La única España (I), por Álvaro Maortua Pico

Álvaro Maortua Pico

Boletín Informativo FNFF Nº 43

 

1. Consideraciones previas

Digamos, como es cierto, que la historia es, o puede y debe ser, maestra de la vida. Y es maestra porque abordada, por supuesto, con el debido esfuerzo de honradez y de vigor, nos procura las ideas verdaderas de las cosas: la verdad de las cosas.

Si nuestras ideas son verdaderas y no falsas, es decir, si se corresponden con la realidad misma de las cosas, son fuente inagotable de todo bien, de nuestro más sabido vivir —individual, social y nacional—, de la máxima nobleza que a nuestra vida le es dado alcanzar. Y para esto nos sirve la historia.

La ignorancia y el error son, por el contrario, fuente de todo mal. «La verdad tiene el mismo atractivo que la bondad y la belleza, y por ser atractiva predispone a seguirla, ilumina el camino, proporciona solidez a las ideas sobre las que se apoya cada paso, amplía el horizonte vital con la esperanza, y da serenidad y fortaleza al ánimo. El ser humano es un devenir para la vida; su trascendencia es un hecho desvelado por el pensamiento filosófico como lo es el descubrimiento del Absoluto, primera causa y Creador. La criatura humana es, sobre todo, imagen de su Creador, destinada al Amor. Pensar otra cosa no es entender nada» (Juan José Rosado).

Muchos hombres marginan la verdad o la rechazan de manera rabiosamente polémica. ¿Y por qué la historia de España resulta para muchos tremendamente polémica? No hay nación alguna en el mundo cuya historia suscite semejante apasionamiento, desde los Reyes Católicos hasta Francisco Franco, desde el principio hasta hoy. La única explicación posible de ello es que España se ha distinguido, como ninguna otra nación, la historia, por su heroico y fecundo servicio a la verdad. Por eso resulta España tan polémica como la verdad misma. Esta es su incomparable grandeza. Y a la evidencia de esta explicación, que se conoce por el estudio riguroso de la historia, se añade la de ser la explicación única.

Junto a la gran producción historiográfica española, expositiva e interpretativa, hay un notable conjunto de historiadores extranjeros que también intentan dar una imagen o semblanza de España. España tiene el privilegio de que haya en el mundo una serie de hombres de estudio profundamente interesados por la historia de España, a los que llamamos «hispanistas», lo que no sucede con las demás naciones más que, quizá, en el terreno estrictamente filológico. Entre los hispanistas hay muchos amantes apasionados de España y de lo español. Españoles y extranjeros han tratado —y siguen tratando— de profundizar en el sentido de la historia de España a través de multitud de teorías y ensayos. Se han escrito más «interpretaciones» de la historia de España que de ninguna otra nación. Ha sido así puesto de relieve el enorme interés que la historia de España encierra, y la utilidad que tiene para los españoles de hoy un correcto y profundo conocimiento de su pasado.

Nos conviene a todos tener claro el concepto de autoridad. Autoridad es lo contrario de arbitrario, caprichoso o despótico. «A las instancias que nos mueven a acatar los principios de donde nacen el orden y el ejercicio recto de la libertad, es a lo que se llama autoridad. La palabra autoridad procede del latín “angeo”, que significa creer o aumentar. La autoridad es también la fuente de decisiones que señala lo que es justo y lo que es injusto. Debe aparecer reflejada en las leyes, que deben ser conformes con la ley divina y adecuadas a la naturaleza de cada sociedad. A la autoridad, que es esencialmente buena y necesaria, se contrapone el poder, que aparece sólo como el mal menor necesario que impide la injusticia del desorden. El poder es un recurso coercitivo que poseen los reyes o los magistrados para obligar a los hombres a cumplir la ley cuando éstos no quieren. Cuanto más se respete la autoridad menos necesario será el ejercicio del poder. Este es el ideal de una sociedad que pretenda ser civilizada. Hoy se combate con saña todo principio de autoridad. Pero cuando el hombre destruye la autoridad no hace otra cosa que desencadenar el poder, el cual se sube sobre sus espaldas con la violencia de una tiranía. Y esto es verdad cualquiera que sea la forma de gobierno, de uno o de muchos; en este caso sería la tiranía de la mayoría, pero tiranía» (Luis Suárez Fernández).

