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Antonio Fernández-Cid
Razón Española
Ni 1940 marca el riguroso comienzo de una era musical, ni 1975 lo señala de clausura. En todo caso, cabría decir que la primera fecha, por inmediata al forzoso paréntesis dictado por una guerra cruenta, puede suponer en cierto modo un arranque, mientras que la segunda se une, sin solución de continuidad, a la etapa sucesiva. No obstante, es indudable que treinta y cinco años integran un período ya considerable en el tiempo y que, aún vecino el que acoge ahora nuestro estudio, constituye historia, todo lo reciente que se quiera, pero indudable, de un momento muchas veces juzgado con criterios derrotistas, injustos por ello. Creo que es hora de afirmar sin vacilaciones, con las pruebas irrefutables del dato, que esos lustros distaron de suponer una etapa vacía para la música. Muy al contrario, fueron muchas las presencias y aportaciones de relieve. Tantas, que, sin triunfalismos ni apasionamientos, cabe formular juicios muy positivos que se intentarán apoyar en concretas referencias, claro es que no exhaustivas, y que no podrían de ninguna forma intentarse en un trabajo de andadura forzosamente limitada, como el que se intenta.
Entre 1936 y 1939, con España rota y dividida, se produce una casi total interrupción de actividades, al menos en régimen de normalidad. Nace en la zona republicana la primera Orquesta Nacional, de vida efímera y las parcelas creadora e interpretativa se alimentan con intermitencia. Los meses que discurren, ya en el 39, entre la conclusión de la guerra y el nuevo año, acogen tareas de organización y recuperación. Hay, sí, algunas actividades sueltas, como las de la circunstancial Orquesta Sinfónica 1939, pero apenas contabilizables.
En 1940 el panorama es distinto. Creo que podría representarse, en el doble campo de la composición y la interpretación, por dos hechos de sumo relieve: el estreno del “Concierto de Aranjuez”, la obra más popular de todo el período que estudiamos y el nacimiento de la segunda y definitiva Orquesta Nacional. Pero quizás sea mejor la ordenación por materias.
I. COMPOSITORES
1. Manuel de Falla. Joaquín Turina.
Las dos figuras más representativas siguen sendas muy distintas; la pareja de andaluces que ha venido a suceder a Isaac Albéniz y Enrique Granados, catalanes universales, habrá de situarse con respecto al acontecer directo de la actividad musical española, en los antípodas.
Manuel de Falla viaja a tierras argentinas, de donde no regresará sino su cuerpo sin vida. La salud, cada vez más precaria, es determinante de aplazamientos en la vuelta, que nada tienen que ver, como torpemente se ha intentado capitalizar, con motivaciones políticas. Nadie más alejado que Falla de ese mundo, recogido él en su arte, empeñado en la tarea inconclusa de su monumental “Atlántida”, obsesión de todas las horas, que solo se estrenará en primera versión, terminada por su discípulo directo Ernesto Halffter, en 1961. Después del estreno de los “Homenajes” en el Colón bonaerense, recién llegado a la tierra hermana, Falla se refugia en los Espinillos de la Córdoba argentina, que tanto recuerdan su Carmen granadino de la Antequeruela y trabaja en su oratorio. Cuando, al fallecer, en noviembre de 1946, se trasladan sus restos a la cripta de la Catedral gaditana lamida por ese Atlántico que tantos pentagramas últimos inspiró, toda la España musical y oficial está presente. A las pocas horas del estreno de “Atlántida” en el Liceo de Barcelona, sus intérpretes, dirigidos por Toldrá, cantan allí — rezan— la “Salve en el mar”, ante la tumba del artista.
Joaquín Turina vive, en cambio, sus etapas más activas e intensas, reconocida, por fin, una personalidad anteriormente diluida entre quienes propugnaban credos estéticos si más avanzados, en gran parte más efímeros que los del músico sevillano. Catedrático del Conserva torio, Académico de Bellas Artes, Comisario de la Música, inmerso en las ilusionadas tareas de recuperación del pulso artístico nacional, Turina sigue componiendo fiel a sus ideales de un lirismo andaluz insobornable. Muere en 1949. Todavía en épocas recientes, posteriores a las que se analizan en este trabajo, se estrena su obra póstuma, la “Sinfonía del Mar”, concluida por un calificado discípulo, Manuel Castillo.
