Hace 75 años: La Liberación de Madrid, por Fernando Paz

           
 
Fernando Paz  
 
 
 
   La mañana del 28 de marzo de 1939 amaneció de un resplandeciente azul. Era un martes extrañamente tranquilo. Ni siquiera se oía el sordo ronroneo de los camiones. La actividad había disminuido mucho en la calle desde la sublevación de Casado, tres semanas atrás; los cuchicheos en la cola de abastecimientos –pues en las tiendas ya no había otra cosa que cuchicheos- arrojaban pocas dudas sobre el final de la guerra. El tono era confidencial, pero ya se había perdido el miedo: “estos cabrones mueren matando; hace cuatro días” –anunciaba una mujer de mediana edad- “encontraron a unos militares paseados en Cuatro Gatos, ahí en El Pardo”. Los chinos –que es como se conocía popularmente a los comunistas- encontraban tiempo de ajustar cuentas aún en el infierno.  
 
   En las calles del centro reinaba un sereno desorden. Sobre el pavimento, las insignias del ejército popular, los distintivos de mando, gorras, cartucheras, botas, las guerreras. Los críos asomaban y, curiosos, iban tomando atrevimiento para entrar en los cuarteles. Sólo silencio. En las escaleras, un solitario joven con los ojos bien abiertos y un ceñido reguero escarlata descolgándose de la sien a la mandíbula. La Astra 400 le había caído entre las piernas. Un pequeño de ocho años que rondaba entre las cañerías se le quedó mirando fijamente antes de echar a correr. Había visto algún que otro muerto, pero ninguno tan de cerca.     
 
   Súbitamente, la ciudad comenzó a cobrar vida. En la Avenida de Rusia –pronto José Antonio- aparecieron las primeras banderas blancas a eso de las ocho de la mañana; un requeté encaramado al palacio de la Prensa la había izado antes que nadie.   
 
   En la glorieta de Atocha un hombre ya en la cincuentena paseaba nerviosamente de un lado a otro –hacía casi tres años que aguardaba la ocasión-, tocado con un cuidado bombín azabache. Los viandantes no parecían reparar en tan singular circunstancia –los rojos no llevaban sombrero- pero él, en el entusiasmo de aquella mañana en que volvía a reír la primavera, no lo dudó:  
 
   –¡¡Viva el Generalísimo con siete cojones y medio!! –y se descubría la calva, eufórico, agarrando el hongo con decisión, como lanzándolo hacia el cielo.  
 
   Una mujer que cargaba un pequeño cántaro de latón, acarició suave la pelambrera de su hijo de trece años:  
 
   –Anda, Antonio, vámonos a casa.  
 
   Por la calle Santa Isabel subía un vehículo ruidoso. Los niños gritaban, atropellándose unos a otros, “vienen los de la ceneté”. Las banderas desplegadas, rojas y negras, flameaban en el aire transparente, y cantaban también algo de una revolución pero no, no eran de la CNT.  
 
   –Y tú ¿qué sabes?
 
   –¿Qué no ves que regalan pan, eres tonto o qué?   
 
   Bajaron de los coches – sobre uno de los laterales podía leerse “Auxilio Social”- y extendieron una bandera roja y amarilla. También a los niños les repartieron una hogaza de pan, que devoraron con los ojos como platos. Mientras masticaban, repararon sin darle importancia en que de los balcones colgaban muchas otras banderas como aquella, también rojas y amarillas.  
 
Auxilio Social entregando comida en la Puerta del Sol, en Madrid, el 29 de marzo de 1939 
 
   Por las principales arterias de la ciudad, grupos de jóvenes recorrían las calles tan exultantes de alegría que literalmente brincaban, levantando el brazo y vitoreando a Franco. Las mujeres saludaban de la misma manera, y muchas lloraban al ver los uniformes legionarios. Se habían abierto las trampillas, los sótanos, los agujeros desde los que durante mil días habían visto pasar la guerra tantos madrileños. Las victorias se sucedían, pero Franco parecía no llegar nunca a Madrid. Los rojos habían prometido que no pasarían –los rojos habían prometido tantas cosas…; pero sí, habían pasado. Atrás quedaba la pesadilla del Madrid de Largo Caballero, de Prieto y don Negrín, el Madrid de la cochambre que pronto cantara la Gámez con genuino choteo lunfardo.     
 
   También se entusiasmaba Ramper, aquél magnífico payaso al que los comunistas tenían particular ojeriza, primero por ingenioso -Jardiel había glosado su agudeza-, y después por su irritante costumbre de salir a escena cargando un saco al tiempo que voceaba “Serrín de Madrid”, pronunciado de tal modo que parecía anunciar la rendición de la capital. Los chinos, claro, habían jurado matarle.   
 
   De Miguel, el segundo de la Falange en Madrid, había dado la orden de que se abriesen las cárceles. Los funcionarios obedecieron sin rechistar, y los presos salieron de inmediato. Muchos de ellos formaron entre quienes desarmaran, pocas horas después, a los soldados enemigos en retirada. Las comunicaciones estaban aseguradas, pues la mayoría de los trabajadores y empleados eran simpatizantes de los nacionales, y los que no, estaban sencillamente hartos de los suyos y de la guerra. El suministro de agua se mantuvo con normalidad; la Junta de la Falange clandestina se hizo cargo de todo con llamativa eficacia, terminando por dar la razón a Mola en aquello de que sería la quinta columna la que tomase Madrid, aunque tardase algo más de lo previsto.  
 

   Esa quinta columna había hecho superflua una conquista a sangre y fuego de la capital. Avalados, además, por años de sufrimiento, persecución y muerte, los miembros de aquella  Falange constituyeron un eficaz freno a la hora de contener las ansias de revancha de algunos de entre los conquistadores que, embriagados de victoria en aquella hora de triunfo, se habían conjurado para devolver mal por mal, cobrándose venganza de los años de crimen frentepopulista.    
 
   A media tarde ya corrían por la ciudad la leche condensada, el chocolate y el fiambre. Las restricciones vendrían más adelante, pero esos primeros días colmaron las más audaces fantasías de los madrileños. Toda esa abundancia gratuita se disparó en forma de rumor con la velocidad que es de suponer. Era inevitable no sentir un inmenso agradecimiento hacia aquellos que, en lugar de asesinar, violar y saquear –como la propaganda roja había mentido, tratando de galvanizar las últimas energías de una resistencia criminal- traían con ellos el pan de la alegría. 
 
   Pero los nacionales no venían únicamente con ese alimento. Al joven Pablo le detuvo un capitán requeté junto a la puerta de su casa. Le entregó unas cuantas onzas de sucedáneo de chocolate, que le supieron a gloria, mientras daba caladas a un esmirriado pitillo liado apresuradamente. Calculó que el chico tendría unos doce años.  
 
   –A ver, hijo, ¿puedes recitarme el padrenuestro?  
 
   Pablo le miró atónito. Aunque su madre había cobijado durante toda la guerra un par de cálices y unos misales, no sabía de qué le estaba hablando. Y tampoco en su colegio, incautado por Izquierda Republicana… pues ¿qué sería eso del padrenuestro?  
 
   –No, no señor, no lo sé –compuso un gesto entristecido mientras hacía ademán de devolver las onzas de chocolate.
 
   – Quédatelas, son para ti.  
 
   Aquel oficial, que jamás había dudado, tuvo entonces la certeza, como nunca antes, de saber por qué había luchado durante tres años.
 
 
 
 

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