La historia no deformada del Valle de los Caídos, por Alberto Bárcena

Alberto Bárcena

Uno de los argumentos utilizados en la campaña difamatoria contra Franco es el de la construcción del Valle de los Caídos, presentandolo como el monumento dedicado a honrar exclusivamente la memoria de los del bando ganador de la Guerra Civil; y construido por presos del perdedor, que habrían sufrido allí una explotación que les convertiría en «esclavos» o condenados a trabajos forzados en el mejor de los casos. Aparte de la intención, también supuesta, y, desde luego ridícula, del entonces Jefe del Estado, de construirse una tumba «faraónica» que glorificase su memoria. Esto último se cae por su peso a la primera de cambio, a poco que se quiera, realmente, conocer la verdad en vez de hacer demagogia: Franco está allí enterrado por decisión de Juan Carlos I, y de nadie más. Tendría que haber sido un megalómano muy perturbado, cosa que no fue nunca, para haber concebido semejante idea. Lo del monumento faraónico viene repitiéndose desde que se le ocurrió el brillante símil a Indalecio Prieto, y está claro que hizo fortuna, porque a base de decirlo, los autores de esta leyenda negra, han logrado consolidarlo. Nada más falso en cuanto a su verdadera finalidad.

Basta con leer por encima el decreto de 23 de agosto de 1957, que constituía la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos: en su párrafo primero, después de invocar el «perdón evangélico», y los lustros de «unidad y hermandad entre españoles», transcurridos desde el final de la guerra, dice claramente que «ha de ser el Monumento a todos los caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz». No puede, por tanto, como se ha solicitado frecuentemente, desde hace años –empezando por la comisión de expertos de Rodríguez Zapatero–, «convertirse» en el monumento a todos ellos, sencillamente porque lo ha sido siempre. Y se supo desde el principio; no sólo en España, sino a nivel internacional: «The New York Times» titulaba el 3 de abril de 1959: «El general Franco ofreció el ramo de olivo de la paz a los millones de españoles que entre 1936 y 1939 lucharon al lado del Gobierno republicano vencido», refiriéndose a la inauguración del monumento.

 

Estuvo muy claro hasta que hace ya tiempo comenzó la campaña difamatoria. Y es grave que se consolide algo que tiene por objeto lo contrario a lo que se buscaba en 1959: crear un enfrentamiento entre españoles, que nos lleve a 1936, al Gobierno del Frente Popular, única fuente de «legitimidad» que reconocen los que ahora mismo pretenden establecer, desde el poder, un verdadero totalitarismo con la supresión de las libertades individuales, empezando por las de expresión, imprenta, pensamiento y cátedra. Abriendo heridas, en vez de cerrarlas, de manera tan artificial como interesada y peligrosa

En cuanto a los que construyeron el monumento, son demasiadas las mentiras que debería refutar teniendo en cuenta el espacio del que dispongo, pero he documentado la falsedad de todas ellas. En 2013 leí mi tesis doctoral en la Universidad CEU San Pablo, de la que formaba y sigo formando parte. El título de la misma es ELa redención de penas en el Valle de los Caídos», y sirve de base a mi libro «Los presos del Valle de los Caídos», recientemente entregado, por la Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos, a diputados, senadores, magistrados y directores de medios de comunicación españoles, entre otras personalidades. Era el resultado de siete años de investigación, a partir de fuentes primarias, sobre las circunstancias en las que se desarrollaron la vida y el trabajo de aquellos presos.

En primer lugar hay que aclarar que de los 10 años que duraron las obras, sólo durante 7 hubo penados en ellas; entre 1943 y 1950, año en el que los últimos fueron indultados; que trabajaron junto a los libres en los mismos tajos, con los mismos horarios, mismos seguros, mismos jornales y mismas raciones y que ninguno fue llevado al Valle a la fuerza: lo solicitaron a través del Patronato Central para la Redención de Penas, o de Nuestra Señora de la Merced, creado al efecto, y dependiente del Ministerio de Justicia. Así lo reconocieron todos los entrevistados por el escritor Daniel Sueiro, cuando, ya después de la muerte de Franco, preparaba su libro «La verdadera historia del Valle de los Caídos», nada favorable al franquismo pero que tiene el gran valor de contener esos testimonios.