2. La generación del 27
La inquietud creadora que se vivió durante los años treintas por una generación que después se ha conocido como la musical del 27, o de la República, tiene con la guerra un quiebro lógico, determinado ya no solo por esos años en que imperan sonidos menos armoniosos, sino por el exilio de muchos de sus componentes. Algunos ya no retornarán, la vuelta de otros será más o menos pronta, pero ya no cabrá establecer consideraciones en bloque sobre artistas que siguen distintos derroteros.
Nombres calificados como los de Julián Bautista, Gustavo Pittaluga, Salvador Bacarisse, el filipino Federico Elizalde, no tienen ya más presencia física y hasta la representación de su obra es muy escasa en los programas de esos lustros de postguerra. En todos, se acrecienta, por la nostalgia, el españolismo y en alguno —caso de Bacarisse, residente en París— la condición de avanzado en busca de un léxico vanguardista, se remansa para que cobre más y más fuerza el sello nacional de su música.
El pasaporte y la residencia mejicanos de Rodolfo Halffter, mayor de la dinastía, no impedirán que él diga siempre que escribe, porque le nace así, música española, que reciba con emoción noticias de su tierra de origen, abra sus brazos a cuantos vienen de España y que, en fin, andando los años, sienta los imperiosos deseos de viajar a ella, más cada vez, de participar en Cursos pedagógicos y presentar obras, algunas de estreno, tan aplaudidas como el “Pregón para una Pascua pobre”, encargo de las “Semanas” de Cuenca.
Oscar Esplá, por su pate, vuelve de forma definitiva, cargado de prestigio y laureles, en los comienzos de los años 50, ingresa en la Academia de Bellas Artes y —nacido en 1889— se convierte, en los últimos años de su muy larga y fructífera vida, en el patriarca de los compositores de España, fiel siempre a la tonalidad, buscador de un sistema armónico modal propio, con un ininterrumpido culto a su tierra —”inventó el canto levantino”, se dijo de él— perceptible en la “Sinfonía Aitana”, fruto de los tiempos últimos, lo mismo que en obras juveniles como “Nochebuena del Diablo”. Artista sólido, sensible, cuidadoso en la forma y con un lirismo soterrado y permanente.
Otros dos músicos habría que citar, por afines en el tiempo y en esa condición de alejados de nuestro país: Robert Gerhard —Valls, 1896—, que muere en Cambridge en 1970, los últimos lustros siempre unido por residencia y actividad al paisaje británico y verdadero adelantado en España del dodecafonismo, es el primero. Por su parte, Jaime Pahissa, barcelonés de 1880, muerto a edad muy avanzada en la Argentina, compositor, teórico, biógrafo de Falla, mucho menos conocido de lo que su categoría merece, apenas puede unirse a la vida musical española que se analiza en el trabajo presente.
Y queda, en este apartado, una referencia de honor. Fernando Remacha, integrante calificadísimo de la generación que nos ocupa, nació en Tudela en 1898 y había mostrado una actividad brillante en los años anteriores a la guerra. El contraste mayor se produjo en los sucesivos. Quizás al disgregarse el grupo en el que formaba y aunque no abandonó España, decidió refugiarse en su tierra natal, dedicado a trabajos comerciales, por completo al margen del arte. Sólo en 1957 se produce la recuperación musical y varios premios subrayan la calidad de una obra que puede encabezarse con la que muchos consideran punto de partida para una creación de vanguardia, el oratorio “Jesucristo en la Cruz”, con destino a las ya citadas “Semanas” de Cuenca. Sin olvidar el ejemplo de eficiencia pedagógica que brinda como director del Conservatorio de Pamplona.
3. Compositores puente.
En el paisaje musical de la España del siglo XX un lugar de especial relieve corresponde a Ernesto Halffter, madrileño de 1905. Jovencísimo, señalada con la piedra blanca su aparición por el crítico más importante del período, Adolfo Salazar, había dejado testimonio de su clase con obras como la “Sinfonietta” y la “Sonatina”. Discípulo dilecto de Falla, continuador de su “Atlántida”, admirador del período scarlattiano, del impresionismo, fiel, como su maestro, a los principios eternos del ritmo y la tonalidad, Ernesto Halffter luce una calidad invariable, en un léxico tan alejado de la extravagancia como de un quehacer reaccionario. Creaciones recientes como el “Canticum in Johannem XXIII”, el “Salmo”, los “Gozos”, la “Elegía en memoria del Principe Polignac” o el “Concierto de guitarra”, hablan de que no se ha mustiado la inspiración del autor de “La corza blanca” o las “Canciones portuguesas” bellísimas, éstas de 1943.
