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Melitón Cardona
Boletín FNFF nº 151
En 1972, dos o tres meses después de domiciliarme en Noruega y cuando ya podía comunicarme mal que bien en su lengua, unos amigos nativos de aquel país me preguntaron de buena fe cuán libre me sentía en el suyo tras haber abandonado la dictadura que regía en el mío. Para su sorpresa, les tuve que contestar que “menos libre que nunca” y traté de explicarles la diferencia que hay entre libertad política y libertad social. Hoy opinan lo mismo intelectuales que en la década de los cincuenta visitaron involuntariamente algunas cárceles españolas, cuyas instalaciones distaban mucho de los confortables balnearios en las que hoy se han convertido. No les negué que en la España de entonces no hubiera libertad que permitiera elegir a los dirigentes políticos, pero afirmé que, a excepción de lo anterior, en España uno podía hacer lo que quisiera sin más restricciones que las derivadas de las reglas elementales de convivencia, de manera que mientras en Oslo sólo se podía regar el jardín los días impares, en mi país, mucho menos rico en recursos hídricos, no era el caso y, además, ¿por qué los impares y no los pares o únicamente los festivos o los terminados en 3?. También les expliqué que, ya desde mi época de estudiante de derecho en la Universidad de Zaragoza, yo podía adquirir prensa extranjera nada partidaria del régimen imperante y también las obras completas de Karl Marx en la librería Cancela del Paseo de la Independencia. Alcohol y tabaco tenían en mi país precios diez o quince veces más baratos que los que regían en Noruega, donde, por cierto, vino y licores sólo podían adquirirse en las tiendas del Vinmonopolet, un monopolio de Estado de venta de bebidas alcohólicas que tenía horarios tan disuasorios como disparatados. También les manifesté mi extrañeza ante el hecho de que al pedir un Campari en un bar se me exigiera consumir -y pagar- una ración de arenques o de salmón por el hecho de haberlo encargado antes de las tres de la tarde, hora mágica en la que desaparecía la prohibición como por arte de birlibirloque. Les informé que, a pesar de lo anterior, la tasa de alcoholismo de su país era muy superior a la del mío. Les expliqué que mientras ellos pagaban en promedio más del 45 por ciento de impuesto sobre la renta, en España el tipo único era del 14 por ciento y había superávit presupuestario; también les dije que mientras ellos pagaban un moms (IVA) del 20 por ciento, en mi país el gravamen similar era irrelevante. Tuve que añadir que si padecíamos una ominosa y tristona dictadura, me sorprendía que artistas conocidos como Ava Gardner, Error Flynn, Grace Kelly y muchos otros decidieran visitar constantemente nuestro país para aburrirse a gusto en lugar de pasar sus vacaciones en Yugoslavia, Rumanía y demás paraísos comunistas.
El párrafo anterior tal vez deje claro que el experimento de control social que hoy padece, agravado, nuestro país ya estaba en marcha en Noruega -y en toda Escandinavia- hace muchas décadas.
Mis estudios de derecho político en la Universidad de Zaragoza me permitieron distinguir ya en los años sesenta la profunda diferencia entre dictadura y régimen autoritario, algo que Solzhenitzyn pudo constatar y manifestar cuando visitó España en la década de los setenta del siglo pasado, lo que provocó la reacción airada de un seudointelectual apellidado Benet que afirmó que “creía firmemente que mientras existan personas como Solzhenitsyn, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir”, una frase digna de un demócrata de los de toda la vida … futura. Dichos estudios me permitieron también aprender que el Estado de Derecho (Rechtssstaat en la terminología alemana) era compatible con un régimen autoritario, como demostraba la Prusia de Federico el Grande, quien, habiendo perdido un pleito contra un humilde molinero cuya actividad laboral le molestaba, exclamó “menos mal que aún quedan jueces honestos en Berlín”. Estado de Derecho y democracia pueden o no coincidir y conviene no confundir los conceptos.
Sin necesidad de remontarme al pasado, hoy leo que una sociedad gastronómica vascongada de hombres ha sido llevada a los tribunales por “discriminación de género” aunque sé que en mi club madrileño de la Gran Peña las mujeres no tienen acceso a los pisos superiores sin que hasta ahora haya sido llevada a los tribunales por tan motivo. Supongo que si una sociedad de enanos (o más bien “personas de baja estatura”) no permitiera hoy la afiliación de las de más de un metro sesenta de estatura podría ser tachada de discriminación y disuelta por nuestras benéficas y democráticas autoridades.
