LA MODERNIZACIÓN DE ESPAÑA (IV). El gran cambio social de España lo hizo el franquismo (I)

 

 

 

La figura de Francisco Franco y el régimen del 18 de julio no se podrán analizar adecuadamente hasta que no transcurra más tiempo, mucho más tiempo; hasta que no se decanten los prejuicios de nuestra época; hasta que no se reinstale un anhelo de verdad, hoy completamente ausente y sacrificado al discurso político de los ingenieros sociales; hasta que los beneficiarios de una supuesta —las más de las veces— oposición a tal régimen no dejen de justificarse, a sí mismos y a sus sinecuras, precisamente en virtud de tales méritos. Sólo entonces, cuando el tiempo nos aleje de los intereses más inmediatos, podremos echar un vistazo colectivo hacia aquella época con los ojos claros.

 

Y cuando tales cosas acontezcan, ¿qué encontraremos?, ¿cuál será la valoración histórica de la figura de quien fuera Caudillo de España?, ¿cómo se percibirá el conjunto de su obra? En definitiva, ¿qué legado nos dejó a los españoles?

Prescindiendo del hecho de que no podemos presumir el rumbo que tomará la Historia —y haciendo, por tanto, una valoración de los hechos como si la justicia tuviera, en efecto, la última palabra—, la época de Franco habrá de verse como un tiempo en el que sucedieron dos cosas, fundamentalmente: se rectificó, de una parte, el camino de un cierto pesimismo histórico español imputable, al menos, a los anteriores ciento cincuenta años de nuestra historia; y de otro lado, se emprendió el camino de una transformación del propio país como jamás ha visto, y difícilmente verá, nuestra historia colectiva.

 

A partir de fundamentales cambios sociales, económicos y políticos, la sociedad española mutó, «cambió de piel». No se trata sólo de que se produjeran fenómenos de nuevo cuño, cuya simple acumulación produjo resultados no previstos, o indeseados, o bien, simplemente, acordes a los tiempos. Es mucho más que eso.

 

Cuando alborea la victoria de 1939, la España que hereda el régimen recién constituido es pobre en grado extremo. Muchos son los factores que explican esta situación, tantos que su simple enunciación nos llevaría demasiado espacio. Con todo, hay un elemento de primer orden que los intelectuales afectos al régimen (al actual, desde luego, los «intelectuales» siempre apoyan al régimen en curso) ignoran sistemáticamente, volteando la realidad falazmente, como es el que se desprende de la incuestionable realidad que hubo de afrontarse al heredar una situación caótica, desquiciada y lamentable en extremo en las regiones conquistadas por el Ejército Nacional. De la asunción de esas zonas sometidas al más extremo desorden y a una ineficacia rayana en lo criminal, cuando no simplemente a la barbarie, se derivaron buena parte de las más penosas adversidades que hubieron de afrontarse colectivamente en la posguerra. De hecho, en la zona nacional no se supo lo que era el hambre durante la mayor parte de la guerra, mientras la zona roja comía lentejas o no comía nada (y no pocas veces, las dos cosas a un tiempo, por cuanto las «lentejas de Negrín» parecían tener la particularidad de semejar tales legumbres y de no serlo). La situación en la posguerra le debe no poco a la herencia recibida de los derrotados.

 

El franquismo hizo a España un país inserto en la modernidad

 

Lo que en realidad llevó a cabo el franquismo fue la transformación de una España cuasi neolítica en un país plenamente inserto en la modernidad, asimilado a su entorno geográfico-cultural (con todos los matices que se quieran); desapareció la España rural como segmento predominante en la sociedad española, se erradicó de facto el analfabetismo, se propició un éxodo hacia las ciudades que impulsó la industrialización, se disparó la renta per cápita, el consumo de carne, el nivel general de vida y se generó una ilusión por la existencia en gran parte ausente con anterioridad; las grandes injusticias sociales fueron eficazmente combatidas, el crecimiento económico alcanzó el tercer puesto en el mundo (con cifras que se acercaban al 9% anual para los años centrales de los sesenta), se convirtió al país en la novena potencia industrial del mundo, se desarrollaron planes para suplir las graves carencias impuestas por la meteorología, las condiciones sanitarias dieron un vuelco espectacular (la mortalidad general se redujo a la mitad) mediante una impresionante red de ambulatorios que se extendió por todo el territorio nacional, se procuró trabajo —de forma activa, desde las instituciones gubernamentales— a la inmensa mayoría de la población española.