Muy distinto es el caso de Conrado del Campo, 1878-1953. Compositor, instrumentista, director de orquesta, pedagogo. En cualquiera de estos campos luchó con entusiasmo insobornable. En el de la creación, fiel a sus amores permanentes —Castilla, los dos Ricardos, Wagner y Strauss— y la gran forma. Cultivador del cuarteto y la ópera, cuando eran géneros difíciles. Los cuartetos “Castellano” y de “Carlos III”, “El Avapiés”, “Fantochines”, pueden representar sus cimas, pero sin olvidar obras de nuestro período como la “Fantasía castellana”, “En la pradera”, la “Ofrenda a los caídos”… Su labor de maestro fue trascendente. Por su Cátedra del Conservatorio pasaron legiones y legiones de alumnos de todos los conceptos estéticos: de Jacinto Guerrero a Cristóbal Halffter.
Jesús Guridi —Álava, 1886; Madrid, 1961— también intérprete, gran organista, compositor y pedagogo, era muy famoso en 1940 y la mayoría de sus obras líricas importantes se habían escrito con anterioridad, pero su labor continuó hasta el momento mismo de su muerte repentina, cuando trabajaba en su piano, buscador eterno de horizontes bellos. Dos cuartetos, el “Tríptico”, la “Sinfonía Pirenaica”, la “Fantasía de Walt Disney”, las admirables “Seis canciones castellanas”, pueden acompañar la cita de una de las obras sinfónicas más bellas y representativas en la postguerra: las “Diez melodías vascas”, nueva demostración de la clase excepcional de instrumentador y armonista, siempre leal a la tierra de origen.
Pedagogo, artista sólido, ligado al culto de Koechlin y Ravel, cultivador de la gran forma y de una serie amplísima de melodías o “lieder”, Manuel Palau, valenciano de 1893, ejerció un poco al estilo de Conrado del Campo las actividades musicales en toda su amplitud. Hasta su muerte en 1966 multiplicó afanes, fue director del Conservatorio de Valencia, forjó buen número de discípulos —él lo fue de Giner y López Chavarri, otro maestro digno del homenaje devoto— y compuso algunas obras justamente populares, en relación que podría presidir su “Marcha burlesca” y de la que serían gala canciones de la calidad de “Chove”, “Avila”, “Montesa”…
Maestro de relieve, así mismo, Joaquín Zamacois, 1894, director hasta su jubilación del Conservatorio Municipal de Barcelona, compositor sensible pero apenas activo en los últimos años.
Y en ese mismo centro, para él segundo hogar, catedrático de violín, Eduardo Toldrá, de Villanueva y Geltrú, 1895, fue un modelo de ejemplar dedicación al trabajo hasta su muerte en 1962. Lo había sido como violinista y compositor, hasta que se rindió por completo, con esa entrega en él peculiar, a la dirección de orquesta, primerísima figura nacional. Por ello, es muy corta su producción a partir de 1940, cuando tanta calidad había mostrado antes, sobre todo en el campo de la canción de concierto y con su ópera “El giravolt de Maig”. Sin embargo, quedaron algunos testimonios de esa lírica, inconfundible inspiración en obras como “As froliñas d’os toxos”, una de las más bellas canciones contemporáneas de España.
