Franco visto por sus ministros: Manuel Lora-Tamayo

Franco visto por sus ministros.

Coord. Ángel Bayod

Página 125

 

A Franco se le podía decir todo lo que en recta conciencia se considerara uno obligado, sin contar con que le fuera más o menos grato.

 

Catedrático. Ministro de Educación Nacional desde 11 julio 1962 al 16 abril 1968. Nació en Jerez de la Frontera el 26 de enero de 1904. Estudió simultáneamente Ciencias Químicas y Farmacia, doctorándose por la Universidad de Madrid en 1930. A los 29 años obtuvo la cátedra de Química Orgánica de la Universidad de Sevilla y, en 1943, se trasladó a la de Madrid. Desempeñó la secretaría de Química Orgánica del Instituto «Alonso Barba», siendo vocal del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y secretario general del Patronato Juan de la Cierva. También fue miembro de la Junta de Energía Nuclear y consejero nacional de Educación. Durante su etapa de ministro se creó la Subsecretaría de Enseñanza Superior e Investigación, y se agruparon en los Institutos Politécnicos las Escuelas Técnicas Superiores. También promovió la Ley de Enseñanza Universitaria, creando los departamentos y los profesores agregados. Después de su cese como ministro fue nombrado en 1967 presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Ha sido asimismo presidente de la Real Sociedad Española de Física y Química, de la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica y de la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias. Es doctor honoris causa de la Universidad de París, académico de la Pontificia de Ciencias, correspondiente extranjero de la argentina de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Es presidente de la Real Academia de Ciencias Exactas Físicas y Naturales y académico de la Real de Farmacia. Casado y tiene once hijos. Fallece el 22 de agosto de 2002, en Madrid.

 

¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?

Cuando accedí al Gobierno, Franco había pasado ya de los setenta años y yo contaba en mi haber con cincuenta y ocho. A lo largo de ellos, había conocido y tratado a muchas personas, de distintos niveles y desigual talante, y el acontecer del tiempo confirmaba casi siempre el juicio íntimo que, para mi uso personal, había formado de ellas. No sé lo que dirán los geriatras sobre las variaciones de la tipología con la edad, pero pienso, con saber de profano, que en cada individuo existe un sustrato invariable, aunque el curso de los años, como los accidentes externos y coyunturales, influencien de una u otra forma las actitudes. Yo he de referirme, pues, al anterior Jefe del Estado desde mi opinión personal, tal como le conocí y traté durante los despachos con él, en ese momento de su vida, clarividente y vigoroso al principio, y más decaído en sus reacciones, que no en su mentalidad, durante los últimos meses de nuestros contactos frecuentes. De mis notas y apuntes tomados cada día se deduce una valoración constante que permite formalizar el juicio sobre su persona.

Los despachos con Franco tenían, inicialmente, una buena parte de monólogo a cargo del ministro, que, sin embargo, era interrumpido cuando se hacía necesaria por su parte una aclaración, un comentario o una directriz ante la exposición que se hacía o la opción consultada. Aprecié siempre que sus intervenciones eran, dentro de una cautela galaica, reposadas y oportunas. Ese obligado monólogo inicial, seguido con atenta mirada, que podía crear un clima de frialdad, perdía esta condición a medida que se producía el mutuo entendimiento, porque se adquiere pronto la convicción de que, con respuesta inmediata o sin ella, según la ocasión, todo le interesaba y dejaba en él un rastro que, a plazo más o menos largo, producía su efecto. Según mi experiencia, a Franco se le podía decir todo lo que en recta conciencia se considerara uno obligado, sin contar con que le fuera más o menos grato. De las apuntaciones que conservo, entresaco conversaciones provocadas por mí o aprovechadas ocasionalmente en las que yo insistía sobre temas como la necesaria apertura y la sucesión, consideraciones preferenciales sobre la persona del Príncipe, necesidad de fomentar la atención popular hacia la Monarquía, traslado de los restos del último Monarca, interpretación a fondo de la conflictividad estudiantil, comprensión y respeto para el espíritu crítico del auténtico intelectual, etc. Creo que calibró siempre la recta intención de mis apreciaciones. Para valorar su silencio circunstancial, hay que tener presente la frase que recordaba frecuentemente: «Uno es esclavo de lo que dice y dueño de lo que calla

Quizá el continente serio de Franco, no excluyente de algún chispazo de humor en la intimidad del diálogo, podía hacer pensar en un propósito de distanciamiento que dificultara la comunicación. Por mi parte, no lo entendí así desde que llegué a conocerle, y fue posible un trato normal sin intimidación. Para enjuiciar objetivamente y comprender la condición humana de una persona hay que situarla en el entorno vital de su acontecer con las circunstancias que lo han condicionado. Como todo profesional, el buen militar refleja los rasgos de la vocación en cualquiera de sus actuaciones, incluso la de gobernante en la vida civil, y la figura de Franco estaba imbuida de un fervoroso espíritu castrense que daba carácter a sus constantes personales: patriotismo, lealtad, insobornable firmeza y dignidad en el mando, culto a la disciplina, debida ponderación de la estrategia, prudencia, serenidad…, todas ellas descansando en un soporte clarividente, con gran dosis de sentido común, se potenciaban mutuamente en la singular personalidad del hombre. Y, por ser consustanciales en él, esos mismos parámetros constituían su sistema de unidades en el enjuiciamiento de problemas, personas y actitudes. 

 


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