A la autoridad se opone toda forma de marxismo. Y también se le opone el positivismo.

El positivismo es la negación, o por lo menos el desconocimiento de Dios y de la verdadera naturaleza del hombre. Niega la capacidad humana para descubrir la verdad. El positivismo en las leyes, o positivismo jurídico, es el imperio de lo falso o arbitrario en los asuntos públicos más graves. Conduce al mal, porque genera corrupción y vileza en las instituciones públicas y en todo el cuerpo social. El positivismo es barbarie intelectual y moral; barbarie total. La gran crisis actual del mundo consiste, principalmente, en la implantación del positivismo jurídico con el barrido de la autoridad.

Pues en esta situación está caído el mundo de nuestros días; y también desgraciadamente España, a partir de 1976.

Y no es que estas cosas sean un asunto sólo para la discusión entre científicos, no. Afecta gravemente a las naciones y a los pueblos: a todos los hombres y a cada hombre en particular.

La progresiva caída de Europa en la barbarie a lo largo de la Modernidad y sobre todo de la Contemporaneidad, la resistió el pueblo español noblemente, decorosamente, mucho más que los demás pueblos de Europa. Esto se debe, en mi opinión, a la gran reserva espiritual que contiene la maravillosamente rica, fecunda, universal y viva cultural española de la Modernidad.

 

2. Belleza moral de España

Afirma Ortega y Gasset, en sus «Meditaciones del Quijote», que: «Desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir su ruta, que no siente la necesidad heroica de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia». Pues bien: sólo España ha realizado tal operación en la historia.

Ha habido en la historia de España dos ocasiones en las que se planteó la legitimidad, y lo que es más, la moralidad de determinadas acciones políticas o militares cuya transcendencia se entrevió con mayor o menor claridad, pero con seguridad. La primera fue la conquista de América; la segunda, la guerra de España de 1936 a 1939.

En ambos casos, teólogos y juristas estudiaron la cuestión de la existencia o no existencia de justos títulos que legitimaran la conquista en el primer caso, y el alzamiento del 18 de julio de 1936 en el segundo.

Esta preocupación por la moralidad de acciones políticas y militares, de si en conciencia podían justificarse o no, constituye un hecho único en la historia de las naciones. Por lo general, los pueblos suelen moverse en la vida política más por razones de Estado que por cuestiones de conciencia.

El carácter misionero de la obra realizada por España en América fue explícitamente sancionado desde su origen por la autoridad del Papa Alejandro VI mediante las Bulas del 3 y 4 de mayo de 1493 con que se proveyó efectivamente a la evangelización. Así los conquistadores españoles tomaban posesión legítima de las tierras descubiertas no en nombre propio, ni por inicua «razón de Estado» como las otras potencias lo hicieran después, sino en nombre del Rey de España y con el respaldo de la dicha legitimidad moral.

Pero además del respaldo pontificio, eminentes teólogos y juristas examinaron y se pronunciaron sobre la cuestión. Así, y no sólo a causa de las denuncias, sino por el mismo dinamismo de la labor evangelizadora, y como dijo el Papa Juan Pablo II en su discurso en Santo Domingo al Celam, «se suscitó un profundo y vasto debate teológico-jurídico que con Francisco de Vitoria y su Escuela de Salamanca analizó a fondo los aspectos éticos de la conquista y colonización. Esto provocó la publicación de leyes de tutela de los indios e hizo nacer los grandes principios del derecho internacional».