La extensión forzosamente limitada del trabajo que se intenta impide referencias, ni aún tan breves como las anteriores, sobre músicos bien dignos de ellas. Músicos “puente”, por cuanto su obra se despliega antes del período que se analizó y también alimenta su curso. El padre Nemesio Otaño, jesuita, especializado en música coral y sacra; su continuador, el padre Ignacio Prieto, de fecunda labor; Francisco Calés Pina, notable pedagogo y muy clásico en su propia obra; Julio Gómez, apenas activo los últimos años en la composición donde fue valor descollante, como lo fue decisivo, antes y después, en sus actividades pedagógicas, como uno de los más brillantes catedráticos del Conservatorio madrileño; Juan Manén, violinista en lo profesional, pero sin desdeñar la composición operística de altos vuelos; el padre Antonio Massana, también compositor y pedagogo barcelonés de alta calidad; el padre José Antonio Donostia, que distribuyó entre Lezcaroz y Cataluña su vida, entre la oración y el pentagrama —preludios pianísticos, obras de inspiración religiosa— sus horas; Manuel Blancafort, un día muy unido a Mompou por afecto y sensibilidad creadora, que se reconoció en premios y galardones justamente otorga-dos en nuestro período, con obras como su “Preludio, aria y giga”, la “Sinfonía”, el “Concierto Ibérico”…
Los recuerdos se agolpan para las citas: José María Franco unió a su actividad directoral y pedagógica una muy solvente de compositor; Arturo Dúo Vital, castreño de 1901, fue compositor fecundo y profesor preparado, muy fiel a la cantera popular y cultivador de la parcela coral; Jesús Arámbarri, bilbaíno de 1902, apagó por el brillo de su clase directoral, la que sin duda tuvo como compositor y de la que, en nuestro período, son buen ejemplo el poema “Castilla”, las “Ocho canciones vascas”, la zarzuela “Viento Sur”; del mismo año y procedencia Sabino Ruiz Jalón, todavía crítico en activo, demuestra fina sensibilidad en su obra; y Rodrigo A. de Santiago, vizcaíno de 1907, hizo compatibles hasta su jubilación actividades como director y compositor fecundo. También se divide en ambos sentidos, sin abandonar el pedagógico, Victorino Echevarría, palentino de 1898, que murió en Madrid, en acto de servicio, cuando dirigía a la Banda Municipal en 1965 y dejó un catálogo propio muy extenso.
Un nombre señero que, nonagenario, preside todavía el cuadro de compositores nacionales, Federico Mompou puede cerrar este grupo de artistas con obra representativa capaz de granjearle prestigio anterior a 1940 y de sostenerlo a partir de esa fecha, no por el eco de aquella, sino por la venturosa realidad de nuevas producciones. Mompou, exquisito, personalísimo, sutil y refinado en el tacto armónico, el clima, el vuelo melódico, el intimismo, es el músico del mejor antes que del más; de la calidad, por encima de la cantidad; de su piano de intérprete creador y sus canciones. No es él suyo un catálogo muy extenso, pero sí de extraordinaria jerarquía. Ejemplos de estos años, el “Cantar del alma”, una melodía trascendida, los “Improperios”, las “Variaciones sobre un tema de Chopin”, raras muestras de evasión de sus habituales mundos citados y en cabeza, representativas hasta por el título, sus colecciones de “Música callada”, en la que ha recogido lo mejor de su espíritu.
Y llegados a este punto, hemos de abandonar este apartado, aún a sabiendas de que faltan nombres merecedores de la cita.
4. Compositores líricos
El género lírico español, la zarzuela y el sainete, sufren la crisis agudizada que se apuntaba ya en los años anteriores, de ninguna forma comparables a los gloriosos de fines del XIX con superabundancia de obras y de autores. Muerto Amadeo Vives, pronto desaparecen José Serrano, en 1941, del que conocemos una obra, “La venta de los gatos” y Pablo Luna, en 1942, otro de los “grandes”, del que asistimos al estreno de “Las Calatravas”. Ni uno ni otro pueden ligarse a la etapa que se narra.
En el fondo Francisco Alonso, de tanto relieve lírico, no escribe entre 1940 y 1948, el año de su muerte, obras de talla de aquellas que le dieron prestigio y popularidad, en cabeza “La calesera”, de 1925. Lo mismo cabe decir de Jacinto Guerrero, a pesar del triunfo póstumo, en 1951, de “El canastillo de fresas” porque, zarzuelero de pro con muchas horas de vuelo, se dedicó, lo mismo que Alonso, más al campo de la revista. Ya se dijo que Jesús Guridi había compuesto antes sus óperas y zarzuelas más representativas.
Abstracción hecha de alguna aportación suelta y valiosa, como “La Duquesa del Candil”, que en 1952, próxima la muerte del autor, mostraba la clase lírica de Jesús Leoz, son solo dos los compositores que podríamos llamar “clásicos” del género, que viven todo el período: Federico Moreno Torroba, muerto nonagenario en 1982 y Pablo Sorozábal, de 1897, todavía con posibilidades de asistir al estreno de su “Juan José”, ópera sobre la que tantas y tan repetidas noticias han circulado.
