Jefes de Estado de Brasil y de la Argentina.
Tenía para ello la audiencia correspondiente, esperando mi turno en los salones del Palacio de El Pardo, en el conocido ambiente de aquellas Audiencias, entre las fastuosas decoraciones con tapices de Goya, lámparas de cristales de La Granja y alfombras tejidas en el reinado de Carlos IV.
Tras esa mañana de miércoles apretada de visitas, cuando ya me había dicho el Jefe de la Casa Civil: «Es posible que el Generalísimo suspenda las audiencias de hoy; se han recibido noticias graves del Ministerio de Asuntos Exteriores», tuvo lugar mi audiencia.
Sabedor de aquellos augurios, cumplí sin dilación el objeto de mi visita, haciéndole depositario de los mensajes de que era portador, pero mi sorpresa fue subiendo de grado cuando la entrevista se prolongaba y discurrió, en definitiva, desde las 12.30 hasta las 13.15. En ella me formulaba preguntas que en otras circunstancias tal vez yo hubiera considerado normales; lo cierto es que transcurrieron tres cuartos de hora, más expresando su criterio que recabando el ajeno, sobre las perspectivas de una Compañía de Teatro español permanente en Buenos Aires; haciendo previsiones para conmemorar el II Centenario del Sello Español y formulando augurios para el futuro destino del Teatro Real, mostrándose más partidario de la gran zarzuela española, que consideraba un espectáculo inexplotado que de los conciertos y de las óperas.
Ello nada tendría de particular en una de tantas mañanas, en las que discurrían aquellas nutridas audiencias de miércoles, con las más variadas representaciones; pero aquel día 6 de diciembre de 1946, a primera hora de la mañana, había recibido del ministro de Asuntos Exteriores la noticia de que «España había sido erradicada de todos los Organismos Internacionales, por acuerdo de la Asamblea General de las Naciones Unidas, con la subsiguiente retirada de embajadores».
Una vez más, medité sobre las características temperamentales de Francisco Franco, recordando aquella escena con el general Jordana, tres años antes, en Fuenterrabía.
El 17 de octubre de 1975 estábamos citados los ministros con el presidente Carlos Arias Navarro, para el que había de ser último Consejo de sus Gobiernos, que presidiera el Generalísimo Franco.
La gravedad de su penosa enfermedad se había acentuado, pero desoyendo las severas indicaciones de sus médicos y ayudantes, decidió ocupar una vez más, siquiera fuese la postrera, el sillón del Jefe de Estado, que durante treinta y cinco años había regido la política y alta administración de España.
Ninguno de cuantos asistimos a tan histórico Consejo olvidaremos la tensión cargada de emotivos presagios, bajo la que se desarrollaron los informes allí emitidos, porque asistíamos a estertores de una vida dedicada al mejor servicio de España y por nuestras mentes discurrió, en acelerada sucesión de fechas cruciales, solemnidades clamorosas o íntimas meditaciones, cuanto había sido aquella existencia que se extinguía tras quedar incorporada como excepcional eslabón a la forja de la Historia Patria.
En otro mes de octubre, tras las jornadas de julio, 39 años antes, en plenitud de facultades, acudió a llenar un vacío de poder y lo asumió sin condiciones ni temores a la ilimitada responsabilidad que se le ofrecía, usándolo con serenidad, decisión y prudencia, para poner orden en la casa de todos los españoles; sabiendo captar los fluidos vitales que son la esencia para el funcionamiento de la comunidad humana.
Para Francisco Franco fue tangible el resultado de la intervención de dos fuerzas condicionantes en la vida de toda nación: los factores hereditarios, que mantienen sus raíces en el pasado; y los factores individuales que lo proyectan al futuro.
Y como buen político, tan celosamente veló por conservar los legados de la Historia, como por asumir con decisión las exigencias socio-económicas del momento.
Este equilibrio fue el principio fundamental de la pacífica y virtuosa convivencia que consiguió establecer mediante formas y modos de gobierno que la comunidad demandaba.
Supo cumplir con exigente conciencia el supremo compromiso ético del político: servir con eficacia las demandas de la generación que la Historia puso en sus manos.
En la elección de colaboradores procuró ponderado equilibrio, energía y flexibilidad, hasta conseguir para nuestro país una situación que no podía esperarse ver lograda a la vuelta de sólo dos lustros, tras las penosas circunstancias en que se iniciara la década de los cuarenta.
La ruta que hubo de seguir es un itinerario fuera de lo común y la clave está más en el carácter de la persona que en los doctrinarismos políticos, porque, a excepción de lo ocurrido en otras dictaduras contemporáneas, es conocida la creciente moderación del Régimen con el paso de los años.
El valor, la eficacia y la prudencia hicieron descender a Franco desde las más apasionadas exaltaciones a la prosa cotidiana del celoso administrador de las posibilidades del Estado. Venció y sobrevivió dentro de un medio hostil a todo lo que él defendía. Asombroso fue el logro de mantener a España al margen de la guerra mundial y negar a Hitler el uso del territorio español, pero no menos difícil el hecho de «permanecer» tras la derrota de los que fueron nuestros amigos del Eje.
La clave está en aquella capacidad de previsión y en su instintiva prudencia con rectitud de propósitos, contando desde luego con los errores de quienes fueron sus más apasionados adversarios.
La pasión ha llegado a ofuscar aun a mentes de los más claros intelectos, que le dedicaron su crítica, porque de ordinario se le ha constituido en «arquetipo», a veces de todas las perfecciones, virtudes y valores que son posibles en el hombre, en el militar, en el político…; y en ocasiones pasando por la más variada gama de propósitos, se le imputan, hasta el menosprecio, toda suerte de segundas intenciones, torcidos propósitos y groseros improperios, negando todo valor y merecimiento a su tan ejemplar vida castrense, como en su fecunda entrega al servicio del Estado.
Pero aún habrán de pasar muchos años para que las pasiones se templen y las etapas de opinión evolucionen y, en definitiva, su figura sea considerada con histórica objetividad. Y también, sólo entonces, a suficiente distancia de los protagonistas, puedan publicarse todas las notas y referencias que tengan las memorias de quienes mejor conocimos su sentir y pensar.
Y llegará a apreciarse que a lo largo de su dilatado mandato parecía muchas veces seguir la consigna de las empresas que trazara con pluma maestra Saavedra Fajardo: «No se entregue a uno quien ha de mandar a todos.» «Los trabajos de cada día tienen amargas raíces, pero con dulces frutos.» «Por el son de la campana se aprecia el metal y su temple; así cada uno por sus actos.» Y, en definitiva: regit et corregit —dirige pero corrige—; que en la buena o mala intención de los gobernantes está la fortuna o la desgracia de los Estados.