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Franco visto por sus ministros.
Coord. Ángel Bayod
Página 398
Sin ser un especialista en temas económicos y fiscales, Franco tenía un profundo buen sentido y sus observaciones y preguntas apuntaban siempre al nudo de la cuestión que se planteara.
Abogado del Estado. Vicepresidente 2.° del Gobierno y ministro de Hacienda del 24 octubre 1974 al 11 diciembre 1975. Nació en Montilla (Córdoba) el 31 de agosto de 1925. Obtuvo la licenciatura en Derecho en la Universidad de Granada, ingresando por oposición en el cuerpo de abogados del Estado. Ha desempeñado la presidencia de la diputación provincial de Córdoba entre 1957 y 1962, y la dirección general de Previsión, de 1962 a 1966. Fue desde 1957 procurador en Cortes, consejero nacional del Movimiento en representación de los procuradores de tercio familiar y miembro de la comisión permanente del Consejo Nacional. También fue consejero delegado y vicepresidente de la Sociedad Española de Automóviles de Turismo, S. A. Estuvo casado y tuvo cuatro hijos. Fallece el 4 de mayo de 2010, en Madrid.
¿Cuál es su visión personal del anterior Jefe de Estado?
Yo conocí y traté a Francisco Franco al final de su vida, puesto que juré mi cargo el 31 de octubre de 1974. Sólo puedo, por tanto, dar la imagen de ese período de lógica decadencia. Franco era ya un hombre de ochenta y tantos años. Debo decir, sin embargo, que conservaba una notable lucidez y que bastaba hablar con él para percibir la experiencia que a lo largo de tantos años había acumulado. Sin ser un especialista en temas económicos y fiscales, tenía un profundo buen sentido y sus observaciones y preguntas apuntaban siempre al nudo de la cuestión que se planteara.
Si tuviera que destacar una sola nota, diría que dedicó toda su vida al servicio de España, sin concesiones y sin pausas. Como humanó que era, pudo tener errores y ciertamente los tuvo, pero en todo momento le movió el deseo de hacer una España más próspera, más justa y más estable.
Estaba convencido de que una España trabajando en orden y la mejora del nivel de vida que se seguía como lógica consecuencia, eran condiciones esenciales para la libertad real de los españoles. Pienso sinceramente que el tránsito ordenado y pacífico de un régimen personalista a la democracia, si ha tenido mucho que ver con la gestión de los autores de la transición, también ha debido mucho a esa sociedad más próspera, más culta y, en definitiva más cívica, que es el resultado de su labor.
En los temas de criterio político me pareció siempre más abierto, conciliador y tratable que muchos de los más conspicuos franquistas.
La representación del pueblo que articuló será ciertamente discutible en sus cauces de acceso a las Cortes. Pero, en mi experiencia personal, jamás nadie coartó mi actuación como procurador, ni trató de orientar mi voto. Siendo funcionario activo del Ministerio de Hacienda, rechacé la presidencia de la Comisión de Presupuestos que me ofreció con insistencia el ministro Espinosa y nadie me presionó, ni me molestó por ello.
He de añadir que Franco dejaba un amplio margen a la iniciativa y responsabilidad de sus ministros. Incluso en momentos de seria discrepancia interna del Gobierno, como fue por ejemplo la discusión del proyecto de Ley General Presupuestaria presentada por mi Departamento, él no trató de interferir y menos aún de hacer prevalecer su criterio personal.
Una anécdota ayudará a comprender lo que he dicho. En agosto de 1975, y en el Consejo de Ministros que se celebraba en La Coruña, presentaba yo a la aprobación del Gobierno el proyecto de Ley de Presupuestos del Estado para 1976. Su preparación había supuesto las lógicas fricciones con los diferentes Departamentos Ministeriales, sobre todo teniendo en cuenta mi decisión de utilizar el presupuesto como un arma importante en la lucha contra la inflación. Yo entiendo que exigir austeridad a los ciudadanos y cerrar con grandes desequilibrios las cuentas públicas no son actitudes coherentes que aquéllos acepten y toleren sin contestación.
En este contexto, una de las divergencias de mayor entidad fue la surgida con los tres ministros militares. Ellos pretendían una modificación de la Ley 32/1971 por la que se habían planificado para dos cuatrienios las inversiones precisas para el desarrollo de las Fuerzas Armadas; y, dentro del gran afecto y cordialidad que siempre nos unió, insistían ante el presidente del Gobierno para revisar las previsiones de aquella Ley, obteniendo así un sensible aumento de las dotaciones previstas. Yo, aun comprendiendo sus razones, me oponía porque ello hubiese roto el esquema del presupuesto y comprometido la política antiinflacionaria, de cuyos efectos hablaré más tarde. Por eso, cuando en la víspera del Consejo de Ministros despaché con Franco en el Pazo de Meirás, en un deseo de total objetividad le expuse claramente los puntos de vista de los tres ministros militares y luego el mío propio, añadiendo mi firme decisión de mantenerlo. Cabía pensar que, por su condición de militar, iba a tratar de que se modificase el proyecto presentado por mi Departamento. Sin embargo, Franco, después de un corto silencio, se limitó a contestarme con una pregunta: «La preparación del Presupuesto ¿no es competencia del ministro de Hacienda?» El Jefe del Estado mantuvo una total neutralidad y al día siguiente el Gobierno, después de amplia deliberación, aprobó íntegramente el proyecto de Hacienda.
Otras anécdotas y ejemplos concretos podrían ilustrar lo que digo al principio.