 

Todo ello, en el marco de una paz social, no sólo concebida como «orden público», y de una creciente sensación de bienestar, cimentada en los seguros sociales y en el crecimiento económico, completamente ausentes, por su amplitud, hasta la fecha. La consecuencia más elocuente de todo ello —una suerte de mixtura entre las ventajas objetivas obtenidas por la población, la sensación de bienestar y confianza y esa ilusión por la existencia que se generó en aquellos años— fue el casi increíble aumento de la esperanza de vida, que pasó de los 50 años en 1940 a los 73 en 1975. Más elevado que el de los Estados Unidos. La mortalidad infantil alcanzó, en 1975, unas cifras más bajas que las de Alemania Occidental, quedando en menos de una décima parte de las que el régimen encontró en 1940.

 

Datos tan significativos como demoledores.

 

Los datos pueden resultar tediosos, pero son significativos y demoledores. Veamos algunos: sólo en cuanto a embalses, durante el franquismo se realizaron 515 nuevas instalaciones, cuando en toda la historia de España se habían efectuado menos de 200 construcciones. España se convirtió en el tercer país del mundo en este terreno, sumando un perímetro de 8.000 kilómetros de costas interiores (el total en kilómetros de las costas marítimas españolas es de menos de 4.000). La población rural pasó de constituir la mitad de la población española en 1940 a suponer apenas la quinta parte en 1975, mientras el sector servicios casi se duplicaba, hasta alcanzar el 40% del total de la actividad económica nacional. La magnitud de las cifras en cuanto al aumento de la renta per cápita deja sin aliento: de los 131 dólares de 1940 a los 2.088 en 1975. La participación de las rentas del trabajo en el total nacional asciende al 60,5%. El analfabetismo decae del casi 30% de 1940 al 7% en 1975, mientras roza el 18% el número de estudiantes sobre el total de la población (los universitarios pasan del 1,5 al 7%).

 

Un dato especialmente significativo es el de la población reclusa: mientras que en vísperas de la Guerra Civil, la cifra de presos era de 32.000, en 1975 se situaba en apenas 15.000 (pese al significativo aumento de población acontecido durante el franquismo). Para el año 2008, el número de reclusos supera los 100.000 (que, si bien hay que relativizar igualmente por el aumento de población, no podemos dejar de reseñar que la laxitud de las leyes incide en sentido contrario, lo que proporciona una panorámica bastante gráfica del diferente nivel moral de la población española en uno y otro tiempo).

 

Una labor social ingente

 

En el terreno de las realizaciones sociales la labor fue, sencillamente, ingente. La mayor parte de las instituciones hoy presentes en la vida pública española proceden de aquella época: desde Radio Nacional hasta la ONCE, pasando por la Orquesta Nacional, el Instituto de España, la Agencia Efe, la Escuela Superior del Ejército, la RENFE, el INI, la Magistratura del Trabajo o el CSIC. Pero, entre todas ellas, por su especial significación hay que destacar la tarea realizada desde el Ministerio de la Vivienda y la creación de la Seguridad Social. Detengámonos un momento en la Seguridad Social. La situación que hereda en este terreno el régimen nacido del 18 de julio es bien triste. La población trabajadora en España había sido burlada en numerosas ocasiones por sus apóstoles de la izquierda. Hay razones de peso para considerar que una situación tal convenía a sus propósitos subversivos; a mayor injusticia, mayores probabilidades de contar con su apoyo para desencadenar la revolución social. Algo de esto venían practicando los anarquistas españoles —que aglutinaban a la mayoría de dicha población trabajadora— desde hacía décadas. En cuanto a los socialistas, siempre más cercanos a los resortes del poder, quizá sean imputables en mayor medida.

 

Las ventajas obtenidas antes de 1939 por las clases trabajadoras se debían, casi en exclusiva, a gobiernos de corte conservador. Pero eran medidas cicateras, en buena medida otorgadas para evitar males mayores. Con todo, algo se había hecho: el retiro obrero y la protección contra los accidentes de trabajo, desarrollados durante la presidencia de Eduardo Dato, el seguro de maternidad de tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera, y el subsidio contra el paro, de 1921, implementado durante el gobierno conservador de Sánchez Guerra. Durante la II República poco o nada se hizo al respecto. No existía protección alguna contra la invalidez ni contra la enfermedad común, la baja laboral. En cuanto a la protección familiar, en 1938 el Gobierno comenzó a desarrollar lo que sería su inmensa obra en este campo: instituyendo, en primer lugar, el Régimen de Subsidios Familiares (que sólo existía en Francia y Bélgica), aplicado sin límite de ingresos, un verdadero seguro social. Un año después, la protección se extendió a la viudedad, a la orfandad y a la escolaridad; para 1941, se habían establecido los premios a la natalidad y a la nupcialidad y, al año siguiente, los pluses familiares.

 

F.P.
Boletín Informativo FNFF nº114
Abril-Junio 2008

 


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