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Franco visto por sus ministros.
Coord. Ángel Bayod
Página 259
A lo largo de años de relación con Franco, me di cuenta de que no sólo contaba camiones,
sino que su tremenda capacidad de observación le permitía anotar en su memoria
los baches de las carreteras, las señales de tráfico equivocadas, las chabolas, las construcciones abusivas…
Ingeniero. Ministro de la Vivienda del 29 octubre 1969 al 11 junio 1973. Nació en Paterna (Valencia) el 8 de setiembre de 1921. Estudió en la Escuela Especial de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid, ampliando estudios en las Universidades de Bruselas y Lovaina (Bélgica). En 1949 fue destinado a la jefatura de Obras Públicas de Castellón. Pasó a ejercer su profesión en empresas privadas y, en 1955, promovió el Centro de Productividad de Valencia.’ Ha sido director general de la Vivienda y del Instituto Nacional de la Vivienda, jefe nacional de la Obra Sindical del Hogar y vicepresidente del Plan de Urgencia de Madrid, director general de Carreteras y Caminos vecinales, subsecretario de Obras Públicas y Comisario adjunto del Plan de Desarrollo. Pertenece desde 1962 a la Academia de Doctores de Madrid y fue también presidente de los patronatos del Instituto Politécnico Superior de Valencia y «Juan de la Cierva», consejero de número del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, del Instituto «Alfonso el Magnánimo», vocal de la junta de gobierno del Patronato «José María Quadrado» y del consejo de dirección del Instituto «Eduardo Torroja» de la Construcción y del Cemento. Desde 1957 fue procurador en Cortes por designación del Jefe del Estado. Falleció el 22 de mayo de 1991, en Pamplona.
Mis despachos con Franco
Para un ministro era muy fácil despachar con el Jefe del Estado. Bastaba llamar al ayudante de servicio y pedirle hora. Incluso era posible señalar el día. Siempre nos recibía en su despacho. Para este menester, delante de la mesa, entre las dos butacas en las que se sentaban él y el ministro, se colocaba una pequeña mesa auxiliar sobre la que se apoyaba un flexo y en la que solíamos dejar los papeles objeto de despacho.
Ni una sola vez me recibió sentado. Tras saludarle, me invitaba a sentarme y a continuación lo hacía él.
Tengo que confesar que nunca me acostumbré a esos «tú a tú» con Franco, a pesar de que fueron más de sesenta las ocasiones en que despaché y que siempre el Caudillo trató de ponérmelo fácil.
Cada vez que cruzaba la puerta tenía la sensación de que iba a enfrentarme un hombre-historia. Las cortinas estaban siempre corridas y la lámpara central sólo daba una luz tenue; el viejo y funcional flexo concentraba sus rayos sobre el tablero de la mesa. Su mirada viva y penetrante no descansada un segundo; sentía que mis papeles y yo mismo éramos como radiografiados. Su tremenda memoria le permitía recordar perfectamente cosas que yo le había dicho muchos meses atrás; la naturalidad y sencillez de sus razonamientos hacía discurrir el diálogo muy a ras del suelo; no valían para nada las bellas teorías. Sus manos permanecían apoyadas sobre la mesa, evitando así el temblor que denunciaba su Parkinson; sólo las movía cuando, dando por terminado el despacho, las trasladaba a los brazos de la butaca; era el gesto que seguía a mi respuesta negativa a su «¿Trae usted algo más?»; era la indicación para que yo recogiese mis papeles y me pusiera de pie. Él hacía lo propio, me daba las gracias y se despedía.
No le gustaba que un ministro se interfiriese en los asuntos de otro. Le preocupaba el afán de defender competencias de un Departamento en detrimento de la buena marcha de los asuntos públicos. Solía decir que los Ministerios acababan convertidos en «castillos roqueros», dispuestos siempre a defenderse contra los demás y casi nunca a colaborar. Tampoco él se interfería en los nombramientos de colaboradores. Nunca me rechazó ninguna propuesta. Jamás me preguntó por antecedentes políticos de nadie. Él se confiaba al ministro y le daba plena libertad. Pude elegir, pues, a quienes quise y relevarlos cuando me pareció necesario. A todos ellos, sin excepción alguna, debe España lo bueno que se hizo en mi etapa ministerial.
En mis despachos, y pienso que mis compañeros hacían lo mismo, no me limitaba a abordar los «asuntos propios del Departamento». Con frecuencia me refería a mis preocupaciones por los asuntos políticos. Estos temas acostumbraba a dejarlos para el final. Él admitía siempre el diálogo y siempre, sin una sola excepción, me dio las gracias por haberlos planteado. Con Franco podía hablarse de su muerte sin que él se inmutara lo más mínimo. Yo utilizaba el eufemismo «cuando se cumplan las previsiones sucesorias» para hacerlo más impersonal y la cosa pasaba con toda normalidad. Tuve cuestiones conflictivas. No con él, sino con otros ministros y en más de una ocasión con intereses privados. El Decreto-Ley de Actuaciones Urbanísticas Urgentes, la Reforma de la Ley del Suelo, la puesta al día de los planes de las Áreas Metropolitanas de Barcelona y Madrid… Respecto a este último, recuerdo que un colega calificó los estudios que habíamos preparado como de «ciencia ficción». Franco fue muy contundente: «Quien no prevé el futuro, se equivoca siempre.»