Ninguno de los dos puede afirmarse que haya compuesto lo más significativo de su obra teatral entre 1940 y 1975; pero, al menos, han estrenado zarzuelas acogidas con justo aplauso. Moreno Torroba lo mereció, entre otros casos, con “La caramba”, “Baile en Capitanía”, “María Manuela” y su ópera “El poeta”, lúcido y ambicioso fruto de un autor casi nonagenario. Sorozábal, con “Black, el payaso”, “Don Manolito”, “La eterna canción”…
Tampoco son muchas las óperas que se estrenan, aunque proporcionalmente resulten más. El género lírico atraviesa por etapas de angustia, en razón de la ausencia del Teatro Nacional de la Opera y la intermitencia —e insuficiencia— del Lirico Nacional. Los costes de una producción, llámese ópera o zarzuela, no pueden abordarse por empresas particulares y las raras compañías heroicas que se mantienen, lo hacen muy en precario, atenidas al repertorio más directo y por ello más compensador.
Habríamos de recordar que en los treinta y cinco años de referencia se estrenaron en el Liceo “Una voz en off” y “El gato con botas”, de Montsalvatge, “El mozo que casó con mujer brava”, de Suriñach, “Canigó”, del padre Massana, “Vinatea”, de Matilde Salvador y en Madrid, “Zigor”, de Escudero, “La mona de imitación”, de Arteaga, “Selene”, de Tomás Marco, “El pirata cautivo”, de Óscar Esplá… Quizás alguna más… Pobre número en tan largo plazo. Mínimo, si lo comparamos con el paisaje sinfónico, el de cámara, el vocal de conciertos, no en balde mucho más asistidos.
5. Los compositores de la postguerra
Se ha de insistir en lo ya dicho: no puede haber separaciones rigurosas en el fluir creador. Un matiz determina la selección dentro de este apartado: que sea a partir de 1940 cuando la obra de un músico impone su vigencia ya de forma sustancial.
Es el caso de Joaquín Rodrigo —Sagunto, 22 de noviembre, Festividad de Santa Cecilia, 1901—, que si antes de 1936 había estrenado alguna obra considerable, es en 1940 cuando afirma una popularidad que no le abandonará ya en todo el largo trecho que discurre hasta que se escriben estas notas. Los estudios valencianos, ampliados en París, la residencia en la capital francesa, darán paso a una definitiva instalación madrileña. Con alto cargo en la Organización Nacional de Ciegos, un tiempo crítico musical y siempre muy ligado al acontecer musical español, Joaquín Rodrigo lo anima inmediatamente con su “Concierto de Aranjuez”, estrenado en Barcelona y pronto en Madrid por Regino Sainz de la Maza, para convertirse enseguida en la obra predilecta de todos los guitarristas… y los que no lo son, porque, captados por el embrujo de la melodía bellísima que engalana su tiempo central, proliferan los arreglos de todos los tipos y el concierto salta los confines de la música, llamémosle clásica, y se instala, también con privilegiada fuerza, en el campo de la ligera.
Rodrigo equilibra la voz honda y leve de la guitarra, su vuelo expresivo y su encanto virtuosista, con una orquesta refinada, que la arropa y subraya. Vendrán, como inmediata consecuencia del éxito, varios conciertos más: “Heróico”, “de ;estío”, “in modo galante”, “Serenata” —para piano, violín, violonchelo y arpa—, obras pianísticas, otras, con o sin orquesta, de guitarra, algunas logradísimas de signo diferente, como las “Ausencias de Dulcinea” para cuatro yeces blancas, bajo y orquesta, y multitud de canciones, alguna, así el “Cántico a la esposa”, cima del capítulo en estos lustros. Con todo Rodrigo se convierte en el compositor más representativo de la etapa, siempre fiel a un quehacer fluido, con gotas de lirismo y de humor, lejos de cualquier ambición vanguardista y con el mérito del sello inconfundible que subraya la paternidad de los frutos.
Otra inmediata cita es debida, con todos los honores, a José Muñoz Molleda —La Línea de la Concepción, 1905—, uno de los compositores más sólidos y fecundos en la época. Andalucismo y lirismo son sus constantes, unidas a un raro culto a la gran forma, una exigencia constructiva de la que nacen una sinfonía, varios conciertos y buen número de obras de cámara, aparte el oratorio “La resurrección de Lázaro” y una ingente lista de obras menores y partituras con destino al servicio cinematográfico.