Ventajas para las familias

Todos, aparte de admitir de entrada que habían pedido su traslado allí, hablaban de las ventajas que les movieron a hacerlo, y también a llevar a sus familias en cuanto pudieron. Debo decir que en las fuentes estudiadas se encuentra una abrumadora cantidad de documentos que confirman lo dicho por ellos, pero también mucho más: me llamó especialmente la atención que se encontraran en casa de aquellos trabajadores niños dados en acogida por sus padres, por razones económicas o por buscar un lugar más beneficioso para su salud, que en verano llegaran al Valle visitantes, casi siempre parientes –hijos, sobrinos, cuñados o suegros– para pasar allí lo que reconocían como «vacaciones». En tal cantidad que el regidor llegó a establecer un control sobre los habitantes instalados en los poblados entre julio y septiembre, para conocer sus circunstancias. A partir de entonces tuvieron que solicitarlo y, salvo en una ocasión, se les concedió a todos. El que más pases familiares llegó a pedir en un mismo verano fue un recluso, Juan Solomando, que pidió cuatro para dos grupos distintos y dos individuales para otras dos personas; uno de ellos, su cuñado que venía a recoger a un hijo suyo que vivía en casa del solicitante; el otro para su suegra.

 

Pocos son los que saben ahora que en el Valle existió una escuela donde coincidían los hijos de presos y libres, funcionarios de prisiones, y profesionales que trabajaban en las obras, entre otros, el médico del hospital, el practicante del mismo, o el propio maestro, Gonzalo de Córdoba. Los tres llegaron como presos acogidos al sistema de redención de penas, y permanecieron allí como libres al terminar sus condenas. Aquellos niños se examinaban en el Instituto San Isidro de Madrid, y la mayoría acabaron así el bachillerato. Su asistencia a clase era obligatoria, y, por supuesto gratuita. Tampoco se sabe que a medida que iban terminando las obras, se buscaba a los trabajadores otras colocaciones, o se les ofrecían viviendas baratas en Madrid. Así lo había acordado el Consejo de las Obras, órgano rector de las mismas.

Uno de los tópicos más repetidos es el de los «presos políticos» que habrían ido a parar al Valle por el simple hecho de haber pertenecido a un sindicato o partido político, pero la mayor parte de los investigados debían sus condenas a delitos de sangre cometidos en la retaguardia republicana. Allí hubo asesinos de los que masacraron a los presos del «tren de la muerte», o «de Jaén», en 1936; entre ellos el obispo de esa diócesis, don Manuel Basulto, beatificado en 2013, su hermana Teresa, y las monjas de la Caridad, que formaban parte de aquella expedición acabada en genocidio: más de 200 personas, fusiladas por las milicias en el Pozo del Tío Raimundo.

Un caso que investigué y he publicado es el del «matacuras», que debía el sobrenombre al hecho de haber matado a varios durante la guerra. De ello se jactaba abiertamente, lo que no le impidió ser el llavero de la Abadía sin que se registrara el menor roce con los benedictinos, que allí le encontraron a su llegada y le trataron de cerca durante años. Algo parecido a lo que pasaba con el fontanero, y con otros trabajadores; casi nunca sus expedientes personales hablaban de sus pasados delictivos; reconstruirlos, por eso, ha sido difícil. Toda la documentación transmite una realidad no distinta sino opuesta a lo que se ha convertido en lugar común: el Valle de los Caídos, lugar de sufrimiento y humillación, cuando no exterminio, para miles de perdedores de la guerra civil. Por el contrario, el perdón evangélico invocado por Franco en el decreto fundacional fue la norma; lo que hizo posible que se diera una convivencia normal entre personas que se habían combatido a muerte unos años antes. Un ejemplo a seguir y digno de darse a conocer, si queremos que se restablezca la verdad; y podamos superar, por segunda vez, todo el rencor originado por esa guerra en vez de atizarlo con falsedades ochenta años después de su final.


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