Además de nuestros grandes pensadores y de muchos hispanistas, casi todos los Papas de la Edad Moderna y contemporánea han tenido cálidos elogios para la obra de España en América. Para esa empresa ha tenido Juan Pablo II el más reciente aliento, en ese «¡Gracias Españal», porque la parcela más numerosa de la Iglesia de hoy, cuando se dirige a Dios, lo hace en Español. Y entre las mil cosas grandes, dio vida a las Universidades más antiguas del continente americano.

En cuanto a la epopeya española del 18 de julio de 1936, a fines de 1938 se creó una Comisión, compuesta en su mayor parte por juristas, que elaboró un dictamen que fue publicado en 1939, concluyendo que, en el sentido jurídico penal del término, el calificativo de «rebelde» no podía aplicarse a los que se alzaron el 18 de julio.

Se debe señalar la preocupación que hubo de examinar —o si se prefiere, de legitimar— desde la Teología y el Derecho lo que estaba ocurriendo. Lo cual quiere decir que existió un sentido religioso tan profundo que ni siquiera con la «Carta colectiva del episcopado» o las pastorales de Pla y Deniel o de otros obispos, se consideró zanjado el tema.

Probablemente, la razón de que todavía, a los cincuenta años de iniciarse la guerra de España, sigua apasionando hasta el punto de que el torrente de publicaciones, lejos de haber cesado, siga aumentando sin que lleve trazas de detenerse, sea la que de modo tan claro señaló en febrero de 1937 Hilarie Belloc: «fue esencialmente una guerra en defensa de la religión, una guerra entre defensores y adversarios de la religión cristiana. Por eso sigue apasionando tanto» (Federico Suárez).

Es pues España la única nación en el mundo que como decía Ortega, «ha sentido la necesidad heroica de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la Historia».

3. La Edad de Oro

España, en su grandiosa Edad de Oro, creó una cultura de influencia universal en las ciencias, en las leyes y en las artes, que hoy asombra a los historiadores concienzudos y recientes, despertando en ellos un creciente y apasionado interés. La cultura española de la Modernidad otorgó al mundo su era de mayor nobleza, madurez y finura doctrinal y espiritual, de mayor heroísmo, magnanimidad y belleza que conoce la historia. Tal es la esencia de la cultura moderna que España tiene legada al mundo; tal es la noble herencia española: «un orden de valores cristiano y noble, una forma específica de caballería».

La gran escuela de teólogos y juristas de Salamanca alumbraron magistralmente la Doctrina del Derecho Internacional. La reforma española, en obediencia íntima a la Sede romana, se produjo como en varias oleadas sucesivas, íntimamente ligadas entre sí, que conservaban plenamente su vitalidad todavía a mediados del siglo XVII, cuando sobrevino su derrota.

Toda la vida humana, con el arte, el derecho, la literatura y la creación científica, quedaron sustentados so-bre una plataforma de religiosidad, es decir, de relación entre hombre y Dios. San Ignacio, Santa Teresa o San Juan de la Cruz, refrendan poderosamente el pleno sentido del proyecto español. El crecimiento del hombre se concebía como «ser más» y no como «tener más», como ha recordado precisamente uno de los mejores conocedores del movimiento místico español, Juan Pablo II.

4. Descubrimiento y civilización de América

El descubrimiento de América es una de las aventuras más bellas de la humanidad, «el hecho de por sí más grande entre los hechos humanos», como señaló el Papa León XIII.

A partir de 1520 se produce una serie asombrosa de hechos de los más impresionantes de toda la historia universal. En 1520 se produce una verdadera explosión de vitalidad conquistadora que causa la admiración de todos los historiadores españoles y extranjeros. Los hechos son perfectamente conocidos; pero nadie ha conseguido aún explicar cómo pudieron producirse. El resultado es que hacia 1540 todo el inmenso espacio comprendido entre el norte de México y Santiago de Chile había sido conquistado por unos pocos miles de españoles.