Siempre ha sido extremadamente difícil valorar con objetividad, sine ira et studio, el régimen político instaurado tras el Alzamiento nacional. Los prejuicios, (juicios anticipados como el famoso “primero la sentencia, luego el veredicto” de la Reina en “Alicia en el País de las Maravillas”), lo dificultan grandemente. Además, hoy es prácticamente imposible si se tienen en cuenta disposiciones legales que directamente tratan de impedirlo, aunque haya datos difícilmente rebatibles. Así, en 1975 España era la octava potencia industrial del mundo y hoy es la decimosexta. En aquélla época, la deuda pública era irrelevante y hoy supera el 110 % de nuestro PIB. Mientras la corrupción era prácticamente inexistente, hoy está a la orden del día y afecta a todos los partidos políticos del arco parlamentario: son escasísimos los políticos de cierta relevancia que, habiendo entrado en política con una mano delante y otra detrás, hoy no tengan fortunas multimillonarias cuyo origen no parece haber interesado en ningún momento al generalmente implacable Ministerio de Hacienda.
Como antes apuntaba, no me cabe hoy duda de que el régimen autoritario anterior fue un auténtico Estado de Derecho, carente por completo de la inseguridad jurídica que caracteriza el actual. Más aún, la calidad de la legislación era infinitamente superior a la de hoy. El caso de la Ley de procedimiento administrativo de 1958 es significativo porque apenas fue parcialmente derogada en 1992, treinta y cuatro años después de su promulgación. Permanece en vigor el capítulo I del Título VI, con excepción del apartado 2 del artículo 130 (!). Además, dicha ley fue derogada en 2015 por la 39/2015, de 1 de octubre. La reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa de 1956 permaneció en vigor veintinueve años hasta su derogación por la Ley orgánica del poder judicial en 1985. Se trata de dos leyes importantísimas para garantizar los derechos de los ciudadanos ante la Administración y fueron ejemplo de rigor técnico y garantismo. A quien indicó a Don José Castán Tobeñas que doña Carmen Polo tenía interés en determinado pleito, éste le respondió “que no se preocupe, que se hará justicia”.
El Índice de Estado de Derecho creado por “World Justice Project” utiliza ocho parámetros para crear un índice de calidad del Estado de Derecho en el que 1.00 es la calificación más alta, significando un estado de derecho fuerte, y 0.00 la más baja. España ocupa el puesto 23 con 0.73, por detrás de Corea del Sur, la República Checa, Estonia, Singapur y Letonia, entre otros. A su vez, España ocupa el número 32 en el índice de corrupción política, por detrás de Qatar, Barbados, Bahamas y Bhután. España cae algunas posiciones respecto al informe publicado el año pasado. Si en 2022, nuestro país se situó en el puesto 29 con 6.476 puntos, este 2023 cae a la posición 32 con 6.436 puntos. Por delante se sitúan, entre otros países, Estonia y Arabia Saudí (!).
También contrasta con el régimen anterior el impresionante volumen de legislación que oprime al ciudadano. Corruptissima republica, plurimae leges, que, para víctimas de la LOGSE y en traducción libre, significa algo así como “la proliferación legislativa es propia de los estados más corruptos”. El dicho latino es plenamente aplicable a esa anómala monarquía republicana que padecemos y malfunciona con nada menos que un centenar de miles de normas (!), la mayoría superfluas, muchas contradictorias y algunas literalmente delirantes. Lo señaló recientemente una letrada del Consejo de Estado en una brillante tercera en ABC al escribir que “la densidad y complejidad del ordenamiento genera una enorme inseguridad jurídica que impacta negativamente en la productividad y en el crecimiento económico”.
También se dice que la dictadura franquista fue un páramo cultural en el que únicamente destacaron figuras menores como Ortega y Gasset, Marañón, Alexandre, Delibes, Cela, Jiménez Díaz, Gironella, Marcé, Berlanga, Chillida, Tàpies o Millares, personajes de menor entidad que vivieron y trabajaron en la España de Franco y que, comparadas con las lumbreras que hoy nos apabullan con sus obras extraordinarias (Almudena Grandes y demás), fueron, sin duda, muy poquita cosa. Lo señaló Julián Marías en un famoso artículo titulado “La vegetación del páramo”.
En definitiva, me percato ahora, décadas después y para mi vergüenza, de que viví felizmente en una ominosa dictadura sin enterarme y que cuando me trasladé a un país democrático me sentí más cohibido que nunca. La vida es ansí.