En él se distinguió mucho, con múltiples premios, Jesús García Leoz, pamplonica de 1904 que, muerto a los cuarenta y nueve años en el momento más sazonado y maduro de su arte, malogró una carrera que se anunciaba de muy alta clase. Alumno de Joaquín Turina, ecléctico en sus gustos, inquieto en sus vinculaciones literario artísticas, Leoz produjo en los últimos tiempos obras de tanta significación como las “Seis canciones sobre versos de Antonio Machado”, el retablo navideño “Primavera del Portal”, el “Cuarteto con piano”, la “Sinfonía”, la versión orquestal de la “Sonatina”. Todavía en la mañana de su muerte asistía a la proyección privada de “Bienvenido, Mr. Marshall”, cuya partitura cinematográfica llevaba su firma.
José Moreno Gans, José Moreno Bascuñana, Ángel Martin Pompey, Manuel Parada, Miguel Asins Arbó, Roberto Plá, Manuel Martínez Chumillas, el invidente Rafael Rodríguez Albert, alicantino de inspiración fluida y calidad cierta, representan aquí a otros muchos, como ellos activos en el período.
No podríamos limitarnos a la simple cita de Francisco Escudero —San Sebastián, 1913— porque si ya en 1937 un cuarteto merece el Premio Nacional de Bellas Artes, la mayoría de su obra, densa, importante, aparece después, con culto a formas ambiciosas: la ópera “Zigor”, el “ballet”, “El sueño de un bailarín”, el oratorio “Illeta”, el poema sinfónico “Aránzazu”, el “Concierto para violonchelo”… Música elaborada, muchas veces síntesis del “folklore” vasco, sin popularismos fáciles, hay como una voluntad plausible de sostener la identidad entre el fondo y la forma. Escudero, director de banda, pedagogo, muchos años al frente del Conservatorio donostiarra, es una de las figuras cuya omisión sería culpable.
Mientras, en Cataluña, un poco nexo entre las gene-raciones anteriores y las nuevas promociones creadoras, Xavier Montsalvatge —Gerona, 1912— preside una múltiple actividad con ramificaciones en el doble campo de la composición, el suyo fundamental, y la crítica, ejercida en las columnas de “La Vanguardia”. (Otro buen compositor y crítico, publicista y músico inquieto, Manuel Valls, —Badalona, 1920— pertenece a un mundo activo y paralelo). Montsalvatge, que parte de un cierto exotismo antillanista, que conoce bien las más avanzadas tendencias, prefiere mantenerse equidistante, original en el concepto, agudo en el tratamiento de los timbres, curioso en la selección de vehículos. Se han citado ya sus óperas. En lo sinfónico, es de gran relieve su “Partita 1958”, que merece el Premio Esplá, de Alicante. Obras tan distintas como la “Desintegración morfológica de la Chacona de Bach”, las archipopulares “Canciones negras”, la “Sonatina para Ivette”, las “Cinco invocaciones al Crucificado” garantizan una permanencia del nombre en las historias de nuestro arte.
No se debe olvidar tampoco el de Joaquín Homs, más de vanguardia por la obra que por la cronología —Barcelona, 1906— discípulo de Gerhard, independiente, persona de gran cultura, con permanentes vinculaciones seriales luego de períodos de rigores dodecafónicos.
Y aunque residente en Méjico, es incuestionable la cita de María Teresa Prieto —asturiana, 1908— menos conocida entre nosotros su música de lo que la calidad de la obra merece. En ella se advierte una evolución desde el nacionalismo hasta consignas más abstractas. El “Cuarteto modal”, la “Sinfonía cantábile”, las “Doce variaciones seriales”, el poema sinfónico “Chichen-Itza”, pueden representar diferentes aspectos de su producción.
En Valencia José Báguena y Llácer Plá, muy distintos y muy válidos, correspondientes a 1910 y 1918, pueden acompañar el recuerdo a Vicente Asencio, compositor y pedagogo, músico de clase que acredita en obras como el “Llanto por Manuel de Falla”, el “Preludio a la Dama de Elche”, el “Concierto para violín y piano”, varias canciones y el que merece su hoy viuda, Matilde Salvador —Castellón 1918— exquisita muestra de sensibilidad en canciones de antología.
