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Franco visto por sus ministros.
Coord. Ángel Bayod
Página 85
Franco no era precisamente un intelectual.
Jamás presumió de serlo ni de procurarlo.
Su doctrina política estaba compuesta con unas pocas ideas, elementales, claras y fecundas.
Mariano Navarro Rubio era bogado y economista. Ministro de Hacienda del 25 febrero 1957 al 7 julio 1965. Nació en Burbaguena (Teruel), el 14 de noviembre de 1913. Estudió Derecho en la Universidad de Zaragoza. Incorporado al Ejército como voluntario en 1936, tras realizar un curso para oficiales provisionales fue promovido al empleo de teniente. Alcanz6 el grado de capitán tras haber sido herido en tres ocasiones.
Estuvo propuesto para la Medalla Militar Individual por dos veces. Desde el final de Ia guerra pertenece al Cuerpo Jurídico Militar. También es letrado del Consejo de Estado, ingresando con el número uno en las oposiciones. Desempeñó, entre otras actividades, algunos cargos en la Organización Sindical, como lo de vicesecretario de Ordenación Administrativa, director del Centro de Estudios Sindicales y fundador director de la Escuela Sindical.
Fue también vicepresidente del Instituto de Estudios Agro-Sociales. Llev6 a cabo en su etapa ministerial una acción destacada en materia hacendística como la Ley de Bases de Ordenación del Crédito y de la Banca y la de Reforma del Sistema Tributario. En la esfera mas amplia de la economía nacional, en aquella época qued6 España vinculada a los organismos econ6micos internacionales como la OCDE y el rondo Monetario Internacional y se llevó a cabo el Plan de Estabilización. Tras su cese fue nombrado gobernador del Banco de España, cargo del que dimitió en 1970. Es autor de varios estudios de carácter sociopolítico. Casado y padre de once hijos.
¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?
Es verdaderamente lamentable —permítaseme este desahogo— que la figura de Franco haya sufrido en los últimos tiempos una serie de ataques, sin duda irresponsables, por quienes no supieron o no quisieron comprender toda su grandeza. Y no es que vaya a hacer una apología sistemática de la persona o de la obra de Franco. No dudaré, en absoluto, poner en evidencia cuantas limitaciones y errores hayan podido existir y cometerse. Pero situándolo siempre en el plano de la grandeza que, sin duda, conviene a esta figura histórica.
Recuerdo, a este respecto, la impresión que me produjo la lectura de la entrevista que sostuvieron sobre problemas internacionales el general Eisenhower, entonces Presidente de los Estados Unidos de América del Norte, y el general Franco, entonces Jefe del Estado español. Fue un diálogo de águilas pero donde una de ellas —Franco— volaba tan alto que la otra ni siquiera podía seguirla. Si, como es de suponer, este diálogo recogido por Castiella se conserva en los archivos de Asuntos Exteriores, debe custodiarse fielmente porque constituye una verdadera muestra de la visión de estos dos Jefes del Estado. No sé si el general Eisenhower habló en aquella ocasión de un modo algo descuidado, pero no me refiero a las palabras, sino a las categorías mentales de los dos interlocutores. La mentalidad de Eisenhower era más bien anecdótica, circunstancial, atenta a las preocupaciones inmediatas; la de Franco era casi profética, valoraba los acontecimientos por sus consecuencias fu.. turas. Creo que los hechos habrán confirmado hasta la saciedad que estaba en lo cierto; pero no encontraba respuesta.
Franco era de visión larga en este tipo de asuntos y en algunos otros, donde tenía ideas muy firmes y claras, como respecto a la unidad de la Patria, la necesidad de superar los partidos políticos, el futuro monárquico de España, el respeto a la Ley —fuese la que fuese— o el mantenimiento del principio de autoridad en toda circunstancia. Sobre estos puntos había sacado convicciones definitivas de su experiencia durante la II República, a las que se refería continuamente para indicar del modo más categórico lo que no debería repetirse otra vez en España. Esta firmeza le llevaba a no tener demasiadas contemplaciones en estos asuntos, mostrando un comportamiento en ocasiones rígido, que luego merecía serios reproches —la verdad es que no le afectaban demasiado, pues sus razones de fondo permanecían inalterables.
He de advertir, como ya he dicho en otras ocasiones, que Franco, como persona, era bueno, sencillo, humilde. Se pueden contar anécdotas a centenares que dejarían atónitos a los que tienen formado de él un juicio congruente con su aspecto político. Porque la figura política de Franco se erguía sobre su natural modesto, produciendo un contraste en ocasiones desconcertante.
He pensado muchas veces en este contraste y creo haber encontrado una explicación que parece razonable: Francisco Franco se había hecho el decidido propósito de sacrificarse al máximo por su Patria. Lo cumplió de un modo perseverante y ejemplar, hasta en los más mínimos detalles. —Ésta es su gran lección—. Era consciente de que no buscaba nada para sí, porque un sentimiento de entrega total dominaba por completo su conciencia. Con esta disposición de ánimo, no dudaba un solo momento en fundir inseparablemente su prestigio personal con el bien de España. Cuanto más prestigio tuviese, más redundaría en beneficio de un país necesitado de su protección y servicio.
Franco no era precisamente un intelectual. Jamás presumió de serlo ni de procurarlo. Su doctrina política estaba compuesta con unas pocas ideas, ele-mentales, claras y fecundas. Era un doctrinario corto, pero firme en sus posiciones. Concedía mucha importancia a las ideas de segundo orden, las que traman las relaciones de conveniencia del Poder. En este punto, era un auténtico. genio. Nos ha dejado una lección —creo que inimitable— sobre la forma de ejercer el arbitraje político por un Jefe de Estado.
Como hubo de sufrir fuertes tempestades, se mostraba siempre predispuesto a adoptar una política de maniobra defensiva. Más que en el ataque, donde se le veía seguro de sí mismo era cuando tenía que capear los temporales. Siempre tenía respuesta serena para cualquier contrariedad que pudiera surgir en un asunto ya decidido. En cambio, mostraba una natural desconfianza en el planteamiento de un nuevo rumbo.
Temía exponer, con razonable riesgo, el capital político que había acumulado en su persona. Prefería que el tiempo lo fuese gastando poco a poco. Confiaba en sus dotes de buen administrador de una victoria, capaz de sacarle partido durante toda su vida, sin exponerla a imprudentes malversaciones.
España le debe el ejemplo de una conducta irreprochable, de un patriotismo encarnado en su propia vida, de un profundo sentido del deber, avalado por un sacrificio valiente.
Su obra la reflejan las estadísticas del modo más elocuente: la España que él dejó era incomparablemente superior a la que recogió. Tan sólo una visión ignorante o atenta a otras consideraciones contrarias, ha podido llevar por esos mundos la figura caricaturesca y contrahecha de un Franco odioso, dictatorial y persecutorio. Que Dios les perdone, porque no saben lo que dicen.
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