El conquistador realizó su empresa por iniciativa propia, pero nunca en nombre propio. Lo primero que hace es poner el nuevo territorio bajo la soberanía del Rey de España. El Estado tuvo que realizar luego una gran labor —y la realizó— menos espectacular pero tan decisiva para la historia universal: la religiosa y cultural (las misiones, escuelas y Universidades), la político-administrativa (los virreinatos) y la económica (la explotación del metal precioso).

El gran hispanista norteamericano Charles F. Lummis, en su magnífica historiografía titulada «Los exploradores españoles del siglo XVI», escribe esto:

«El honor de dar América al mundo pertenece a España; no solamente el honor del descubrimiento, sino el de una exploración que duró varios siglos y que ninguna otra nación ha igualado en región alguna. Es una historia que fascina (…). Amamos la valentía, y la exploración de las Américas por los españoles, fue la más grande, la más larga y la más maravillosa serie de valientes proezas que registra la historia (…). Había un Viejo Mundo grande y civilizado: de repente se halló un Nuevo Mundo, el más importante y pasmoso descubrimiento que registran los anales de la humanidad. Era lógico suponer que la magnitud de ese acontecimiento conmovería por igual la inteligencia de todas las naciones civilizadas, y que todas ellas se lanzarían con el mismo empeño a sacar provecho de lo mucho que entrañaba ese descubrimiento en beneficio del género humano. Pero en realidad no fue así. El espíritu de empresa de toda Europa se concentró en una nación, que no era por cierto la más rica o la más fuerte. A una nación le cupo en realidad la gloria de descubrir y explorar América, de cambiar las nociones geográficas del mundo y de acaparar los conocimientos y los negocios por espacio de un siglo y medio. Y esa nación fue España.

«Ocurrió ese hecho un siglo antes de que los anglosajones pareciesen despertar y darse cuenta de que realmente existía un nuevo mundo; durante ese siglo la flor de España realizó maravillosos hechos.

«Españoles fueron los que vieron y sondearon el mayor de los golfos; españoles los que descubrieron los ríos más caudalosos; españoles los que por primera vez vieron el océano Pacífico; españoles los primeros que supieron que había dos continentes en América; españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los que se abrieron camino hasta las interiores y lejanas reconditeces de nuestro propio país, y los que fundaron sus ciudades miles de millas tierra adentro, mucho antes de que el primer anglosajón desembarcase en nuestro suelo. Aquel temprano anhelo español de explorar era verdaderamente sobrehumano.

«No sólo fueron los españoles los primeros conquistadores del Nuevo Mundo, sino también sus primeros civilizadores. Ellos construyeron las primeras ciudades, las primeras iglesias, escuelas y Universidades; montaron las primeras imprentas y publicaron los primeros libros; escribieron los primeros diccionarios, historias y geografías, y trajeron los primeros misioneros. Una de las cosas más asombrosas de los españoles, es el espíritu humanitario y progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó sus instituciones. Algunas historias han pintado a esa heroica nación como cruel para los indios; pero la verdad es que la conducta de España en este particular a nosotros debería avergonzarnos. La Legislación española referente a los indios de todas partes, era incomparablemente más extensa, comprensiva, sistemática y humanitaria que la de Gran Bretaña, la de las Colonias y la de los Estados Unidos juntas. Aquellos primeros maestros enseñaron la lengua española y la religión cristiana a mil indígenas por cada uno de los que nosotros aleccionamos en idioma y religión. Ha habido en América escuelas españolas para los indios desde el año 1524. Tres Universidades españolas tenían casi un siglo de existencia cuando se fundó la de Harward. Sorprende el número de hombres educados en colonias que había entre los exploradores españoles; la inteligencia y el heroísmo corrían parejos en los comienzos de la colonización del Nuevo Mundo» (págs. 22,23).

 


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