En la imperiosa necesidad de cortar drásticamente esta relación, nadie mejor para cerrarla que Gerardo Gombau —Salamanca, 1906— que a su muerte en 1971 estaba considerado como el maestro por las jóvenes generaciones, el amigo comprensivo y el mejor nexo con una tradición que no se cierra a nuevas corrientes. Tal fue el mérito de Gombau, pedagogo de relieve: su in-quietud por evolucionar y estar “á la páge”. El camino recorrido entre el “Ballet charro” y el “Don Quijote”, de una parte y la “Música para ocho-ejecutantes”, la “Música 3 más 1”, los “Grupos tímbricos”, en la opuesta, acreditan ese afán y quedan para lección de conformistas cómodos. Con la referencia de este veterano que siempre fue joven de espíritu, nos adentramos en los compositores de otras cronologías.
6. Las nuevas promociones
Músicos nacidos en torno a 1930, que para la referencia y el conocimiento se agrupan hoy con la etiqueta “Generación del 51”, irrumpen con fuerza en la vida musical española. Casi cabría decir que con impaciencia que puede ser causa de dosis excesivas de inconformismo, en ningún caso censurable ni dañino a la larga, por cuanto el tiempo mismo se encarga de centrar las cosas, aplastar lo no válido y sostener aquello con cualidades que justifiquen la pervivencia. Es la rebeldía impetuosa y juvenil de quienes intentan recuperar el tiempo de quietismo y alcanzar los más altos niveles de novedad creadora que se den por el mundo. Y justo es decir que han sabido abrirse camino y que hoy se habla de la joven generación de España con respeto admirado; que muchas de las obras figuran habitualmente en los programas y que en ciclos especializados, cursos y seminarios, las voces de nuestros músicos se aguardan con el más vivo interés.
Dos nombres pueden, por derecho propio, encabezar la relación, más que nunca ceñida, con la que cerramos esta parcela que se rinde a los compositores: los de Cristóbal Halffter y Luis de Pablo.
El primero, sobrino de grandes músicos, nace en Madrid en 1930 y muy pronto, en plena juventud, se impondrá hasta lograr la situación que hoy disfruta en el doble campo de la creación y la dirección de orquesta. Un día director del Conservatorio de Madrid, donde se había formado, su carrera discurre más en el extranjero que en España, aunque actuaciones y estrenos suyos se prodigan aquí.
La evolución de Cristóbal Halffter, que muy en los comienzos acusa influjos de Bartok, Strawinsky, el Falla del “Concerto” en el suyo para piano, los “Dos movimientos para piano y orquesta”, la “Misa Ducal”, se advierte de manera principalísima desde las “Microformas”, que suscitan apasionada reacción en el público muy conservador de los años sesenta. “Planto”, el “E cuarteto”, “Anillos”, “Noche pasiva del sentido”, la “Cantata de las Naciones Unidas”, pueden constituir muestras características de un quehacer ambicioso, muy avanzado pero con evidente fuerza personal y sugestiva que es capaz de llegar, más que ningún otro, al aficionado. Halffter, nada conformista, siempre abierto a nuevas incitaciones, se halla en la plenitud de su actividad creadora que él mismo sirve, director de las propias obras.
Al tiempo, Luis de Pablo, bilbaíno, también de 1930, es uno de los músicos de mayor formación intelectual’ de una amplia cultura, con espectro jamás limitado al mundo de los sonidos y reflejo en misiones pedagógicas desarrolladas en y fuera de España, como las organizadoras, tales como “Tiempo y Música” y “Alea”. Es ya en 1953-4 cuando empieza a componer —”Quinteto”, “Elegía”, “Canciones de Antonio Machado”…— y desde entonces el catálogo se enriquece ininterrumpidamente: el “Cuarteto”, “Glosa”, “Módulos”, “Protocolo”, (primera ópera que antecede a la tan importante “Kiu” que estrenará en 1983), “Soledad interrumpida”, “Al son que tocan”, señalan una constante depuración del lenguaje y un acercamiento a lo bello en la sonoridad, cada vez más pura y atrayente, en contra de rigores pasados.
