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Blas Piñar López
Artículo publicado en la Revista “El Alcalde” año 1, nº 2 monográfico. Diciembre de 1.967
Una de las virtudes que el conductor de pueblos necesita para merecer tal calificativo, es sin duda, la aptitud innata para penetrar en sus sentimientos, para sorprender el mundo, a veces no definido de sus ideas y encauzar aquéllas y definir éstas.
Pocos hombres tienen esa cualidad. Podríamos decir que la misma diferencia que media entre el poeta y el versificador, el orador y el conferenciante, existe entre el conductor de pueblos y el político. Es verdad que la experiencia, el estudio y el aprendizaje continuo mejoran y perfeccionan lo que es consustancial con cada hombre, lo que cada uno lleva dentro. Pero si con esta dotación natural no se cuenta, es imposible la tarea didáctica, la ascensión superadora.
José Antonio tuvo definiciones magistrales del conductor de pueblos, porque llevaba en su interior la clara vivencia y el seguro llamamiento de que estaba vocacionalmente empujado para serlo. A la luz de su doctrina y de los años transcurridos desde el Alzamiento nacional, la figura de Franco se perfila con aquellos caracteres que sirven para identificarlo como conductor de un pueblo.
Entonces, cuando fue preciso empuñar las armas en duro combate contra las fuerzas desintegradoras de la nación, Franco supo aupar los sentimientos de la juventud combatiente y el espíritu patriótico de la retaguardia, dando unidad, por encima de cualquier discrepancia, lícita en momentos tan graves, a quienes, con toda lealtad, pero expuesto al ímpetu de las pasiones desbordadas en tiempo de lucha, se sumaban al Movimiento. La necesidad y la urgencia de la victoria fue en aquella oportunidad decisiva, la idea-fuerza que Francisco Franco intuyo en la conciencia popular y alzó como bandera superadora de cualquier egoísmo y de cualquier intemperancia.
Después, cuando lograda la paz con la victoria, el mundo se encendía de nuevo en una guerra brutal, el Jefe del Estado captó sin vacilaciones, y frente a tendencias de todos conocidas, en el interior, y de presiones externas que parecían por su poder insoslayables, que el pueblo, cualquiera que fuesen sus naturales simpatías, deseaba continuar su trabajo reparador de las heridas de todo tipo producidas por nuestra contienda. La neutralidad en una conflagración marginada de nuestros intereses, sólo quedó rota con el envío de una división de voluntarios cuando lo que entró en juego, por encima y más allá de los intereses de las naciones en conflicto, era la continuación en un frente lejano e inhóspito, de la cruzada nacional contra el comunismo. El fervor con que el pueblo quiso subrayar la salida de la llamada División Azul, destaca la fina percepción de quien supo movilizarla, para distinguir el deseo de una paz honesta, del pacifismo a cualquier precio de los que solo aspiraban a que el enemigo de los valores esenciales de la civilización, lo imponga con su fuerza.
Luego, en el instante mismo en que parecía que la España neutral era una nación vencida, y en que el mundo, con pocas y honrosas excepciones, se solidarizó en su propósito de destruir cuanto el pueblo español había conseguido con su esfuerzo, Francisco Franco tocó el resorte de la rebeldía nacional frente a la injerencia descarada en lo nuestro, y nuestras gentes reaccionaron con energía, con unanimidad sorprendente, levantando en cada corazón una barricada.
Más tarde, cuando la frialdad, la tenacidad y la razón imperaron, las cosas volvieron a su cauce y el país, aislado y atenazado, tuvo un puesto en la gran familia de las naciones, Franco acertó al descubrir y al hacer que aflorara toda la generosidad, el espíritu de comprensión y de apertura que a otros hubiera podido parecer imposible tras la costra hirsuta, espinosa y desconfiada de un pueblo que se sabía profundamente ofendido. Y España, en bloque, pasó del aislamiento a la convivencia con sencillez admirable.
Por último, cuando el transcurso del tiempo, la llegada a la madurez de las nuevas generaciones y el aumento del nivel de vida, eran índices de que muchas desgarraduras habían cicatrizado, Francisco Franco con prudencia y fortaleza, virtudes instrumentales y políticas como ninguna, ofreció al país en esquema constitucional que en sus previsiones garantiza, de un lado, la vigencia de unos Principios sin los cuales la nación volvería al caos, y de otra, la evolución homogénea de un Régimen político que en esa evolución revela su propia vitalidad. La adhesión entusiasta del pueblo español a la Ley Orgánica en el referéndum del 14 de diciembre, prueba una vez más en qué medida Franco ha sabido reunir en torno a su figura y a su gestión, a los hombres y a las mujeres de España.
Todo lo demás que pudiera decirse acerca de la efusión caliente y humana de las multitudes en torno a Franco, con tantas ocasiones y motivos, ratificaría la tensión emocional de un pueblo que se escapa y manifiesta cuando la oportunidad se le ofrece.
Para mí, sin embargo, con toda su dimensión emotiva, a la que es muy difícil ocultarse, lo que revela que Franco supo desde el comienzo de su tarea pública, compenetrarse con su pueblo, es que el pueblo en los trances difíciles, en los que España ponía en juego mucho, lo principal o todo, quiso respaldarle y le respaldó de hecho y de derecho.