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José Utrera Molina
ABC Junio 1979
Los españoles estamos asistiendo confusos asombrados, al derrumbamiento de nuestra propia estructura histórica, a la disolución del espíritu nacional. Los artesanos de la transición, los artífices del cambio, han destruido sin reemplazar. Estamos en presencia de situaciones que hacen peligrar la integridad de España, escuchamos con asombro el frívolo recetario para impedir esta mutilación. Se habla de una fórmula tan vaga como teórica, tan utópica como ilusoria: la de una unión en la Corona. Se comenta en esferas muy calificadas, con ligereza e insolvencia, de la posibilidad de una monarquía federal que, a nuestro juicio, habría de suscribir —de ser posible— el más vergonzoso regreso a nuestras menos iluminadas cavernas históricas. Existen indicios, muy claros y muy próximos, de propósitos vulneradores de la actual legalidad constitucional en lo que respecta al tratamiento de las autonomías y, concretamente, la que se refiere a las vascongadas. En definitiva, el Estado, esa forma de poder que ennoblece la obediencia, está en crisis.
Es difícil que nos acostumbremos al espectáculo de una sociedad amedrentada e indecisa, aprisionada entre la espada del terrorismo y la pared de una confusa juridicidad constitucional.
Vivimos un acelerado proceso de diferenciación y de discordia. El esfuerzo común queda aniquilado por el desgarro partidista. Se quiebran y desustancian muchas instituciones básicas, se produce la impunidad desmoralizadora, el secuestro de la libertad, la pérdida de todo sentido espiritualista, el atractivo de una empresa de todos y para todos y, como colofón, un gobierno cada vez más desorientado que, cuando responde, lo hace con actos esporádicos, golpeando aquí y allá sin un plan de conjunto, sin un mínimo acento de imaginación, demostrando así, de forma palpable, su creciente impotencia. Antes se sospechaba la incapacidad del Gobierno, ahora se tiene la certidumbre.
Asistimos a un espectáculo tan penoso como injusto. A los que tienen la gallardía de demostrar su inconformidad con este caos se les suele denominar catastrofistas y reaccionarios; a los que mirando al futuro, no estamos dispuestos a renunciar a la dignidad del pasado se nos incluye en la nómina de los nostálgicos; a los que rompen la cobardía del silencio se les denomina saboteadores; a los que viven aún la emoción de España, se les califica de «ultras», y a los que defienden la bandera les llaman secuestradores y monopolistas de símbolos. Hace falta por lo tanto un temple heroico para soportar, sin debilidad y sin claudicación, estos acosos. Por el hecho de no desertar nos hemos convertido en un reproche para los desertores. Hace falta, también, mucha hombría para no ceder ante el peso de tantas presiones, de tantas difamaciones y calumnias, hace falta por último, mirar demasiado arriba para no tener los ojos enturbiados por las salpicaduras de una tierra enfangada.
Pienso, sin embargo, que muchos españoles han soñado con una posibilidad cordial y templada de convivencia y han rechazado el odio, la vindicación y la revancha como armas políticas habituales. No estuvieron, ni están, ni estarán comprometidos con modos de comportamiento situados a extramuros de la realidad nacional. Se encuentran de vuelta de esa utopía inter-media, de esa figura llena de vaguedad e ineficacia que se llama centro, no son retóricos de la acción y, por supuesto tampoco figuran alineados en el marxismo, pero —y esto hay que dejarlo bien claro— tampoco querrían participar del rancio estilo de una llamada derecha que se empeñara en aparecer apegada, única y exclusivamente, a la defensa de intereses económicos, sin emoción social y que podría entonces figurar como el nuevo escudo de una forma de sociedad difunta y periclitada. Pero además, y fuera de este espectro, existe también la realidad de una España decepcionada, de una España que se ha inhibido claramente de participar en un juego donde la libertad se desfigura con la demagogia y la democracia se envilece por el control partitocrático que muchas veces se aleja de la voluntad generalizada del pueblo. No son escasos los españoles actualmente sin sitio o con nominaciones contradictorias, que no son ni guerrilleros sueltos ni francotiradores inconscientes a quienes sólo une el miedo en el instante del peligro. Estos españoles piensan en un compromiso social de profunda reforma, más racionalizada y más útil para convivir que el desgarrado estímulo demagógico que sólo conduce a la confusión y a la violencia. No quieren aceptar dicotomías dolorosa, ni tampoco gregarismos suicidas, no son dictatoriales ni totalitarios, son españoles abiertos a la modernidad, pero no alistados en la nostalgia del siglo XIX. Quieren, en definitiva, una convivencia democrática donde el juego de la libertad sea posible junto al decoro de una responsabilidad compartida en el marco de un orden justo. Existe un numeroso anhelo para que se logre el entendimiento político de estos hombres, con arreglo a criterios de modernidad en el juego de las estrategias, y de la lealtad a lo esencial en el campo de las convicciones. Pienso que es el ser de España el que está en juego y, ante esta situación, hoy se impone, más que nunca, la aceptación de la unidad en la empresa, dura y difícil, de defender la integridad española. Sin perder identidades, aceptando la realidad de matices y de tendencias, pero con la afiliación esencial al compromiso de la defensa de una patria común. Creo que ésta es una tarea posible e indemorable. Un compromiso concreto de acción y no una abstracción conceptual. Para llevar a cabo esta misión nadie puede acudir con la esperanza rota y derrumbada, con moral de infortunio, con equipajes de derrota. Por supuesto, no escribo todo esto como portavoz de nadie, sino desde mi propia responsabilidad, con el único propósito de unir mi palabra a la de otros que consideran inaceptable un clima de fragmentaciones y de personalismos en una hora de indudable gravedad.
Entiendo que el pesimismo histórico es, sin duda, una hábil, astuta y comprobada estrategia establecida por muy conocidos y viejos adversarios. El pesimismo nuestro sería la mejor arma de ellos, y no podemos dársela. No hay militancia humana más sombría ni más estéril. En los períodos donde este más se acentúa sobrevienen la indiferencia y la abulla, el hastío y el desencanto. Entiendo que el pesimismo empieza con la decadencia de la indignación y concluye con un «qué más da» que equivale a un derrumbamiento de la dignidad.
Por eso somos muchos los que no queremos ser pesimistas y sentarnos en una butaca —que podía haber sido cómoda si hubiéramos pagado el precio de la deslealtad a presenciar la fragmentación, la ruina y el caos de España. No nos basta a los españoles en esta hora con no colaborar en el destrozo de nuestra Patria; hay que impedirlo. En muy poco tiempo, un renglón para la Historia, se ha generado una legión de desencantados. Millones de españoles que creyeron posible un tránsito ordenado y que ya saben que con el cambalache, el truco y la debilidad no podrá conseguirse nunca. Buenas gentes a las que será difícil engañar de nuevo. Somos muchos los que no queremos esta España de navajeros y parados, y todos sabemos que es la confianza activa y no el pesimismo y la desgana lo que podrá devolverla dignidad extraviada.
A muchos no nos podrán quitar la fe en España si no nos quitan, primero, la vida.