Muy unido a ellos, como ellos de alta significación, instrumentista y pedagogo, Carmelo Bernaola —Ochandiano, 1929— es artista de actividad múltiple y trabajo fácil, dueño de una técnica sólida, siempre en ebullición, con punto de partida en la técnica serial. “Misturas”, “Heterofonías”, “Música de Cámara”, sobre todo la “Sinfonía”, justamente incorporada después al repertorio orquestal, son exponentes representativos de su clase. Ramón Barce —Madrid, 1928— es uno de los entusiastas y cultos defensores de una labor alejada de los principios tradicionales, libre en el concepto, aunque muy en tacto de codos, organizador con empeños —”Nueva Música”, “Zar, “Sonda”, hoy la presidencia de la Asociación de Compositores Sinfónicos de España —con sus colegas. ¿Sus obras?. “Soledad primera”, “Conciertos de Lizara”, “Nuevas polifonías”, “Objetos sonoros”…
Del mismo año que Barce, Ángel Arteaga y Alberto Blancafort, de Campo de Criptana y Barcelona, respectivamente, se muestran menos avanzados. Cuatro años anterior a ellos el aragonés José Peris, Catedrático de Música en la Autónoma, luce un estilo personal con base en su culto de Carl Orff. Recordemos, de ese año, a Pascual Aldave, José Cerdá, José Casanovas, navarro el primero, catalanes los otros, al zamorano Miguel Alonso, con partituras de predilección litúrgica en el origen. Y de 1927, el canario Juan Hidalgo, curioso, inquieto, atrevido, animador, dinámico. Funda “Zaj”, con Marchetti y Barce.
En 1929, el catalán Mestres—Quadreny, aglutinador del quehacer contemporáneo barcelonés, que parte del serialismo y busca el objetivismo, el navarro González Acilu, cada vez con mayor prestigio en una permanente evolución de músico estudioso.
Anterior, de 1925, es el barcelonés José Cercós que después de rabiosas actitudes avanzadas, investiga más y más en busca del sentimiento musical. De la misma ciudad, Xavier Benguerel -1931- acusa en su evolución estilística sucesivos influjos de los impresionistas, Bartok, Schoenberg, Webern…
Imposible seguir. Román Aslía, de Palma de Mallorca, el alicantino Agustín Bertomeu, el manchego Manuel Angulo, el valenciano Amando Blanquer, el bilbaíno Antón Larrauri, que parte de un “folklore” de su país llevado a conceptos de vanguardia con felices resultados, Enrique Rexach, Leonardo Balada, con residencia en América, Gonzalo Olavide, en Centro Europa, Ruíz Pipó, en París, José Buenagu, Salvador Pueyo, son nombres que se apiñan con puntos de partida natal entre los años 31 al 35.
De ese período, 1934, es Claudio Prieto, palentino, de muy aguda personalidad, como José Joler, barcelonés con amplia base bebida en todo el pasado a través de su tamiz personal.
Tendría que hablarse de músicos posteriores. Entre 1937 y 1954 nacen Miguel Ángel Coria, Juan Antonio García, José María Morales, Francisco Cano, Jesús Villarojo, Ángel Barja, Cruz Castro, Eduardo Polonio, Tomás Marco, Guinovart, Evangelista, Téllez, Arturo Tamayo, José Luis Turina, José Ramón Encinar, todos ellos en plena actividad y lógica evolución y sobre los que podrían —deberían— establecerse referencias. Personalidades sensibles, con exquisita capacidad de síntesis como la de Coria; capaces de exprimir todas las posibilidades y recursos de su instrumento, como Villarojo; de una mente lúcida y ordenada, que sabe lo que quiere, como Tomás Marco y de una indudable agudeza como José Ramón Encinar, buen director, además, justificarían un estudio imposible aquí.
Lo es que hablemos de compositores deliberada-mente menos orientados a credos vanguardistas como Narcís Bonet, catalán de 1933, el sevillano Manuel Castillo, 1930, uno de los mejores músicos andaluces del presente, continuador de la obra póstuma de Turina, pianista y pedagogo. Pero, sobre todo, Antón García Abril, turolense, de 1933. Creo que se trata de uno de los mejores, de los más representativos músicos del presente, tan lejos de caducas fórmulas como de forzadas piruetas, seguro de lo que quiere, de cómo lograrlo y dueño de un léxico fluido, con riqueza melódica y amplio dominio de instrumentador, sus canciones, el “Homenaje a Miguel Hernández”, “Hemeroscopium”, “Cadencias” fueron anuncio de logros posteriores al período que se estudia —”Alegrías”, “Celibidachiana”…— demostrativo de que la inspiración está siempre a punto. Es forzoso concluir. Quizás con una opinión, por personal discutible: las aguas han vuelto a su cauce normal; ya no son necesarias inyecciones de urgencia compensadoras de pasados quietismos. Hoy, en España, se advierte una composición plural, libre, sin conformismos ni extravagancias, en cuyo natural despliegue se hallan su mérito y atractivo mayores.
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